martes, 30 de abril de 2019

Carlos Margiotta



Mensaje de texto  
Carlos Margiotta

“Estoy esperando a Ceci. Te quiero", decía el mensaje de texto. Lo leyó lentamente detrás de una mueca como una sonrisa mientras el subte se detenía en la estación Florida de la línea B. Otra vez, pensó, cuando llega la fecha del cumpleaños de su madre, Mariana empieza a ponerse tan demandante que no sé como hacer para satisfacerla. Caminó las tres cuadras que lo separaban del banco donde trabajaba y guardó su celular en el bolsillo interior del saco, un celular viejo que sólo servía para enviar y recibir llamadas, pero que guardaba con cariño porque ella se lo había regalado para el aniversario de casamiento.
El otoño se estaba cerrando sobre el cielo de junio y la ciudad se ponía triste como el brillo de sus ojos. Entró en su oficina y llamó a Patricia, su secretaria, para conocer las novedades de su agenda. Hacía 25 años que trabajaba en el banco y su carrera lo había llevado a la gerencia de créditos. Tal vez si hubiera aceptado ir a la sucursal de la ciudad de Paraná, donde había nacido, ahora no tendría que extrañar esos paisajes tan queridos donde vivió los juegos de la infancia, la morosidad de sus días tibios junto al río y las siestas de su adolescencia donde amó por primera vez.
"Estoy tomando un té con mi amiga en La Paz. Te amo", leyó nuevamente en la pantalla del celular, pero no contestó el texto porque sabía que sería inútil. Inútiles como las palabras que últimamente sonaban solitarias en la casita de Parque Chas, esa que habían comprado con una hipoteca para criar a los hijos que nunca tuvieron. Él sentía que sus palabras se perdían irremediablemente detrás de los pasos de la mujer que amaba pero no que podía terminar de atrapar en su corazón. La mujer que siempre se estaba yendo pero regresaba, esa mujer tan desconocida como cotidiana que se hacía presente en cada pensamiento, en cada mirada, en cada mensaje sin voz guardado en esa cajita negra como un secreto.
Levantó la vista sobre la pantalla de la computadora y miró a su secretaria acomodando papeles en su escritorio, ella se dio cuenta y le arrojó una sonrisa con cierta maldad. Hacía mucho tiempo que no le prestaba atención a una compañera de trabajo y lo sorprendió su propia reacción al reconocer en ese otro rostro la maldad escondida de Mariana. Patricia se levanto de su asiento y se le acercó con unas carpetas para hacerle una consulta. Él la miró fijamente caminar y le devolvió la misma sonrisa.
“Amor, me voy para casa, tengo que preparar el bolso para el viaje". Giró el sillón en el que estaba sentado y miró a través del gran ventanal del edificio torre la Plaza de Mayo. Allí la había conocido el día de la asunción del presidente Alfonsín, los dos militaban en la juventud radical y estaban con sus compañeros del colegio secundario. Recordó las banderas, la muchedumbre, el renacer de los ideales que le había inculcado su padre y esos ojos, los ojos de Mariana que a partir de ese momento no podría olvidar jamás.
Patricia le mencionó que en pocos minutos tendría una reunión de gerentes en el último piso, él asintió con la cabeza y se levantó de su asiento para descolgar el saco del perchero que estaba a su derecha. Dejó el celular en el cajón del escritorio y sólo llevó encima el provisto por la empresa. Mientras esperaba el ascensor le pareció haber escuchado que su secretaria lo había llamado por su nombre: Andrés.
La reunión transcurrió con la misma tensión de siempre, la feroz competencia, a veces desleal, que había entre los integrantes del grupo de gerentes no permitía elaborar proyectos nuevos. Él se sintió ausente, ese día poco le interesaban las cuestiones del banco y menos las peleas entre sus pares. Pensaba en salir rápidamente de la oficina para ir a tomar un café a la galería Güemes y de paso fumar un cigarrillo. A Mariana le gustaba esperarlo allí a la salida del trabajo, mirar las vidrieras y hacer algunas compras. A veces  iban a ver una película a los cines de la calle Lavalle, a los dos le gustaban las italianas en especial las de Héctor Scolla. Siempre que se encontraban ella le hacía pequeños regalos o le escribía algún poema de amor en una servilleta de papel.
Cuando volvió a su despacho encontró en el celular otro mensaje de texto: "Corazón me voy rápido a la terminal de Retiro, acordáte que es el cumple de mamá". Y sintió un ligero fastidio hasta ahora desconocido, tuvo ganas de arrojarlo por la ventana pero se contuvo, sabía que al finalizar el día todo volvería a empezar. El resto de la jornada laboral lo tuvo ocupado tomando decisiones, delegando tareas, atendiendo clientes y mirándola a Patricia con curiosidad.
De regreso a su casa decidió cambiar el camino habitual, eligió volver por la avenida Corrientes para detenerse en las librerías a hojear los libros de reciente aparición, mirar las marquesinas de los teatros y tomar un buen escocés en la Premier. Necesitaba pensar en sí mismo, cambiar su manera de vivir, hacer algo gratificante porque las horas del día se estaban convirtiendo en tedio. Sin embargo hacía años que no se sentía tan libre, tan liviano, como en ese atardecer. Sintió que empezaba a atravesar la oscuridad encendiendo las brasas de su deseo.
Necesitaba pensar en sí mismo, cambiar su manera de vivir, hacer algo gratificante porque las horas del día se estaban convirtiendo en tedio. Sin embargo hacía años que no se sentía tan libre, tan liviano, como en ese atardecer. Sintió que empezaba a atravesar la oscuridad encendiendo las brasas de su deseo.
Mientras saboreaba el último trago sonó el nuevamente el celular: "Te mando un versito para que me extrañes": "Te dejo mis labios con dos besos, / el perfume arrugado entre las sábanas, / y el otoño colgado en la ventana. / Te dejo suspiros vestidos de rojo, / mis palabras perdidas en un rincón / y un ramillete de no me olvides".
El cielo de Buenos Aires comenzó llover, Andrés llamó al mozo, pagó la cuenta y salió del local. Bajo las escaleras del subte apurado por llegar a su casa antes de recibir el último mensaje de texto. Desde aquella tragedia en donde Mariana perdió la vida todos los 5 de junio su viejo celular se activaba misteriosamente trayendo su recuerdo. 
"Querido, tengo miedo, esta lloviendo intensamente sobre la ruta y el chofer maneja descontrolado".
Es tiempo de desactivar el celular.

Susana Kleiban



            ¿Y usted preguntará porque cantamos?
                                                            Susana Kleiban
Me había prometido volver a enamorarme cuando los chequeos médicos me dieran el OK. Esto parecía muy loco. Pasando los 60 es improbable que los análisis digan que soy absoluta y completamente sana.
Pero yo me entendía. Soy dispersa por naturaleza, y mas dispersa si un hombre pasa a integrar mi agenda y mis whats app con algún emoticón de pimpollo mañanero o simplemente en vez de ponerme a trabajar o pedir los turnos al especialista paso a revisar su foto, poner un audio con su voz o despertarme, no tan contenta, de estar sola en mi cama. Sí, me lo había prometido y las molestias a nivel del corazón que habían aparecido a fines de noviembre del año pasado me hacían por decreto acatar la promesa.
Pero llegó marzo y con marzo el 8. Salía corriendo para marchar por el día Internacional de la Mujer y me apuraba un café en el Tortoni. En la otra mesa estaba él. Lo vi, me vio y no sé porque le sonreí. Luego acordándome de que debía ser obediente salí por la otra puerta  para no cruzar por su mesa.
Luego llegó el 21. Apurada como siempre llegué a Tribunales para sostener con mi aliento al juez Ramos Padilla, Quijote por si quiere. Y estaba él, me reconoció, sonrió, me acercó un papel y se fue. Con gesto distraído lo guardé en la cartera y busqué a mis amigas para seguir marchando.
El 24, en otro homenaje a los 30.000 compañeros detenidos desaparecidos, y con la convicción tan firme como en 43 años en las calles me puse el jogging y con taquicardia, revisé los diagnósticos para confirmar mi decisión de ir a la plaza.
¿Cuántos éramos, 200.000 o 300.000? No sé. Lo que puedo decirte es que lo volví a encontrar. Me gusta. Creo que le gusto. Me preguntó porque no lo había llamado. No lo entendí hasta que recordé el papel guardado en la cartera. Tal vez pareciendo un poco naif le expliqué que no debía enamorarme hasta saber que órgano necesitaba un transplante.
Se rió, y me invitó a comer pizza al terminar la marcha. Estuve tentada de decir … mi médica me sugirió suprimir harinas y lácteos, pero sonreí y acepté la invitación. Mientras comíamos le conté algo de mi vida. Él también de la suya, los matrimonios, hijos, divorcios y algo fuerte: la militancia.
Él me habló de su deseo de formar una pareja. Yo le hablé de mis deseos de preservarme. Hablamos de los 30.000 y de nuestros queridos cumpas desaparecidos. Me dio la mano y no la retiré… Y usted preguntará por que cantamos


Lázaro Covadlo



                     Llovían cuerpos desnudos 
                                                         Lázaro Covadlo

Le había sacudido un bofetón a su mujer a eso de las tres de la tarde. O a las tres y media, o a las cuatro, más o menos. ¿Quién puede controlar la hora cuando está un poco pasado con la bebida y algo alterado y no se le ocurre nada mejor que pegarle a la esposa? En todo caso había sido después de comer, seguro. Una comida opulenta de pescados y mariscos y tal vez un litro y medio de vino blanco de una comarca de Cataluña. Pero antes había bebido dos vasos de whisky. ¿O fueron tres? Después del café dos copas de coñac. ¿O fueron tres? No bebas tanto, Marcelo, había dicho ella. No era la primera vez, hacía más de diez años que se lo repetía. No bebas tanto, Marcelo; no comas tanto, Marcelo. Después venía el sermón: tanta comida y tanta bebida, por fuerza debían ser nocivas para su salud física y mental. Yo soy médico y sé muy bien qué es bueno y qué es malo para la salud física y para la salud mental, ¿entendés, María del Carmen?, ¿entendés lo que te digo? El diálogo renacía a diario, sin variaciones, desde hacía diez años hasta la fecha. Parecían actores en gira perpetua dedicados a representar en todas partes la misma pieza teatral. Él recordaba muy bien haber discutido sobre lo mismo en Mar Del Plata, en Villa Carlos Paz, en Punta Del Este, en el hotel de las Cataratas Del Iguazú. La última vez en Lisboa, el día anterior. El vuelo de Lisboa a Barcelona en un aparato de la TAP había transcurrido por un cielo sin nubes, pero fecundo en cuanto a lluvia de cuerpos. Todos caían desnudos, como de costumbre. Reconoció algunos, la mayoría de aquellas caras las tenía muy acopladas a su memoria visual. De otros recordaba más que nada ciertos detalles del cuerpo: las cicatrices de determinadas operaciones, una pelambrera de excepcional abundancia, ciertas peculiaridades muy notorias de los genitales. Cada uno poseía su propia singularidad. Nunca faltaban dos o tres a quienes una vez que el avión rebasaba los seis mil metros les daba por pegar la nariz a la ventanilla para mirarlo a los ojos. Pareciera que por un rato se resistían a dejarse caer: se pegaban al fuselaje como moscas a las paredes y no aflojaban hasta que el aparato tomaba más altura, sólo entonces desaparecían de su vista. Ese era el momento en el que él podía intentar relajarse –sin consentirlo del todo– y llamaba a la azafata para pedir el primer whisky. 
Como trataba de evitar que lo tomaran por loco hacía tiempo que había dejado de informar sobre la lluvia de cuerpos durante los vuelos, ya fueran éstos interprovinciales o internacionales. La primera vez que advirtió el fenómeno dio fuertes voces y se armó un tremendo alboroto en la cabina de pasajeros. Ocurrió en 1983, poco después de su alta en el Hospital Naval, donde había estado unos meses como paciente, en neuropsiquiatría. Él y María del Carmen viajaban a Mendoza con la excusa de visitar a la familia. Esa escapada era en realidad la primera de una serie de peregrinajes de intención terapéutica. Entonces aún no le habían dado el retiro -faltaba todavía un año para que dejara el Arma-, pero la superioridad tampoco le había designado un destino: lo consideraban un elemento psicológicamente inestable y por lo tanto fue relegado a una suerte de limbo hasta que decidieran qué hacer con él. Ese vuelo entre el Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires y El Potrerillo, en Mendoza, había resultado una excursión al centro mismo del infierno. Uninfierno a gran altura, o no tanto: nada más rebasar los dos o tres mil metros comenzaron a llover cuerpos hasta hacer que el firmamento se oscureciera. Ya en el sur de la provincia de Córdoba el cielo cobró una consistencia sólida de pieles y huesos humanos. Uno de aquellos hombres al parecer golpeó en su caída el alerón derecho provocando una fuerte sacudida en el aparato. ¡Hay que aterrizar, hay que aterrizar!, gritó Marcelo; ¡avisen al piloto que ellos  están cayendo! ¡Díganle que aterrice cuanto antes! Tranquilícese, señor, estamos pasando una zona de tormenta, pero el comandante tiene todo bajo su control, dijo la azafata. ¡Calmate, querido, por lo que más quieras!, le rogó María del Carmen. Recordaba el tono de voz resignado, urgido y maternal con el que su esposa pretendió aplacarlo en aquel momento crítico. Con la misma apremiada paciencia, con idéntica sufrida dulzura, ella se empeñó en reconfortarlo cada vez que su obsesión volvía a brotar. No debió haberle pegado, se reprochó mientras contemplaba tras los ventanales de la habitación del decimosexto piso, en el hotel Princesa Sofía, el paisaje urbano surcado por la avenida Diagonal y más allá el Tibidabo con su iglesia en la cima. A tan baja altura nunca había observado que llovieran cuerpos desnudos. De todos modos ya estaba haciéndose de noche; jamás vio caer gente en la oscuridad, aunque sí entre la blancura gris de las nubes. Las tinieblas representan un descanso para la vista, se dijo. Miró la hora en la esfera de su reloj y se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que abofeteó a María del Carmen y ella abandonó el cuarto sin preocuparse por cerrar la puerta. Entonces pensó que no tardaría en volver, pero ya eran más de las siete y quién sabe dónde podría estar. Tal vez dando vueltas y más vueltas por los alrededores, igual que la última vez que a él se le fue la mano, en Mar Del Plata, y ella se pasó la tarde caminando entre la plaza Colón y las calles San Martín y Santa Fe y regresó al hotel cargada de compras –un montón de pulóveres innecesarios– cuyo importe total produjo un fuerte menoscabo en su economía de marino retirado. De cualquier manera no le afectaba demasiado que su esposa se resarciera de los malos tratos gastando dinero; algún día no muy lejano dejarían al fin de llover tantos cuerpos y pondría un consultorio en Buenos Aires y sería un médico próspero. Pero le inquietaba imaginarla deambulando por las calles inciertas, porque Mar Del Plata era una localidad familiar, pero Barcelona era una urbe desconocida y, aunque a través de esos ventanales todavía no viera caer a nadie, no por eso estaba tranquilo, sobre todo porque ya hacía mucho que ella había salido y pronto sería la hora de ir a cenar y otra vez tenía hambre. Lo que vos tenés es apetito, Marcelo, el hambre es otra cosa, solía decirle María del Carmen. Dejame tranquilo, ¿querés?, si te digo que tengo hambre es que tengo hambre... ¡y no se hable más! Pero ella tenía razón, lo sabía. Desde que empezaron a llover cuerpos y más cuerpos no había dejado de atiborrarse de comida y alcohol, así que terminó poniéndose muy gordo y tuvo que cambiar todo su vestuario, lo que sumado a las compras de María del Carmen, las facturas del hotel, los billetes de avión y las abultadas cuentas de los restoranes hacía que se agrandaran sin cesar los agujeros de los bolsillos. Las herencias familiares de ambos permitían demorar el inevitable quebranto, pero tantos y tantos gastos los acercaban con buen ritmo al derrumbe final. Menos mal que algún día, mejor pronto que tarde, dejarían de llover los cuerpos y entonces se acabarían los viajes y él instalaría en Buenos Aires su consultorio de médico endocrinólogo –la especialidad a la que había pensado dedicarse antes de entrar en la Marina– y ganaría bastante dinero, lo que unido a la paga del retiro permitiría rehacer la fortuna matrimonial, pensó. 
Era cierto que habría salido más barato consentir que lo ingresaran en una buena clínica en la que acaso a fuerza de descanso, electroshocks y adecuados consejos, lograrían que cesara el diluvio de cuerpos, pero su colega y superior en el Arma, el capitán de fragata médico –psiquiatra– Leoncio Devalle, sugirió la alternativa de los viajes. Váyase de viaje, Publiani, hágame caso. Viaje mucho, suele ser la mejor cura. Llévela a su mujer, que es una buena compañera. Ya verá que en poco tiempo se convencerá de que cuando llueve sólo cae agua... como mucho, granizo. 
Buen tipo el doctor Devalle, lástima que no hubiera estado presente la primera vez, en ese vuelo entre Buenos Aires y Mendoza. Creyó volverse loco. Lo sujetaron entre cuatro y resultó que entre el pasaje se encontraba un colega de Rosario que casualmente llevaba consigo unas dosis de sedante inyectable. Pretendieron pincharlo y hasta llegaron a subirle la manga de la camisa, pero él la emprendió a patadas. ¡Soy el teniente de navío médico Marcelo Publiani, de la Armada Argentina, y a mí no me pincha nadie, carajo! ¡Calmate, mi vida, por favor, calmate!, le rogaba María del Carmen. La verdad el teniente de navío médico Marcelo Publiani, de la Armada Argentina, y a mí no me pincha nadie, carajo! ¡Calmate, mi vida, por favor, calmate!, le rogaba María del Carmen. La verdad es que estaba aterrorizado y llegó a creer que lo arrojarían de la nave para contribuir con la lluvia de cuerpos. No pudo dejar de relacionar la situación con aquellos vuelos a seiscientos metros de altura, cuando él mismo inyectaba sedantes a esos pobres diablos desnudos que unos minutos más tarde serían lanzados al Río de la Plata. Por suerte no los veía caer: para evitar el espectáculo y a fin de no vulnerar el principio hipocrático de asistencia a los pacientes iba a esconderse en el retrete, pero los rostros de aquellos infelices se le habían pegado al recuerdo, y era muy extraño; nunca había sido buen fisonomista y algunos días hasta le costaba recordar la cara de su propia madre. Sin embargo esas caras eran inolvidables, algunas mostraban expresiones desesperadas, otras estaban habitadas por el pánico, otras veladas de fúnebre resignación. El tono sermoneante del cura sólo servía para tensar sus nervios más de lo que ya lo estaban: que ésta es una guerra al servicio de Dios y la Patria, que hay que tener coraje, que hay que saber separar el grano de la paja. Tampoco conseguía olvidarse de esa voz. ¡El cura! Sí, ya lo sé, doctor, le dijo a Devalle. Yo sé perfectamente que ellos ya no llueven desde el cielo. Me hago cargo de que son visiones mías; conozco muy bien la sintomatología alucinatoria, pero es un saber intelectual que no me consuela. Es que no logro sacármelos de la cabeza, créame. No puedo dejar de ver cómo caen, aun cuando entonces no los vi caer. ¿Sabe usted, doctor, lo que fue aquello? ¿Se imagina lo que significaba salir del retrete y comprobar que esos hombres, que un momento antes estaban tan vivos como ahora lo estamos usted y yo, a esas horas quizá serían alimento de los peces? El capitán de fragata médico Leoncio Devalle compuso un gesto severo llevándose el dedo índice a los labios, que previamente había juntado muy prietos. No, yo no sé nada ni quiero saberlo, afirmó con acento destemplado. No tengo la menor idea de qué me habla. Y se lo vuelvo a decir, no sé nada de nada. Olvídese de todo aquello, hágame el favor, y hágaselo a usted mismo, añadió suavizando la voz, y volvió a aconsejarle que viajara, que viajara mucho en compañía de su mujer, a menos que prefiriera internarse. A él le tocaba decidir. Estaba claro que prefería viajar; viajar mucho y en compañía de su esposa, como le había recomendado su colega y superior. Pero ¿por qué en avión, querido?, protestó María del Carmen. Ella argumentaba que lo mejor sería desplazarse por tierra, ir en tren o utilizar el coche, para que así él no se viera obligado a contemplar la inevitable caída de tantos cuerpos desnudos. No, tiene que ser por avión, porfió Marcelo. Seguiremos volando hasta que ellos se cansen de llover y yo pueda mirar tranquilo por la ventanilla. Entendelo, María del Carmen, no puedo pasarme la vida huyendo de la realidad. ¡Pero, Marcelo!, esos cuerpos que ves caer no son la realidad real, son meros espejismos. ¡Ya lo sé, ya lo sé, María del Carmen!, le contestó con un suspiro de hastío; pero lo sé sólo intelectualmente. Tengo que convencerme... ¿cómo te diría? Tengo que convencerme con el espíritu. Ella no insistió: se dio cuenta de que, de hacerlo, acabaría recibiendo otra bofetada. ■


Livia Díaz



                           Mujeres de palabra  
Livia Díaz

El 2011 fue un año de intenso trabajo para muchas mujeres, las que escribimos poesía, especialmente, desarrollando un ala, no se sabe si por necesidad emocional o intelectual, pero queda claro que por la económica.
Hace días le pregunté a la poetiza uruguaya Grace Leguizamón si acaso era una casualidad, el que haya emprendido una pequeña empresa de fabricación de muñecas, porque yo lo hice y Lis Durán también, y sé de al menos otras tres, que sin proponérselo, hicieron sus propias empresas de manualidades, así que a mi pregunta, la creadora de Encuentro de ratones, respondió que no.
Así que no es casual que del verso con ratones (mouse de la PC), pasáramos a otra cosa.
Pero hay más. Las que tenemos talleres de fomento a la lectura; las que hicieron grupos de iniciación artística para niños y niñas de la calle, como Lis Durán y Vanda Lúcia Da Costa Salles; las que abrieron grupos en las Favelas, las que promueven la paz y a prevención del SIDA como Silvia Aída Catalán; las que promueven la poesía de sus compañeros como Norma Segades; las que promueven el trabajos de escritores migrantes como Rosario Orozco, Zorica Zentic, Edith Goel y Edith Checa; las que editan, publican y promueven la cultura como Lina Zerón y Enzia Verduchi; las que hacen festivales y los patrocinan como Tatyh Hernández; las que además se van de voluntarias a una zona de riesgos, como Silvia Delgado. Entre otras miles. Ni hablar de los cientos de miles que son maestras y que como María Enriqueta, están haciendo crecer flores en Jardines de la Infancia, con las letras, como María Pugliese y Waldina Mejía. En el entorno de estas poetizas, crece, se desarrolla y se riega, la mente de algunas de las inteligencias del siglo 21.
Recientemente conocí el trabajo que realizan las poetizas dominicanas en Nueva York; Jorge Piña, esposo de Karina Rieke, ha escrito sobre esto y no por apoyar a la mujer –que vale hacerlo- sino por la perplejidad que le causó el empuje de las hembras ante la actividad cultural, a lo que emprendieron al ser convocadas, los logros que han tenido, la fuerza y el crecimiento numérico y el personal; mientras los varones, la verdad, por años, no lograron ponerse de acuerdo.
La sacudida que a los movimientos culturales le están dando las mujeres, por tanto, va más allá de lo que se ve a simple vista.
Al ver la superficie, es un montón de autoras haciendo su trabajo, de la calidad y del éxito ya hablará la historia. Pero en lo profundo, ellas, han abogado por la humanidad sumergiéndose en las necesidades intelectuales y espirituales de cada uno. Así tenemos a Hope en la Patagonia Argentina; que pasó del lienzo al movimiento creativo, en el que se involucró toda la comunidad; el puente que tendió Edith Checa con la promoción y la difusión de la poesía entre interesados, que se volvió de promoción del trabajo y el trabajo algo auténtico y cotidiano para las dueñas de los ratones.
Hay miles de nombres más que se pueden añadir a este escrito, y de sus aventuras, andanzas y encuentros, hablan ellas mismas en cientos de miles de blogs, web y los impresos. Además de la posibilidad del encuentro virtual, por la red de internet y el de los encuentros que hacen posible los promotores y promotoras de cultura, a los países no parece interesarles demasiado nada de esto; en todas las áreas, para la realización de encuentros, para poder en una misma sala a conversar a 20 o más de estas poetizas a la vez, y a leer y a compartir experiencias y unos minutos de su vida, existen el del País de las Nubes, entre otros, que se patrocinan con los apoyos de mucha gente, pero que no son promovidos desde el interior de un ejercicio nacional por atender la voz, imparable, de las mujeres poetas.
La labor que se está realizando en todos los confines de la tierra, involucra muchas actividades en torno a ellas, pero principalmente la promoción de la lectura, la escritura creativa y la educación en general.
Las artes, ganan cada día que alguna da a conocer lo que en la soledad realiza. Porque la poesía es un arte personal y no se puede hacer en bola. Además de que en sus diferentes empleos, añaden con su visión y su perspectiva, mucho de lo que tienen y lo dan a la gente de este planeta.
Para la comprensión, ahí tenemos a Yolanda Duque en Canadá, transformando su encuentro entre mundos, en libros; a Zorica Zentic y su montón de amigos que traducen la poesía a docenas de idiomas para hacerla llegar a todos los países en donde es posible editar las palabras, aún sin ser grandes editores ni tener grandes capitales; el trabajo que hacen mujeres como la rusa Helena Ramos en Nicaragua; Rosina Conde en la música, actuación y promoción de la lectura; Pina en Guaymas, Nina Salguero en Tuxpan; Silvia Ponce en el sureste, que sólo con su empuje logró poner la casa de Cultura en ciudad del Carmen y que a pesar de llevarlo todo en contra, a veces, dan el ejemplo a seguir.
Seguramente este escrito es apenas el prefacio de un registro sobre la abundancia en la bondad de las mujeres poetas; y que sus actividades son tantas que faltan muchas planas para escribir, pero no plumas, ojalá que comiencen a dar testimonio de sus propias andanzas, lo que las enriquezca y que el pueblo sepa, que debajo de la falda hay un fondo, que hace hablar al silencio.
En el futuro ya no se va a hablar de los poemas, sino de las poetas también, como promotoras del cambio global, ante un mundo en el que no se dan por vencidas.
La labor que se está realizando en todos los confines de la tierra, involucra muchas actividades en torno a ellas, pero principalmente la promoción de la lectura, la escritura creativa y la educación en general.
Las artes, ganan cada día que alguna da a conocer lo que en la soledad realiza. Porque la poesía es un arte personal y no se puede hacer en bola. Además de que en sus diferentes empleos, añaden con su visión y su perspectiva, mucho de lo que tienen y lo dan a la gente de este planeta.
Para la comprensión, ahí tenemos a Yolanda Duque en Canadá, transformando su encuentro entre mundos, en libros; a Zorica Zentic y su montón de amigos que traducen la poesía a docenas de idiomas para hacerla llegar a todos los países en donde es posible editar las palabras, aún sin ser grandes editores ni tener grandes capitales; el trabajo que hacen mujeres como la rusa Helena Ramos en Nicaragua; Rosina Conde en la música, actuación y promoción de la lectura; Pina en Guaymas, Nina Salguero en Tuxpan; Silvia Ponce en el sureste, que sólo con su empuje logró poner la casa de Cultura en ciudad del Carmen y que a pesar de llevarlo todo en contra, a veces, dan el ejemplo a seguir.
Seguramente este escrito es apenas el prefacio de un registro sobre la abundancia en la bondad de las mujeres poetas; y que sus actividades son tantas que faltan muchas planas para escribir, pero no plumas, ojalá que comiencen a dar testimonio de sus propias andanzas, lo que las enriquezca y que el pueblo sepa, que debajo de la falda hay un fondo, que hace hablar al silencio.
En el futuro ya no se va a hablar de los poemas, sino de las poetas también, como promotoras del cambio global, ante un mundo en el que no se dan por vencidas.

Gabriela Carrera



                         Todavía escribimos  
Gabriela Carrera

Busco refugio en las letras, como buscan mis manos amparo en la tibieza de los bolsillos en noches de bufanda. Busco refugio mientras escribo porque en el fondo deseo que me ames. Tomo el camino que me lleva a no extrañarte, entonces mi pluma llena los espacios que deja tu ausencia. A tientas busco escaparle a la melancolía que amenaza quedarse un tiempo para hacerme compañía. Temo perder el hilo como he perdido el tiempo esperando tus caricias. Temo caer en la cursilería del extrañarte, cuando la realidad me da cuentas de que no puedo extrañar lo que nunca tuve. Busco llenar el espacio que deja vacío la huída y coqueteo una vez más con la frontera indómita de los deseos sin cumplir.
Todavía escribo para salvarme de la soledad que producen los desencuentros. Porque no se cómo huir de la muerte que oprime los domingos por la noche. Todavía escribo para sanar las alas heridas por el temporal del desamor a la espera de una leve brisa que impulse el vuelo. Todavía escribo para mantener viva a la niña curiosa, intrépida que a nada le teme. A la joven romántica que espera el amor de novelas con finales felices. Todavía escribo porque nunca me doy por vencida.

Jenara García Martín



      Veinte años después  
Jenara García Martín 
(evocando a Azorín)

Era un día gris que anunciaba la llegada del Otoño, cuando el carruaje que  comunicaba los pueblos y aldeas del Norte de Castilla,  había comenzado a ascender la zona de montaña, despacio, por un  camino sinuoso hasta llegar a la cima. Uno de los viajeros – ya de edad avanzada, con barba y cabello gris,   de mirada fija, con capa, sombrero y bastón, - preguntó:
-¿Estamos ya en lo más alto del camino?
-Sí, ahora empezaremos  a descender –le contestó una pasajera.
El señor del sombrero seguía hablando sin que nadie le interrumpiera como evocando recuerdos lejanos y sin mirar por la ventanilla:
-Desde aquí ya se divisará todo el valle.  Allá en la lejanía brillarán las tejas de la cúpula de la Iglesia. Reflejará el sol en el agua del río. Díganme, ¿se ve a la derecha, allá junto al camino viejo que lleva al pueblo, una casa blanca que apenas asoma entre los árboles?
-Sí, ahora parece que  refleja el sol en una ventanilla que está en lo alto de la casa – le respondió la misma pasajera.
Mientras,  el carruaje ya iba descendiendo  al llano y serpenteaba el camino entre los extensos campos  de labranza y frutales. Ahora el señor del sombrero decía que escuchaba  las campanas de la Iglesia y que antes tocaban más temprano las del convento de las Bernardas. Y preguntaba si habían construido  edificios nuevos en el pueblo.
-Hay algunos, pero pocos. Cerca de la ermita   han levantado una fábrica … le contestó la pasajera de al lado.…- ¿Una fábrica? ¡Manchará con el humo el cielo azul! Ese cielo azul que era tan radiante…
-¿Hace mucho tiempo que usted no venía por el pueblo? –Le preguntó  un pasajero.
Y con cierta nostalgia en su voz, le contestó que hacía unos veinte años.
El carruaje ya entraba  por las callejuelas del pueblo y el señor del sombrero exclamó con regocijo.
-¡Ya estamos en el pueblo!  Escucho los gritos de los chicos que están jugando. Aquí por donde     vamos ahora,  había talabarteros y zapateros y deben de seguir,  porque siento olor a cuero.
Una pasajera le contestó que sólo  había un pequeño taller, porque  ya  la mayoría de los objetos los traían fabricados de afuera. Reconoció que pasaban por  la plaza ancha con las columnas de piedra en los soportales y que en una esquina estaba el comercio “LA DALIA AZUL”
Ahí está todavía. Y han abierto algunas tiendas más. Y en el centro han hecho un jardincillo – le respondió la misma pasajera .
El carruaje se detuvo y abrió la puerta para que descendieran los pasajeros.  Habían llegado al final del viaje.
El señor del sombrero no se movilizó. Esperó sentado y descendió el último, despacio,    apoyándose en el bastón. Alguien le tomó del brazo y le preguntó:
-¿Cómo está Dº Pelayo? …
-¡Toribio- Toribio!  - exclamó, pues reconoció enseguida esa voz…
-Sí soy yo. ¿Cómo está usted? Y ¿El viaje? -  Toribio le sujetó del brazo y comenzaron a caminar.
-Muy grato Toribio  ¿Tienes mi maleta?
-Sí,  Dº Pelayo.
D° Pelayo le preguntó  por toda la familia. Y por la Casona cerrada.
-Todos bien, Dº  Pelayo. Y la Casona, todos los meses la limpiamos, por lo menos dos veces al mes, desde hace cinco años, cuando  ordenó que no se volviera a ocupar porque usted volvía para instalarse en ella. Cómo lamentamos  sus cambios de planes. Y más aún los motivos. Pero a pesar de los años que han pasado, se conserva bien y   todo está tal como usted lo dejó. Nadie de los que la han habitado, cambió  nada
-Veinte, Toribio. Veinte años. Demasiados. Ya estamos llegando.
-Sí D° Pelayo. Ya llegamos.
Ya están frente a  la puerta de entrada. Es una Casona de pueblo ubicada entre una arboleda y huerta en la parte de atrás con frutales, cerca del río, donde se destacaban unos hermosos álamos. Toribio ya había colocado  la llave para abrir,  pero Dº Pelayo le sujetó la mano.
-Déjame que yo abra la puerta –y él dio vuelta a la llave  y abrió.
Ya están en el interior  de la Casona. Dº Pelayo va recorriendo con sus pasos firmes y lentos los espacios. Entran en el comedor y comenta que por las ventanas de la galería contemplaba  cuando era muchacho, el panorama de todo el valle, que tanto había influido en su espíritu. Y al acercarse al despacho también le pidió  que le dejara abrir la puerta y accionado el picaporte abrió.
Los dos entran en una vasta dependencia. En la pared de enfrente se ven dos  retratos: el  de una dama con vestimenta de otros tiempos y en el otro a un caballero también con el mismo estilo de ropa.
-¿Se han estropeado los retratos? – preguntó Dº  Pelayo.
Toribio le responde que no.  Y Dº Pelayo  posa sus manos suavemente sobre ellos.
-Conozco a los dos – dijo con  nostalgia.
Recorriendo el salón, se acerca a los anaqueles y va palpando el lomo de algunos libros, buscando quizás, uno en especial. Lo encuentra y lo saca del anaquel  diciendo:
-Éste lo  leía cuando  asistía a la Escuela” - y empieza a pasar  las hojas comentándole que aún  siente bajo sus dedos algunos grabados que admiraba al leerlo: “Mira, una pagoda India – Constantinopla – La Alhambra, lo deja de vuelta en su lugar y se acerca hacia el Escritorio. Abre un cajón revolviendo los papeles entre los que encuentra un paquete de cartas.:
-“Toribio, Toribio, aquí debe haber un retrato mío a los ocho años.  Es éste” - y se lo muestra.
-Sí éste es. Está algo descolorido  - comenta Toribio.
-Y la tinta de las cartas estará amarillenta  - dice Dº Pelayo -  Léeme ésta ¿Cómo principia?
“Querido Pelayo: No sabes cuántas ganas tenemos de verte. Estás tan lejos que (…)”
-No sigas.  Guárdala  de vuelta donde estaba.   
-Nunca me perdoné no haber venido  antes de que él tuviera ese accidente. Fue muy penoso y mira ahora cómo regreso yo. 
 Y le dice que él nunca trabajaba en ese despacho. Que lo hacía en el altillo, pues le gustaba contemplar  el panorama del pueblo. Y que desde la ventana veía el cielo azul y por la noche las brillantes estrellas, que ahora no puede ver. Y que las golondrinas volaban rápidas rozando la ventana,  al alcance de su mano.
-Subamos Toribio - y D° Pelayo comienza a ascender las escaleras, contándolas y al final penetra en una habitación,  dirigiéndose a la ventana.
Toribio, ¿Está el cielo hoy despejado?
-No,  está gris y con nubarrones obscuros  en la lejanía. – respondió  Toribio.
-La última vez que estuve, hace veinte años ¿lo recordarás? Era también un día de Otoño. El cielo estaba también gris. Estuve leyendo a FRAY LUIS DE LEON. Sobre la mesa dejé el libro y palpando lo encuentra. Sí aquí está todavía y la señal que dejé. Ahora no podré continuar la lectura. Entonces ya no seguí porque el tiempo se terminó para mí, aquí en el pueblo, y me fui y ahora que el tiempo me sobra no podré hacerlo – se lamentó,    Pelayo.
-Usted, ha vuelto para quedarse ¿No es así Dº.Pelayo?
-Así es Toribio y espero poder disfrutar muchos días como aquellos de Otoño y que tú  continúes leyéndome el libro de FRAY LUIS DE LEON,  hasta el final.
-Léeme el último renglón de la hoja donde está abierto, por favor.
Y Toribio lee:  “EL POLVO ROBA EL DIA Y LO OSCURECE”.          
-Gracias Toribio – y Dº Pelayo siguió mirando, sin poder ver lo que contemplaban sus ojos sin luz, a través de los vidrios de la ventana.

Silvia Bennoun



Barrio de Flores  
Silvia Bennoun

La calle yerbal contiene un espectáculo que daña el alma. Hace diez años que vivo en la calle yerbal. Vine a vivir a mi barrio donde nací  después de mucho andar. Cuando tenía cinco años, con mis padres y mi hermano, nos mudamos de este barrio. El barrio porteño de flores como me gusta nombrarlo a mí. Recuerdo que con esa edad y yéndome, me prometí entre llantos silenciosos, volver algún día. Amaba jugar en la plaza Irlanda. Y a pesar que ya no  puedo recordar, veo las fotos y esas caritas sonrientes inocentes de tres y cuatro años me hablan de unos bellos momentos junto a mi hermano  y de un futuro prometedor. Hace diez años la calle yerbal tenía casas antiguas, bajas, con arboledas  que dejaban transitarlas con agradable brisa, que me encantaba que toque mi cara de una forma sensual y placentera. El tiempo pasaba y varias de esas casitas fueron derrumbándose  unas tras otras, convirtiéndose en polvo, ruidos, camiones y nuevas construcciones. Lentamente acompañando al paisaje de nuevos edificios, fueron apareciendo ellos, los invisibles. Primero unos con colchón y ropajes sucios, tirados al costado de las construcciones, iban cambiando de puerta a medida que iban siendo corridos por los vecinos. Uno y una permanecieron más tiempo. 
Él, un hombre de edad indefinida, pelo y barba larga sucia, con una media pierna amputada. Duerme todo el día delante de un instituto de Ciencias de la Salud. De noche desaparece, no sé dónde. Ya no forma parte de la calle yerbal. Ella, también con edad indefinida, más joven, delgadez extrema, semidesnuda, como si ya no le importara  la mirada del otro. Un cuerpo tirado, avasallado, vulnerado, que da cuenta del abandono de la sociedad  y del Estado. Frágil, contiene sueños... Deberíamos  ir por el mundo  con este cartel, desde que nacemos y más. Ya mis deseos de niña de volver y haber soñado que nada cambió, que estaban los árboles, las casas bajas, las calles para jugar, las familias, los vecinos, ya no están. La calle yerbal, el barrio de flores no es el de aquel entonces. Muchos edificios nuevos altos hermosos, y en los pisos tirados la peor pesadilla de la sociedad.  La pobreza de ellos. Ellos que no quieren ver o que no les importa. Mi calle yerbal  no luce con amor.  El sol fue tapado por los edificios... Sólo me queda el recuerdo de un sueño que yo también contenía, frágil, y que todavía tengo tatuado en algún lugar de mi corazón.


Claudio Steffani


Café Brasilero  

Claudio Steffani


Son las diez de la mañana, el micro demoró una hora en llegar, abordé el colectivo N° 9 desde la terminal Tres Cruces a Ciudad Vieja y bajé en 25 de Mayo y Treinta y Tres Orientales, caminé dos cuadras y dejé el bolso a una encantadora Cubana en el Hóstel CIRCUS MONTEVIDEO. Luego salí  y busqué el bar Brasilero de la calle Ituzaingó, un lugar con mucha historia, abrió sus puertas en el año 1877, emblema de la bohemia cultura uruguaya y Montevideana, donde Onetti escribió El Pozo, que lo finalizó en la mesa de madera porque se le había acabado el papel. Mario Benedetti y Eduardo Galeano se juntaban a tomar café acompañados de grandes charlas de literatura y fútbol. El mismo Galeano adoptó este sitio por más de veinte años, se sentaba en las dos mesas que dan a la ventana y leía el diario de atrás hacia adelante, luego se dedicaba a escribir sus grandes crónicas a la vista de los transeúntes que lo miraban de la ventana, algunos entraban a saludarlo y el charlaba con todo el mundo. Su libro Espejos lo escribió y presentó en este mismo lugar. ( “Cada vez que vengo a Ciudad Vieja aterrizo en este bar, y ésta es la primera vez que saco el cuaderno y lapicera para impregnarme de la magia depositada entre las maderas, botellas y cristales de éste lugar”). Me atraen los bares con historia. La curva de Haedo, donde bebí las primeras cervezas, Tomy de Ramos Mejía donde besé a Liliana por vez primera. Esperas interminables empapadas de cerveza y ansiedad de chicas sueltas de ropa, informales  e impuntuales. Lili llegaba siempre tarde, con su sonrisa dejaba la cartera en la silla y me decía “hola amorcito” y se iba al baño con sus jeans bien ajustados, moviendo el culo de tal manera que te olvidabas de cualquier espera. Ella me escribió las más bellas cartas de amor que tuve y tendré, reclamándome siempre que le escribiera una. Una tarde de lluvia saliendo de teatro me senté en otro mítico bar de Buenos Aires que ya no existe, se llamaba “El Paulista” y quedaba en Corrientes y Pueyrredón, frecuentado por actores y escritores, me senté en una mesa y escribí la primer carta de amor, que a Lili le encantó. Siempre escribí en los bares, cuando decidí concurrir al Taller de Escritura, lo hice desde el bar Vickin de Retiro. En los bares transcurrió gran parte de mi vida, con grandes comienzos y finales, triunfos y pérdidas y creo que empecé a escribir y todavía escribo para eso, para sostener con vida esos momentos recreados entre el papel, la lapicera y el café, y esa atemporal magia recurrente que genera este bello proceso terapéutico y creador, donde los recuerdos resuenan en presentes palabras escritas, que empujan mis sueños hacia adelante. Viajar al pasado histórico y reciente, reconstruirlo en el presente, agitarlo en la coctelera de la vida, con lindas curvas, libros, sueños y Cabernet Franc.



Liliana Pintos




                                  Olegario, ángel de Floresta  
Liliana Pintos

Le duelen las manos desacostumbradas…
Entusiasmado, empuja por primera vez las varas del carro bajo la luna helada de junio. Gaona abajo, mientras “El Chuli” acarrea los últimos cartones pergeñados por la noche clara. Se rasca la panza Olegario. Últimamente se le da por hacer cada ruido…! 
A las once…¡ruidos! A las tres o cuatro de la tarde…¡ruidos otra vez! 
¿es que la panza no se le ha acostumbrado, todavía? 
Ya tendría que saberlo…en casa se come una sola vez al día. Lo demás: mate cocido. Allá nunca sobró nada. Y desde que “el viejo” se “rajó” con la chirusa ésa de la Pipi…¡menos todavía…! Aunque a la final, es mejor… ¡claro que sí! Su madre ya no tendrá que andar tapándose con mangas largas los moretones que le dejaba él cada noche, cuando la fragilidad de las sábanas apenas le alcanzaba a Olegario para amortiguar los gritos transportados por el vino de su padre. Sus flacos trece años y su séptimo grado a medio andar) empujan con fuerza  incontrolable el carro semivacío, mientras la luna le tira destellos cómplices desde Avellaneda y Gualeguaychú. -Justito en la esquina de la “Portu”- como le decimos todos - ¡ja, le van a venir a él con que tenés que estudiar así salís de la miseria, Olegario! ¿para qué iba a hacerlo, si la Flori, el Julián y el Maico lo esperaban berreando de hambre entre las maderas de la casilla allá en la “veintiuno”? ¿Qué podían saber la maestra o la bibliotecaria cuando le reprochaban que traía incompleta la tarea o que no retiraba libros? Olegario las miraba desde el banco con silenciosa tristeza. Aunque él también las quería …no iba a explicarles nada. Ellas no podían 
entenderlo. Entonces, metía la cabeza entre los hombros escuálidos y no había dios que le hiciera pronunciar palabra. 
-Olegario…¿Qué comiste anoche que ahora te duele la panza?... ¿seguro que no es por la evaluación de Sociales?...¿ querés bajar al comedor a pedir la vianda? Y él apretaba los puños y decía que no con la cabeza. No a todo: al hambre, a la evaluación que esperaba turno sobre el escritorio  de la Señorita Consuelo, al sánguche que se mostraba prometedor…pero que, sin embargo, él guardaría dentro de la mochila… Las luces a medio encender de la Gaona volvían más visibles las persianas entornadas de La Floresta. Y una música tanguera endulzaba sus sentidos aunque sabía que era música de viejos. En el patio de entrada un grupo de gente ultimaba detalles para una excursión no se sabe a dónde 
Aguza bien el oído. Quiere escuchar, pero el mareo lo distrae un poco… 
Como sea, tiene que esforzarse hasta llegar a la Iglesia de La Candelaria, frente a la Plaza Vélez Sársfield. Dicen que allá hay un comedor, que les dan abrigo y que los quieren mucho… 
Sigue buscando cosas para acumular en el patio de la casilla. Para vender. Para aprovechar… algún juguete para sus hermanos, quizá algún abrigo… La noche se presenta implacable y fría así que hay que “levantar” el doble…o el triple de lo que lleva. Sus breves trece años prometen a su vientre albores de ternuras olvidadas por una mamá que cuando él llega - bien entrada la noche- dobla el resonar de los tacos en la esquina…rumbo vaya uno a saber dónde. El viento helado suele alargar sus sombras sobre los colchones en el suelo de la casita en la villa. Y la mami no regresa hasta bien altito el sol, cuando los hermanos ya salieron para la escuela de jornada completa. El problema es la cena y después, tratar de ahuyentar el frío que se filtra por entre las maderas raídas. La oscuridad nocturna suele cerrarse como pulpo sobre su cabeza rizada e intenta dislocarlo, haciéndolo jugar al olvido, distrayéndolo de sus deberes de hermano mayor… No puede pensar Olegario. Una puntada se le ha instalado ahí en el costado y no hay tazón de sopa que pueda deshacerse de ella… Entonces, de la torre de Bacacay y Chivilcoy se desata un vuelo de palomas que acunan sus sueños de adulto precoz. 
De chico que saltó etapas para elegir desvanecerse en medio del comedor - en brazos de su maestra- que empieza a comprender por qué desde hace cinco días no va a la escuela Olegario.