domingo, 28 de octubre de 2018

Negro Hernández



Ese lunar Negro Hernández

La empresa periodística donde trabajo recortó mis horarios de laburo por cuestiones de reconversión, dicen,  entonces tengo más tiempo para ir el café y ocuparme de otras cosas. A veces me da fiaca, no vuelvo a mi casa y me quedo a almorzar con el Gallego. 
En la esquina unos obreros están todavía cavando un foso enorme como una trinchera para cambiar unos caños de agua,  tuvieron que levantar los adoquines de la calle amontonándolos a un costado de la vereda dificultando el paso de los caminantes. Los vecinos esperan que los vuelvan  a colocar para que el barrio conserve su encanto de siempre. 
El Gordo y Sandoval, cada tanto, pasan por la esquina se quedan a charlar un rato, luego se van para cumplir con sus obligaciones cotidianas quejándose de la situación económica del país. El otro día, mientras corregía unos textos de un amigo que quiere publicar un libro de cuentos entró un joven y se dirigió a mi mesa después de hablar en la barra con el Gallego.   
-¡Buenos días, usted es el Negro Hernández!, preguntó. - Así es muchacho, soy yo. -Me llamo Pablo Manzini, mucho gusto. Traía un sobre papel madera debajo del brazo. Lo invité a sentarse, acepto con gusto y pidió un café. -Mi abuelo falleció el mes pasado y entre las cosas que dejó fue este sobre dirigido a su nombre y con la dirección del café Tres Amigos, dijo. Su figura, su manera de hablar pausada, su mirada franca, sus gestos me resultaban conocidas como si nos hubiéramos cruzado alguna vez en la vida hace mucho tiempo, aunque por nuestra diferencia de edad, tendría 30 años, podría ser mi nieto. -No sé lo que contiene el sobre pero supongo será de su interés. Mi abuelo fue un gran lector y  hombre apasionado por sus ideales sociales y mi familia guarda por él mucha  admiración. El respeto y la seriedad con que me hablaba y su lenguaje algo antiguo me representaban un hombre mayor. -Soy médico pediatra, dijo, y estoy estudiando para trabajar con grupos de adolescentes, hay que cuidar a los jóvenes, afirmo. Antes de irse me dejó una tarjeta personal y me dio la mano con la calidez de haber encontrado a un amigo. Me quedé mirando por el ventanal del café un rato pensando en el encuentro. ¿Por qué a mi?, me dije, ¿Por qué se repite este destino de escuchar al otro y ocuparme de sus necesidades?. Dejé el sobre a un costado de la mesa y seguí leyendo los cuentos de mi amigo pero la curiosidad de ver el contenido del sobre era tan fuerte como la de ver a la maestra del colegio en enfrente del café que me saluda agitando la mano cuando se, dirige a la parada del colectivo en el atardecer de Barracas. Eran 12 hojas manuscritas con tinta azul, cada una llevaba la fecha del mes, desde el 4 de enero de 1955 al 4 de diciembre del mismo año. No estaban dirigidas a ninguna dirección ni persona en particular. Supuse que se trataba de una mujer porque todas estaban encabezadas con la frase: “Mi querido amor” y firmadas por A.M. Respiré hondo y le pedí al Gallego un café doble y una copita de ginebra. Sabía que la lectura de esas cartas me llevaría su tiempo y que me iban a guiar por los caminos azarosos de una historia entre un hombre y una mujer. “Cuando te vi entrar al consultorio con esa solera blanca y tu pelo ondulado supe instantáneamente que me iba a enamorar de vos hasta los huesos…”, decía un párrafo de la primer carta. “… supongo que la criatura que trajiste para el tratamiento era tu hijo, y eso lejos de intimidarme, le acercó mas fuego a mi corazón…”. Era un romántico, pensé, uno de esos empedernidos románticos que ya no existen y que te mueven el piso. No tuve respuesta de la carta que te entregué el otro día, espero ansioso tu llegada. Te imagino cruzar la puerta en puntas de pié para iniciar el vuelo hacia mis brazos. Se que parecen cursis mis palabras pero acaso no resulta gracioso ver a un hombre enamorado…” Sin duda A.M. estaba viviendo en otra realidad. Pero hasta ahora de ella yo no sabía nada, ¿Era ella o él? “La sonrisa de tus labios me besan en un sueño… amor, y te ofrezco mi corazón si lo quisieras. Mi alma ha desaparecido tras tus pasos en cada despedida, y se hunde en las tinieblas como en un desierto… todavía espero un gesto, una mueca, una señal que me indique el camino de la esperanza…” Hice una pausa en la lectura y busque la tarjeta que me dejó el joven, avenida Caseros no se cuanto, Parque Patricios, pensé, cerca de aquí. Y si A.M. era médico también y atendía al hijo de su amada. Conjeturas, en mi cabeza había comenzado a escribirse una novela. “Mi querido amor, mi deseo va más allá de la conciencia, no lo puedo controlar y muero porque sientas lo mismo… Te seguiré escribiendo aunque no leas mis palabras y te suenen vanas…” Bueno, apareció el poeta, me dije, un buen poeta. En las próximas cartas ahondará en la poesía, me dije. Mientras leía se aparecieron pensamientos sobre los amores actuales, esas relaciones  virtuales que comienzan por Internet y continúan a través de los celulares, donde cada encuentro es un desencuentro, donde ya no hay un último café, donde todo es rápido. Pero borre mis especulaciones para seguir leyendo. “Estoy feliz, ayer me devolviste tres cartas arrugadas en la mano y me dijiste GRACIAS, mirándome a los ojos. Y renacieron mis expectativas. Te quedaba muy bien el pelo recogido y pude descubrir un lunar en tu cuello, detrás de la oreja. Llamé al trabajo y le avise a Rita que me sentía mal, que estaba con fiebre, que tal vez mañana iría por ahí. Hice otros tres llamados suspendiendo citas y a mi amigo le prometí la corrección de su libro para la semana entrante. “La otra tarde te fuiste dejando tus ojos colgados como dos soles transparentes mirándome en el adiós, en el hasta pronto… entonces te apareciste como un pájaro de arena y viento, barajando un destino prohibido”. ..“Tu hijo esta mejor, el tratamiento va dando resultado”. A esa altura del relato empezaron mis asociaciones, en esas fechas yo todavía no había nacido, soy del 56, pero mi hermano mayor sí. Él había padecido la polio en la época de la epidemia de los 50. Supe también que alguna vez que un famoso traumatólogo lo trató durante un año para recuperar la pierna afectada. Todavía se le nota cierta renguera al pobre. “En tu vuelo fuiste niebla, grises sobre la piel, pechos, madre…Y te posaste desnuda sobre el agua del adiós, como una ausencia. Tu seno se abrió como misteriosos bandoneones de mármol y cielo. Y tú lunar, ese lunar que encendió la noche, y tu parto fueron estrellas… mi querido amor” 
El atardecer de Barracas trajo a la maestra que saludó con una sonrisa y me acorde del lunar de mi madre, ese lunar que hacía suyo mi padre cuando la besaba. No, no puede ser. Pero ¿por qué el joven me trajo las cartas? “Tus nervaduras fértiles de fuego laten junto a mi corazón y las espigas buscando el sol cantaron una plegaria de adoquín y esperanza”… y mas adelante: ”Tengo que irme del país, la cosa se está poniendo pesada y están persiguiendo a muchos compañeros…” Llame a mi hermano para ver si recodaba algo pero atendió el contestador. “Te pido un último encuentro, amor, quiero volver a besarte ese lunar antes de partir. La vida es tan breve como tu y yo. Solo quedan signos, huellas grabadas en la tierra como curvas, rectas y olvido. En el principio fue el verbo, después, palabras. Si me das un beso todo se volverá eterno.

 


Alejandro Orellana




                 Madres del dolor  Alejandro Orellana

Sebastián, el pibe que a veces piensa y en otras ocasiones no se acuerda, siente que es y se persigue con dejar de ser. La lluvia cae mojando la ventana de su dormitorio, la normalidad pinta una bella escena pero la depresión le hace ver gotas de sangre que lo alteran, refugiado en sabanas blancas se apasiona con la presencia del alba, encargado de ahuyentar a las voces que ordenan.
Llega el sol amistoso y lo invita a eliminar su enajenada conciencia, sale a las calles a colectivizar sus miedos, aparecen las miradas, comienza a correr tras sentirlas intimidatorias y eso provoca aún más a los ojos de fuego, que lo queman hasta dejarlo apático. Sentado con rodillas temblorosas que cubren su rostro busca espantar sus demonios, pero sólo consigue la atención de transeúntes incapaces de renunciar a sus tiempos, un policía lo invita al encierro, no percibe la angustia tras confundir enfermedad con delincuencia. El uniformado hostiga para limpiar la indecencia de estar perdido en el mundo de las ideas y lo hace con la bravura que no abunda en su conciencia. Sebastián corre para no ser alcanzado por el bastón que repiqueteo en su cabeza, al escapar sin destino se ubica en una geografía extraña, con montañas que hacen de pared otorgándole poca chance de no ser atrapado.
La caza comienza, la presa se encierra y la trampa se abre para no ser descubierta, el espíritu de cuerpo es el emblema y la sociedad viste de cordero al lobo que dice que los resguarda.
Muchos buscan al joven mientras la muerte le tiende sus brazos, Sebastián colgado de sus manos le otorga a la vida su último suspiro, el cuerpo aparece lejos de su lecho de muerte y las falacias ensucian el claro asesinato de un pibe.
La madre de Sebastián se sumerge en el peor acto de un ser que engendra y tocando el rostro de su siguiente pronuncia palabras que lo resucitan, una de estas fue justicia.

Ana María Manuel Rosa



El abandono 
Ana María Manuel Rosa

Lucía con una sorpresa de esas que jamás queremos que nos toquen en el camino. Amargura y tristeza fueron sus componentes principales en su sendero que no lo abandonó nunca.
La verdad afloró con el tiempo con un sabor amargo en cada palabra y en cada decisión al vender cada casa como era su trabajo pero su aplomo en ir en contra de la mención de la felicidad que él no pudo alcanzar. Su dolor de la verdad no descubierta con anticipación de la consumación de los hechos de ese día gris en la vida de Joseph.
Cada palabra dicha con aplomo pero el dolor se notaba en el fondo y no había que ser psicólogo para notar ese vacío sórdido del corazón. Con el tiempo la desconfianza fue tema principal en sus pensamientos por todo no únicamente al ver por un nuevo amor. La desconfianza de Joseph fue todo un tema en cada hecho.
Se supo que con gran amargura años atrás abrió la puerta de entrada a su casa y cruzó la calle a los vecinos con los cuales tenía confianza preguntando si ellos pudieron ver algo. Cuando se sentó y comenzaron a hablar lo sucedido el hombre ensombrecido se cayó en el sillón como desplomado del no saber ¿por qué a él le aconteció esto? Y el no poder comprender y asimilar las acciones porque ellas tenían un sentido para él y que al parecer no era así. Comenzó a conversar con ellos de lo acontecido.
La sorpresa fue que nada sabían y que sólo les llamó la atención que al regresar a casa ambos esposos del trabajo vieron un camión de mudanza irse y no saber nada que ellos sus vecinos pensaban mudarse y sin despedirse creyendo que tenían una amistad. Al saber y comprender lo sucedido se dispusieron a prestarles algunas cosas necesarias para esa noche y el día siguiente como sabanas, mantas, almohada.
Ese día fue su vuelta oscura a casa. Esa mañana jamás pensó que su vuelta a su hogar sería el vacío en su alma. Venía como cual-
quier día a compartir en familia pero la realidad era otra totalmente diferente a lo que él creía vivir.
Bajó de su auto nuevo, se dirigió a la puerta como era su costumbre, colocó la llave en la puerta girando la misma pensando que pronto cenaría alguna comida rica como siempre al regresar de su trabajo y ver a sus seres queridos su amada esposa y sus hijos, ver las tareas del hogar de la escuela de sus hijos. Al abrir todo cambió y solo se veían las paredes peladas con la pintura en ellas desnudas y frías que llegaba a calar los huesos de la impresión fuerte y difícil del momento revelado. La mirada estaba vacía... ¿qué pasó...? lo cotidiano que vestía bonita cada habitación ni los amores que él creía tener nada allí estaba.
La desilusión, el trago de saliva amargo y la pena recién des- cubiertos ya se comenzaba a asimilar con aplomo como era su modo. Hombre sufrido de muchos años dolorosos que era normal en su rostro, algo desconfiado por momentos pero no era todo habitual y sí real en los sentimientos de Joseph.

Jenara García Martín


POEMAS 
Jenara García Martín


¡FEDERICO GARCIA LORCA!..
Era popular como una guitarra,
Alegre, melancólico...
Frágil y transparente como un niño.
Además Lorca portaba
 Una humanidad excepcional.
Vivió, con tanta intensidad como creaba.
Era fiel a la voz de la muerte, a la voz del arte
A la voz del amor.
Nunca hubo en él oposición entre poesía y vida.
El amor que su  pueblo profesaba por su obra literaria
Fue más allá de las fronteras  de España...
Segaron su existencia y nos privaron de su pluma,
Y aún así la figura de ese gran poeta andaluz,
Sigue viajando...viajando por todo el Mundo.
Pudo entrar en el Museo
Que la familia fundó en su antigua residencia
De la Huerta de  Fuente Vaqueros.
Hoy ocupa un lugar especial en Granada.
Ese día creyó estar viviendo una alucinación.
Se encontraba en la casa donde vivió García Lorca.
Se transportó a otra época.
A la de él.
Él estaba ahí. En todo lo visible e invisible.
Percibió su presencia
Cuando entró a su habitación,
Cuando se asomó al balcón desde donde él divisaba
Sierra Nevada y la bella Vega de Granada,
En el  contacto físico con las cosas
Que le pertenecieron y que tanto amaba.
Sus libros, su piano, su escritorio, sus apuntes...
Se trajo un sin fin de recuerdos.
Pero el más importante de ellos,
Fue la presencia de su espíritu.
Estará muerto,
Pero la incomparable obra literaria
Que nos dejó como legado, 
Siempre estará en el alma
De los que le seguimos amando…
¡...!
¡Una inmensa llanura de olivos
Y una gran noche andaluza
AUN  LLORA, LLORA, LLORA POR ÉL!
Desde el 19de Agosto de 1.936.
OTRO DE SUS SUEÑOS
Más para ella Granada
No  terminaba en sus calles y en La Alhambra
 Tenía en su mente
Otro de sus màs grandes sueños.
Y también ese sueño se cumplió.
Pisar el mismo suelo que pisó
El célebre poeta y escritor granadino.
El Gran Federico.
Yo pronuncio su nombre
Y siento que me duele el corazón.


Graciela Bucci


Frascos  
Graciela Bucci

(...) Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado? Ella le respondió: nadie, Señor. Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús.”Juan 8. 10-11
Yo no sabía que iba a pasar lo que pasó. Pedro tampoco. Por eso  se borró. Tuve que hacerle frente a todo casi sola. Decidir o dejar que otros decidieran por mí, por mi cuerpo, que ya no era solo mío. Y digo casi, porque a pesar de la angustia, y de la bronca que trataba de esconder pero que le salía como una nube espesa desde los ojos negros, igual mamá  me acompañó.
Mamá tenía razón. Hoy lo comprendo. ¿A dónde iba a ir  yo sin trabajo, con quince años recién cumplidos, y un chico en la panza?
Ella fue la primera que se animó a decírmelo: que no quedaba otra solución, que iba a perder mi tercer año en la escuela, que si papá se enteraba, que ni siquiera padre tendría el chico, que ella conocía a una partera porque ya era tarde para pastillas, que. Ya casi ni me acuerdo. Pero se me quedaron grabadas, como a fuego esas palabras casi roncas, salidas como  sin querer: ahora habrá que meter mano, m´hija,  y después la caricia dura, y mi cabeza apoyada en el  vientre siempre abultado de mamá.
Resultó que la partera era doña Elsa, la vecina de la otra cuadra.
Yo no sabía a qué se dedicaba, solo conocía de vista a esa viejita corta, de caderas anchas y brazos como de  alambre; conocerla me dio un poco más de confianza. Igual quise ir a hablar, preguntarle cómo iba a ser todo, decirle del miedo, saber algo que me daba vueltas en la cabeza desde hacía días; y ella me contestó que al bebé lo iban a buscar los estudiantes de la facultad, los que van a ser médicos, que lo pondrían en un frasco donde iba a flotar dentro de un líquido, como en mi panza, solo que más frío.
 Me lo imaginé metido en una casita de cristal. Me pareció una idea rara, una idea que me hacía arder los ojos, que me quitaba fuerza. Yo necesitaba estar fuerte para aguantar lo que vendría. Por eso me obligué a no pensar en la mentira de la casa de cristal.
Nunca supe por qué de ahí me fui a la parroquia; y esperé a que el cura terminara la misa. Yo, que pocas veces había ido a la iglesia, sentí que él me podía ayudar. Me equivoqué.
 Me habló del pecado, me dijo  infanticidio  que yo ni sabía qué quería decir, y excomunión, que tampoco sabía, pero me imaginaba que no era nada bueno. Entonces, casi tartamudeando, como pude,  le expliqué lo de la pobreza, y los siete hermanos en la casilla, y el esfuerzo de mamá para darnos un estudio, y lo de papá que solo venía de vez en cuando, a buscar plata; y también me animé a contarle –con la cara ardiendo- cuando quería trepársele a mamá por las buenas o las malas gritándole inmundicias regadas en alcohol, y lo de la falta de trabajo, y que  Pedro se fue ni bien se enteró, pero nada de eso le importaba al cura; seguía agitándome la mano, como si no me oyera,  con un dedo que marcaba una especie de  compás y no había manera de  que me perdonara, y me dijo después de la palabra ignorante que casi se la traga pero alcanzó a largar, algo que entonces me sonó muy largo: habló del hospital, de una ley de salud, del control de la natalidad; no sé bien qué más me habrá dicho.
Yo lo escuchaba casi sin mirarlo (me daba vergüenza y un poco de miedo chocarme los ojos con los suyos), y quise decirle, pero el nudo en la garganta no me dejó, que fue un accidente, después de un baile en el club social donde corría mucha cerveza, y que estábamos todos un poco locos por la bebida y que  Pedro tampoco quiso, (por eso escapó). Pero él seguía con el dedo como un sube y baja, y la cara seria, acusándome, y esa boca de labios finos, que de a ratos me largaba borbotones de culpas.
Y si él, que era cura, para eso había estudiado, y que  sabía hablar y pensar bien, y que  estaba del lado de Dios,  reaccionaba así, me imaginé la paliza que me daría mi padre si se enteraba; no solo a mí,   también a mamá, por no cuidarme la entrepierna, como decía siempre él.
Por eso, todo fue un secreto de dos: mi mamá y yo;  Pedro, hacía rato que no  contaba en la historia.
La verdad, doña Elsa fue más rápida de lo que suponía. Me decía que me quedara tranquila, que eran muchos años de experiencia, que no había tenido problemas con ninguna mujer, que  trabajando bien no había por qué tener miedo, que iba a pasar rápido el dolor.
Pero no me habló del otro dolor. De ese que lastimaba el pecho, el que venía de adentro, como empujando, como un puño que se queda en la  garganta y que, a veces, todavía me pasa, explota hasta que lloro. No puedo evitarlo; ese dolor no se va, al contrario, se hace más rebelde cuando pasan los años, cuando veo jugar a los chicos, cuando les canto a mis sobrinos, cuando pienso si a él, o a  ella, no sé,  le hubiera gustado escucharme.
Por eso, por el dolor, por el olvido que fue mentira, sin decirle nada a nadie, ni siquiera a mi madre, tomé la decisión.
Ella a veces me encontraba llorando, disimulaba, como si no me hubiera visto; pero yo sabía que sí. Por la forma de acariciarme el pelo, por  el pobrecita m’hija que se le escapaba en un suspiro corto, por la mano ajada que buscaba el pañuelo en el bolsillo de su delantal eterno, casi tan gastado como ella.
No le  pude contar lo que había pensado y machacado en el silencio de las noches, quietita, callada, para no molestar a  Nati que dormía en los pies de mi cama. Tampoco le dije –no me hubiera entendido, ella no entendía muchas cosas- qué castigo haber nacido mujer;  tantos miedos, tanto recibir golpes con la garganta apretada y la sangre hirviendo, tanto vientre preñado, a veces sin quererlo.
Ni le dije lo de los sueños; sueños con cuerpo de mujer y cara de bebé, sueños con verdugos, sueños de muerte, sueños que me dejaban sin ganas de dormir y con un miedo ácido pegado en la piel.
Es la culpa, después, con el tiempo, va pasando, me dijo mi amiga Inés que de eso sabía. Pero no le creí; ella había perdido la risa y el brillo en los ojos.
Hasta que un día  me animé.
Tomé el colectivo azul y rojo. Yo apenas sabía viajar,   le pregunté a un kiosquero dónde era la calle Paraguay; se dio  cuenta de que yo ni idea tenía porque me explicó todo con paciencia, con números y señas, y hasta  salió un poco del puesto para mostrarme la parada. Buen hombre parecía el kiosquero. Siempre me acuerdo de él.
Llegué bien.
Me quedé un momento como indecisa cuando me encontré con esa mole de piedra desteñida, con tantos escalones y tantos ojos subiendo y bajando que parecían clavarse justo encima de mí. Pero tomé coraje,  traté de no pensar, y, casi corriendo, me encontré arriba. Una vez adentro me  armé de valor y me acerqué a un muchacho con guardapolvo blanco, que me di cuenta de que era un estudiante, por lo joven, y como sin respirar me salieron agolpadas las preguntas, y varias veces le dije lo de los frascos, lo de los fetos que me había contado la partera, lo del líquido frío parecido al agua. Se sonrió como de costado, como con una lástima escondida detrás de la sonrisa, pero entenderme me entendió, porque él mismo me acompañó al primer piso y me dijo: es ahí, pedí permiso y entrá.
Y se fue.
 Me quedé sola, temblando, en un pasillo largo y húmedo que parecía un tubo, y miré el cartel enorme tan blanco, con letras  tan negras y marcadas que se me borroneaban por los nervios: “Anatomía”, decía.
Entré.
No tuve que pedir permiso.
Por suerte no había nadie.
Enseguida los vi. Estaban justo frente a mí. En fila, arriba de un mueble. Ordenados. Muchos frascos de vidrio, limpísimos, con tapa, con etiquetas blancas y parejas, escritas con letras azules y parejas, como a máquina, con el líquido dentro parecido al agua, todos flotando, enroscaditos y parejos, como caracoles.
Todos iguales. O casi.
Ni siquiera elegí.
Me subí a un banco, saqué la flor de la cartera, la puse al lado del primer frasco, y me fui sin que me vieran.
No pensé, en ese momento, qué dirían cuando encontraran aquella flor marchita al lado de un frasco.
De nadie.
Sin dueño.

Brancaleone



La puta lluvia   
Brancaleone

A mi viejo, lo mataron un día como hoy, un sábado, con una lluvia puta y asquerosa como la de hoy. Lo mataron por buen tipo o por pelotudo, según como uno quiera verlo. Mi tío Ángel decía que mi viejo era demasiado tranquilo, demasiado paciente y componedor. Que si hubiera repartido algunos sopapos de vez en cuando le hubiesen tenido un poco mas de respeto. Puede ser, pero a mi me gustaba como era, manso, con su sonrisa disimulada por el bigote y su gesto componedor. Y laburador a darle con un fierro, de no aflojar y darle y darle. Empezó a los catorce años, después de la primaria, repartiendo para la carnicería de don Liborio. Mi abuelo que era chofer de la empresa mixta de transportes, pasaba en su recorrido por el mercado de abasto y allí paraba diez minutos, en un café frente a la puerta grande. Se tomaba una ginebrita por cuenta del dueño y arrancaba para otra vuelta. El guarda y él hacían la vista gorda de los que subían con bolsas de verduras o algún cajón con frutas, a pesar de una que otra vieja que fruncía la boca como culo de gallina porque la empujaban al subir con esos bultos. En esa parada mi abuelo charlaba con los changas y con los puesteros que se tomaban su grapa o su cafecito, y así consiguió que don Leandro le diera laburo a mi viejo. Ahí empezó a ganarse los garbanzos en forma, porque acarrear cajones todo el día, no era moco de pavo, mi viejo, cuenta mi tío, era flaquito, pero tenía una voluntad de fierro, aparte que mi abuelo era medio duro para tratarlo a él y a sus hermanos, no creo con mala intención, sino que venía de familia de inmigrantes que tuvieron que yugarla en grande y él no tenía otra forma de tratar a los hijos mas que en la que lo trataron a él. Así fue la cosa, hasta que mi viejo le llevó la carga a don Leandro para que le aumentara unos manguitos, porque el laburo era mucho, él era cumplidor, lloviera, tronara o se viniera el mundo abajo, y todo por chirolas y algo de verdura marchita o fruta machacada. El miserable del puestero se lo tomó como una ofensa y quiso echarlo a la mierda. Los changas de ese galpón que estaban en las mismas que mi viejo, se embroncaron, hicieron causa común y al final se armó un quilombo que terminó con la cana repartiendo garrote y mi viejo y diez mas, se quedaron en la calle. Mi abuelo le tiró la bronca y anduvo cabrero como una semana, hasta que consiguió engancharlo con un capataz de obra, y allá fue mi viejo como peón de albañil, después yesero y siempre al pie del cañón, siempre tranqui. Se casó, tuvo cuatro hijos, yo soy el mayor, la más chica, mi hermana era la compañía que deseaba la vieja, y todo marchaba pipón, pipón. Hasta ese puto sábado en que iban a trabajar en un encofrado, pero se puso a llover a lo bestia y entonces, esperando a ver si paraba, se juntaron en el boliche del ruso Jaime a tomarse una copa y jugarse unos trucos. Uno de los peones era el negro Soriano al que lo apodaban tortuga, apodo que lo hacía engranar como nada. Así, don Soriano le daba al truco con el Rica Bertoni, el gordo Portillo y con mi viejo. Y jodían y jodían con eso tortuga, sobre todo don Bertoni, lo hizo engranar de tal forma que el animal, caliente, se le fue encima al Rica como para dejarlo mormoso a piñas. Todos se metieron a separar y unos lo amansaban al tortuga y otros a Bertoni, pero al rato empezaron de vuelta, se manotearon en grande y mi viejo, que de comedido se mete en el medio a componer el quilombo se liga un puntazo de don Soriano que se tropezó con una mesa, tiró la faca y se fue de raje a la mismísima mierda. Mi viejo estuvo internado como veinte días, se le infectó la herida, le agarró la seticenia o algo así, según dijeron los tordos y se murió tranquilo, con una sonrisa colgando del bigote.¡Por pelotudo!, decía mi tío,¡pelotudo y mil veces pelotudo!,repetía sin parar, cagando a piñas la pared, mientras mi vieja estaba como una zombie,                        mirando fijo el cajón y yo y mis hermanos llorábamos a moco tendido con la desesperación que se siente al saber que el mundo se te vino abajo. Ahí se acabó la escuela para mis hermanos, hubo que apechugar para parar la olla y ya nada fue como antes. A don Soriano le dieron doce años, homicidio en riña, dijeron los aves negras. Hoy, está lloviendo como la puta madre, juré que lo iba a clavar contra el suelo o contra la pared, la faca bien metida en los riñones, y que me perdone la hija, que vino al velorio a llorar y pedir disculpas y yo, que sin querer con el tiempo me la fui atracando, me la garché y terminé viviendo con ella, esperando tranquilo, manso, con la misma sonrisa en el bigote como tenía mi viejo. Con la idea fija de verlo al tortuga pataleando en el suelo, con las tripas afuera, como lo estoy viendo, manoteándose la panza, llorando como una mierda y atragantándose con los mocos, hoy sábado, en medio de la asquerosa y puta lluvia.


Pedro Salvador Ale


A mediatarde 
Pedro Salvador Ale

El dorado estío regresa en tus piernas buenas como un país sin fronteras. Atacan la calle sin piedad con su relámpago en medio de los tristes. Piernas dibujadas por todos los ojos que nunca fundaron más belleza que los vinos en la hoguera de los otoños. Alucinan en tus pasos leves casi sobre la tierra con su escultura natural a mediatarde van tus piernas con toda la delicia en busca de sí mismas o el olvido de las manos en temblor de su voluntad. Piernas andando por sobre las catástrofes las profecías el fin del mundo un suponer, piernas cuya bandera es el resplandor de sus largos cabellos que lloran a gritos mudos por su espalda el abandono de los besos tan ciertos como sus pechos magníficos en su tibieza clausurada. En el rostro de toda perfección sus ojos anclan en ella misma, el tiempo fuera de su piel es irreal, sólo sus piernas crean el pacto secreto de las miradas inventan lo impuro del gozo ¿a quién? así palpitante esplendor tocando tantos destinos violenta la rutina la lentitud de las cosas por sobre la muerte el dolor íntimo y colectivo la suave avidez de sus piernas fabulosas hacen suceder los escombros del deseo como resuenan vuelan sueñan aún tus pasos en la huérfana ciudad cruel en su desamparo.

Franz Kafka



Un artista del trapecio  
Franz Kafka

Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.
Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.
Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.
Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.




Teresa Godoy



LOS NIÑOS DEL ALMACÉN  
Teresa Godoy

Eran las vacaciones de verano. Las clases del colegio  habían terminado. No estaba pactado ni organizado ningún viaje, por el momento. Es que los padres de Emilia, Benjamín y de Malena, de 7, 8 y 9 años, tenían un negocio. Una gran y surtida almacén de comestibles. Era la única que quedaba en la zona. Ya los supermercados  habían invadido las ciudades. Éste era un almacén  bien organizado: con toda la mercadería que se les antoje encontrar, con dos empleados, los mellizos Martín y Joaquín Navarro de unos 50 años de edad. Hacía tantos años que trabajaban allí que ya eran como de la familia. Los dueños del almacén, Ángela y Pedro Britos, los querían tanto que hasta les permitían, después del almuerzo, pegarse una siestita, como era costumbre. Siempre les tenían una habitación preparada. Con los hijos, tenían bien pautados los horarios y tareas que debían desempeñar cada uno en los distintos momentos del día. Había que organizar también estas vacaciones de jornada completa en el hogar. Pero para Emilia, Benjamín y Malena, les resultaba una desventura todas las recomendaciones: la hora dispuesta para levantarse, no era la mañana, era la madrugada para ellos. Al mediodía, se les cortaban los juegos y en fila ordenada debían ir a lavarse las manos para  almorzar, siempre esperando que lo hagan primero los mayores. Luego de la comida principal, no podían levantarse de la mesa si no comían una fruta. Luego los dejaban  jugar un rato hasta la “terrible hora de la siesta”, según la bautizaron los tres hermanos. ¿Cómo jugar sin que vuele ni una mosca? ¡Es que no había que jugar! ¡Todos, debían dormir la siesta! Cada día la misma ceremonia practicaban los simpáticos hermanitos: ceremonia que consistía en dirigirse directo a los dormitorios, disimular prepararse para dormir, esperar un rato y cuando escuchaban el concierto de ronquidos, desde las habitaciones, volvían a ponerse las zapatillas y alguna ropa de salir y sigilosamente huían del “aguantadero”, así  también le decían al dormitorio de la hora de la “siesta”. Siempre tenían algún entretenimiento para ese terrible momento, que constaba, de jugar en silencio para no despertar a nadie, de prestar atención para que no los descubran y de emoción porque siempre lo prohibido es fascinante y atractivo. Pero no eran los únicos, porque detrás del alambrado del fondo siempre, a la misma hora estaban paraditos los dos amiguitos vecinos, esperando precisamente  para espiar qué hacían  los escurridizos niños del almacén a la hora de la siesta.

Gabriela Carrera



Enero en la piel 
Gabriela Carrera

El verano en la ciudad tiene su encanto, después del mediodía y hasta que el sol comienza a despedirse, todo se vuelve más lento, aletargado, sin prisa, con la torpeza que la hora de la siesta trae. Podía sentir el calor subiendo por su ropa liviana. El sopor caliente del asfalto que asoma sin tregua cuando el sol azota. La brisa es tibia y recorre las veredas con una mezcla de polvo y humo que deja el tránsito. Cruzó la avenida por la senda peatonal recién pintada. Seis escalones separan la puerta de entrada de la vereda, a los lados la escoltan dos macetones con azaleas en flor. Cruzó el umbral y el aire fresco se le escurrió entre los pliegues de la blusa. Miró el reloj colgado en la pared, mientras se iba quitando la ropa, entró al cuarto de baño y tomó una ducha. Despojada del ardor de enero en la piel, tomó un durazno y se zambulló en la cama mientras afuera el sol lo encandilaba todo. En la casa de Modesto la siesta era una ceremonia de guardar. Se bajaban las persianas, se apagaba la radio y si había alguna visita se la despedía gentilmente. Cuando el sol ardía en su punto máximo, la casa de la esquina acallaba sus voces y se preparaba para albergar a mis abuelos por un par de horas. Los niños estábamos obligados a cumplir con el ritual, hasta que fuimos un poco más grandes y aprendimos a abrir la puerta del fondo sin hacer ruido. La puerta del fondo daba a la cortada. Así llamábamos a la calle sin salida de a la vuelta de la casa que era nuestro punto de encuentro. Ahí nos juntábamos a jugar los chicos del barrio, a las bolitas, a las figuritas, pintábamos rayuelas en el asfalto y algunas veces jugábamos futbol. Debajo del naranjo para resguardarnos del sol era el sitio de espera. Las bicicletas se iban acomodando al costado de los cordones, sostenidas por el pedal, listas para salir a la aventura. Los primeros en llegar eran Rulo y el Enano, su hermanito menor, ellos no se escapaban estaban todo el día solos. Después llegaba  trayendo a mi hermana, que por ese entonces se hacía llamar Gustavo, andaba de pantalones cortos trepando árboles y jugando a la pelota con el resto de los varones, sus rodillas daban cuenta de sus andanzas. En más de una ocasión Rulo tuvo que ayudarnos, la pesada puerta del fondo se empeñaba en cerrarse sola, hasta con la más leve brisa. Algunas veces venía Andrea, cuando estaba de visita en lo de su abuela que vivía sobre la cortada. Nos traía duraznos maduros, frescos y amarillos recién lavados. Mordíamos la fruta sin advertir cuanto nos chorreábamos con el jugo dulce y pegajoso. De todas las frutas que pueblan las verdulerías, el durazno es mi favorita. El último en llegar era Tito, de nosotros él era el único que dormía siesta y le gustaba. Ahí salíamos a andar en bicicletas.  A la hora de la siesta las calles estaban vacías, en las veredas algún perro que ladraba sin demasiados aspavientos, nos invitaba a pedalear más rápido. Jugábamos carreras, Rulo siempre perdía porque el Enano quedaba rezagado y debía esperarlo. Después de cruzar la avenida principal agarrábamos la diagonal de los paraísos, una calle empedrada, rodeada de árboles que formaban un túnel con el follaje que se entrecruzaba arriba de nuestras cabezas. El repiqueteo de las ruedas sobre las piedras nos hacía temblar las voces que a coro gritábamos el último cola de perro. El destino eran las vías del tren en donde cruzaba el arroyo. Durante el verano permanecía seco podíamos deslizarnos y quedar debajo de las vías. A las cuatro en punto pasaba el tren. El ruido era ensordecedor, el temblor de la máquina golpeando las vías sobre los durmientes oscuros, el trepidar de los vagones  nos aumentaba la adrenalina mezclada con miedo. Nos tapábamos las orejas con las palmas de las manos y gritábamos palabras inventadas, aullidos y alaridos. Lo más importante era cruzar los dedos y pedir un deseo, mientras el tren pasaba por encima de nuestras cabezas. El deseo era siempre el mismo, que ese verano no terminara nunca. Despertó de la siesta con el sabor dulce del durazno en la piel. Abrió la ventana y el viento de la tarde trajo de lejos el sonido del silbato del tren. Cerré los ojos, crucé los dedos y desee que estuvieras conmigo.