CUENTOS BREVES
Carlos Esteban Cana
Conversando con D.T.
El
anciano de la tribu me llevó a lo más profundo del bosque. Era la hora en que
los primeros rayos del sol, tenues, sacaban brillo del rocío que corría sereno
por las hojas. En medio de aquella espesura, con olor a tierra húmeda, no
existía peligro alguno de ser escuchados.
Después
de pintar sendas rayas rojas en su rostro, con achiote molido que traía en su
vasija de barro, el chamán inició el rito. Engoló su voz en un canto lento,
lastimero. Y en el instante preciso que comenzaba la revelación, las sierras
eléctricas comenzaron a talar el bosque.
Por
lo anterior no fui iniciado. Tampoco pude conocer el nombre oculto de Dios.
Moradas: III
(Adagio
hindú)
Cansado
de la infinita búsqueda decidí no hacer más. Mis dedos palparon la tierra
negra, granulada. Las nubes flotaban. El aroma a hierba mojada se esparcía por
doquier. La intensidad de mis latidos fue bajando. Silencio. Inhalé. Exhalé.
Había algo más en mi respiración.
David Slodky
Sueño…
Sueño
que me persiguen. Escapo por oscuros pasadizos, mientras ellos me van cercando.
Ya desfalleciente, sueño que la jauría humana es sólo un sueño: yo estoy
durmiendo en el cuarto de mi infancia, al lado de mi madre. Nada puede pasarme.
Los furiosos golpes en la puerta me despiertan; pero no sé si es en la realidad
o en el sueño. Por suerte, puedo escapar por los techos. ¿O sueño que me
escapo? Angustiado, escribo esto. ¿O sueño que estoy escribiendo? Por favor,
Ud. que lee estas líneas, ¡dígame que es real lo que escribo, que no es un sueño!
Pero… ¿cómo sé yo -cómo sabe usted- que no es un sueño en el que sueño que me
está leyendo?
Eduardo Coiro
La lección
A edad
oportuna la abuela se lo había dicho a su madre con todas las letras.
Años
después su madre pudo explicárselo a ella con la firmeza de un catecismo. Como
un saber que no debe ser olvidado:
“Hay que
conquistar el corazón del hombre, pero que él no conquiste el tuyo”.
No
entregar jamás el corazón -ni mucho menos la ilusión- era la consigna.
El tiempo
pasó escurriéndose como el agua. Su libertad era tan profunda como su soledad.
En la
cola del banco, mientras esperaba su turno para cobrar la jubilación. Escuchó
la conversación de dos mujeres jóvenes que hablaban de cómo “Enganchar un
tipo”.
Quiso
hablarles pero se le hizo un nudo en la garganta.
Decirles
que no es así. Qué el amor no es enganchar al otro.
Lamentó una vez más no tener hijos ni nietos
para cambiar la lección.
David Lagmanovich
El alma en un hilo
Vivía con
el alma en un hilo. Era un hilo brillante, dúctil, que dejaba al alma libertad
de movimientos sin cortar el vínculo con el cuerpo. Pero el alma no estaba
conforme: ¿por qué no soltar el hilo y salir a volar, como una cometa que de
súbito se arranca de la mano infantil que la sostiene? Día a día se escuchaban
los lamentos del alma por tener que vivir en un hilo. Una tarde que no estaba
demasiado ocupado, Dios escuchó sus quejas, y de un celeste tijeretazo cortó la
dependencia que al alma tanto le fastidiaba. Nadie volvió a acordarse del hilo,
que había caído en medio de unos pastizales. Pero ahora el alma, liberada,
siente una infinita desolación.
José Martínez Gil
La noticia detrás de la
sonrisa
Todas las
mañanas, cuando apenas asomaba la claridad del amanecer, ya estaba en pie aquel
quiosco como una casa de colores llena de regalos. Y llena de los periódicos
del día. Desde esa temprana hora, una que otra, y uno que otro cliente, pasaban
presurosos para comprar el diario y saber qué había ocurrido el día anterior,
aunque en realidad puede que ya lo supieran. Pero era el pretexto, la visita
obligada para pasar por el quiosco, porque el hombre, que lo atendía desde
hacía muchos años, les daba las mejores noticias para comenzar el día: la
sonrisa entre pícara y tierna, la broma entre la broma entre confiada y tímida,
el gesto inocente, cariñoso y familiar. Los piropos a cuanta personita quedaba
atrapada por sus ojos claros. Y sobre todo la sonrisa, que era la principal
razón por la que todo el mundo pasaba por el quiosco, si no para comprar el
diario, sí para comprar lo que fuera, con tal de encontrar el verdadero
amanecer en el rostro de aquel hombre. Sin embargo, ese paso presuroso de
todos, que se iban felices a sus destinos, no les daba “tiempo”. Porque aquél
hombre era tan bueno que tampoco quería darles “tiempo”. Tiempo para detenerse
un poco más, contemplarle, y conocer y descubrir que en cada una de sus
sonrisas, se escondía en realidad, ocurriera lo que ocurriera, se sintiera como
se sintiera él, la única buena noticia del día que era segura y que el hombre
decidía: la de que todo el mundo se fuera, siempre, y por lo menos, con una
sonrisa.
Tinieblas Juana
Schuster
Cuando
compramos la casona, evitaba que mis ojos se posaran en él. Tenía algo que
infundía temor. Estaba allí de pie, sobre una mesa de cemento. El enanito con
su gorro de duende. No se lo dije a Richard. Me trataría de tonta.
Él
hablaba de traer rosales, de combatir las hormigas devastadoras como musarañas.
Por la
noche, la luna se ocultaba tras carreteles de algodón. Proyectaba una sombra demasiado
fragmentada. Despertadora de asombros.
Esa madrugada,
no quise permanecer sola, pero Richard tuvo una guardia especial en su trabajo.
El auto partió.
Abrí la
ventana hacia el jardín, y vi sólo la base. Mi grito de horror abrió las
compuertas de mis arterias cuando sentí los pasos desde la planta baja, ¡estaba
subiendo lentamente los escalones!
Me tiré
por la ventana y corrí hasta la carretera. Goteaba sangre desde mis
escoriaciones. Hasta que noté las luces que identificaron un coche. Le hice
señas. Me introduje en el asiento trasero.
Un rostro
de enano frente al volante, giró para mirarme fijamente, con sarcasmo. Ojos
saltones de pescado, con expresión de muerte cercana, de próximo infierno, de
inmediata agonía diabólica.
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