lunes, 25 de diciembre de 2017

Carlos Margiotta


La Navidad con Julia  
Carlos Margiotta

Es una hermosa mujer, pensé, mientras cenábamos en la ciudad de Paraná donde había ido dar unas charlas sobre el cuidado del medio ambiente. Tiene algo que me gustan de las mujeres: es inteligente. Julia me hacía acordar aquel personaje compuesto por Jean Fonda en la película del mismo nombre.
Cuando entre al lugar, un restaurante frente al río, vi una mano agitarse en una mesa del fondo como llamándome. Nos habíamos conocido por facebook, y a partir de allí comenzó una relación virtual que terminó en ese primer encuentro cara a cara.
Hablamos hasta que cerró el local y después fuimos a tomar un café a un lugar cercano que estaba abierto toda la noche. La conversación se fue profundizando en la medida que nuestros temores se desvanecieron y crecía la confianza junto al placer de estar cada vez mas cerca. En algún momento tuve ganas de besarla pero el cansancio de la larga jornada apuró mi despedida con un abrazo.
De regreso al hotel pensé: demasiada joven, demasiado atractiva, demasiado interesante para un hombre que ha empezado a desprenderse de los recuerdos.
La segunda vez que nos vimos fue en la Terminal de ómnibus de Retiro, ella debía hacer un trasbordo para dirigirse a Trelew. En la confitería de la estación escuché sus quejas por la poca atención que le brindaba por Internet… siempre apurado… siempre cortante… parece que fuera una desconocida cuando me animé a contarte cosas de mi vida que no se las contaría a nadie.
Tenía razón, además de mi dificultad con la esta nueva tecnología de comunicación, estaba la mala experiencia que había tenido últimamente con las mujeres con que me había relacionado. –Te enganchas con los aspectos jodidos de las minas y después te dejas manejar- me había dicho un amigo.
Le reconocí mi comportamiento y le pedí disculpas, sin embargo no le me animé a contarle la verdad. Estaba enojada, le tomé las manos sobre la mesa y sonrió.
-Paso las fiestas en la casa de mi hermano que vive en Valparaíso y me quedo un mes de vacaciones. Tengo que pasar por Buenos Aires un día antes para tomar el avión, continuó diciendo. ¿Tenés lugar en tu casa para alojarme la noche del 24?.
-Si, vení cuando quieras-. Alcancé a contestarle, aunque todavía me resistía a entender algunas cosas. Le contesté mientras la acompañaba hasta la dársena de partida y nos despedimos con un beso en la comisura de los labios.
Faltaban dos meses para la navidad y nuestro vínculo fue pasando del tono tibio de las palabras a las imágenes calientes de de las fantasías.
–Sé que sos un caballero y no te vas a aprovechar de mi cuando te visite… –Quiero que me muestres los lugares del pecado en la noche porteña… –Llevame a comer a un buen restaurante árabe donde bailen odaliscas – Espero no tener frío ¿Tenés abrigo?... y otras frases que dichas por afuera de un contexto parecían una invitación a la cama.
Esta sola, es complicada, apasionada  y racional al mismo tiempo, quizá no sabe que hacer con su vida, pensé alguna noche con la cabeza en la almohada.
Cuando le conté que mi sueño era recorrer Sudamérica con una casa rodante se subió al instante: -Vamos juntos- dijo.
Había comprado una botella de champagne francés, te de hierbas de distintos sabores, unas cremas para después de la ducha, aromatizadores de oriente, y un disfraz de Papá Noel por si se daba. Entonces llamé a Brenda para que dejara impecable la casa.
En mi obsesión masculina tenía planificado las palabras a decir, los lugares y las circunstancias de las escenas imaginadas. Y por supuesto las de reemplazo sino funcionaban las titulares. 
Para el regalo de Navidad había comprado tres alternativas: un libro de poemas, un pañuelo de seda para usar en playa y en el mejor de los casos tenía preparado un conjunto de lencería fina.
El 23 de diciembre ya tenía preparada en mi cabeza la gira por las casas de comida, el paseo por Palermo Viejo, la visita por los boliches de San Telmo, y llevarla a conocer el Tres Amigos del Negro Hernández en Barracas cuando sonó el portero eléctrico.
Salí de la ducha chorreando el piso y atendí el llamado.     
-Sorpresa. Soy Julia vine un día antes aprovechando el viaje en auto de un matrimonio vecino que venia para a Buenos Aires.
Mi cabeza estuvo a punto de estallar. Me calcé un jean, una remera y bajé descalzo.
Cuando abrí la puerta y vi como si un sol inmenso entrara en el palier. De pronto vi en Julia a la mujer, y a la niña, a la abuela y a la adolescente, a la virgen y a la prostituta, a la bruja y a la sacerdotisa, a la tierna y a la sexual, al ángel y el demonio, vi en ella a todas las mujeres en un solo cuerpo.
Atiné a tomarla de un brazo y llevarla hasta al ascensor.
-Porqué no me esperaste para que nos bañáramos juntos– dijo. Allí se cayeron todas mis estrategias. La estreché contra mi cuerpo, y su pierna se acomodó entre las mías.


Nos besamos desaforadamente hasta el piso 14.

Rubén Héctor Rodríguez Ponziolo


DIOS LOS CRIA Y ELLOS…
Rubén Héctor Rodríguez Ponziolo

Si el todopoderoso no dispone lo contrario, en escaso lapso ingresaré al club de los octogenarios. Y, ahora que el crepúsculo de la vida arribó al umbral de mi existencia, me mueve a risa la morbosa frase de la juventud actual relativa a los ancianos "están más cerca del arpa que de la guitarra" . ¡Y cuánta razón tienen!
Encantado les retrucaría al ritmo del dos por cuatro, música por excelencia de nuestra generación y me basaría en la letra del tango de Miguel Bucchino "y al sonar la última hora que me quiten lo bailado".  Empero es la poesía del concerniente a Cadícamo y Aníbal Troilo titulado "Tres Amigos" que al escucharla, mágica, me remonta al mejor período del bastante que llevo vivido.
Walter, Florencio y un servidor éramos justo eso: tres amigos inseparables y nos unían infinidad de factores. En primer término la astrología. ¡Aries exclusivo signo del terceto! Pues nacimos en serie: marzo 26, yo, el 27 Walter y el 28 Florencio.
En cuanto a sapiencia adquirida estudio mediante o a lo equivalente en posición económica Walter nos aventajaba. De la madre, recatada londinense de escandinava prosapia, mamó el inglés  y el sueco y del padre, obeso berlinés, el alemán. ¡Asimismo, no sé de qué ancestro vikingo heredó su apetencia aventurera!
 Tanto es así que al recibir el flamante auto -obsequio de sus mayores al salvarse del servicio militar- chamuyó "vamos a estrenarlo visitando la Patagonia". Bajo ninguna circunstancia sus compiches desperdiciamos la soberbia ocasión y halagados aceptamos el convite. 
Periplo de semejante envergadura, al promediar la década del veinte, lindaba lo demencial por inaudito. ¡Insania total! Según la unánime opinión de mi familia. ¡Absurda paranoia! Proclamaba la parentela de Florencio. Sólo en el hogar de Walter nos alentaban. Sus progenitores convencido a ultranza de la vital importancia de dicha rutina a favor de la madurez personal amen de imperecedero recuerdo. ¡Premonitorio enunciado! 
Anacrónicas carreteras, precarios caminos e improvisados trayectos, sumados a paradisíacos panoramas, fueron la constante durante la treintena de jornadas que demandó la travesía.
Es adecuado destacar la simpatía con que nos acogían en caseríos o ciudades. En particular en esa Estancia de la que adrede soslayaré la denominación declarándola extraviada en los vericuetos de mi memoria.
El vehículo respondió fenómeno a las múltiples y titánicas dificultades sometidas. Circulábamos -quise decir- vagábamos por senderos de tierra o ripio. Nos angustiaban las innumerables pinchaduras de los neumáticos y lo embarazoso de conseguir taller de gomería.
 A la vera de empinado repecho organizamos la comida. Cordero al asador rociado con vino semillón sacado de veterana damajuana de cinco litros encasquetada en mimbre tejido y enfriada en las heladas aguas de correntoso arroyo. Aunque, fatigados y somnolientos, decidimos reanudar la marcha. La meta fijada -San Julián- a centenares de leguas. Súbito, lo tan temido. ¡De nuevo en llanta! Y para colmo de males las de auxilio en idénticas condiciones. ¿Qué hacer?
 Walter -hercúleo y corajudo- la emprendió de inmediato en busca de ayuda. ¡Optimista en retornar del ocaso! En esas latitudes y en época estival es normal que el sol se oculta tardío.
¡El señor no nos abandonaba! Minutos luego de las veintiuna divisamos antiguo carruaje tirado por yunta de briosos caballos. Y en el pescante a Walter flanqueado por par de paisanos fortachones. Le ajustaron gruesa cadena al coche haciendo las veces de cuarta. Y kilómetros después recalamos en dilatado latifundio. Nos convertimos en huéspedes de los terratenientes. Pareja integrada por calvo germano cuarentón y su escultural mujer, dulce chilena a la que doblaba en edad.
Llegué a agradecerle a Dios el aludido trastorno. De esa forma me permitía imbuirme en exótico ambiente. Nos asignaron aposentos privados. Y no es aparatoso afirmar que en albergue alguno gozamos de tal holgura, con el agregado que repararlas demoraría varios días.
En lo que a mí concierne, significaban, placenteras vacaciones adicionales. Nos ahorraron toda clase de molestias y le ordenaron la tarea a dicho puesteros. ¡reitero nos otorgaron jerarquía de invitados de honor!
Para agasajarnos carneaban animales cebados: vacunos y porcinos. Además, abundaban guanacos, liebres, vizcachas y también aves de corral refinadamente adobadas. Al almuerzo ,los anfitriones, se presentaban trajeados de elegante sport, mas para la cena se emperifollaban de prima.
El dueño de impecable esmoquin. Y su seductora cónyuge, enfundada en largo vestido que le cubría el calzado. Similar a los usados por la burguesía en funciones de gala del Colón. ¡Jamás repitió el atuendo! Y decoraban la mesa con fastuosos candelabros de plata.
Preferí no chimentarle a Florencio las sugerente mirada con la cual la propietaria de esos parajes lo fichaba a Walter. Florencio y yo quedábamos a la deriva cuando conversaban en alemán. Acaeció en víspera de la partida. Amanecía y a secuela de la desmedida comilona de achuras, los espasmos estomacales inaguantables.
Recordé que el botiquín, donde guardaba las gotas sanadoras, quedó en la habitación de Walter. Y allí me dirigí. En la mansión  las puertas carecían de cerraduras. Entré cauteloso en punta de pie -casi sin pisar el suelo- intentando no despertarlo. Entonces fue sencillo comprobar lo acertado de mi suspicacia.
La insensata luz de luna llena colándose a través de los enormes ventanales me dio la oportunidad de descubrir las siluetas de Walter y la grácil adúltera como reflejadas en cinematográfica pantalla gozando del sexo.
¡Soporté con entereza y vómitos la dolencia! Y juzgué imprudentemente efectuar comentarios al anunciar Walter que la señora de la casa nos acompañaría a Buenos Aires.
Florencio o no se avispó de la situación o al igual que yo optó por callarse. Y a fuerza de ser sincero, es digno subrayar la ejemplar conducta de ambos en el resto del viaje. Al concluir cada etapa Walter se alojaba con nosotros y ella aparte en otro hotel. ¡Ni siquiera se tuteaban!
A la vuelta del legendario recorrido, Walter se esfumó. Al consultar a sus padres flemáticos contestaron "íntimos argumentos y de reservada índole lo obligaron a ausentarse por indeterminado período".
La incongruente desaparición nos tuvo lustros intrigados a Florencio y a mí. No obstante el tiempo se encargó que el cariño al hermano del corazón quedara únicamente en remembranza. ¡Ya que nunca tuvimos ni el menor indicio sobre su paradero!
A Florencio tuve la suerte de verlo antaño en Madrid sitio en que se aquerenció al casarse con una española. Y en lo que a mí atañe, confieso que desde muchacho debí batallar duro con dos obstinaciones corporales. La perversa obesidad y el caprichoso remolino de mi hoy pródiga cabellera compeliéndome a frecuentar al fígaro.
La semana pasada en céntrica  peluquería por distracción ojeaba afamada publicación de moda. De las que vienen en base a comadreos ya sean -verídicos o fraguados- vinculados a mundanos personajes. ¡La foto a color de la página central logró estremecer al máximo mi taquicardia! Y al unísono afloraron al cerebro las palabras oídas en mi adolescencia referentes a la común futura experiencia.
Debajo del retrato de longevo, captado en su lujosa villa de la Costa Azul imprimieron: "es indiscutible que para el matrimonio compuesto por el pujante ganadero germánico-argentino y su adorable esposa, fulano y fulana de tal, el sucederse de los calendarios parece no afectarlos y se los ve siempre jóvenes".
Resultaron los gentiles hospedadores de aquella imborrable andanza austral de mi mocedad. ¡Lamentablemente la revista faltaba a la verdad! El hombre que ilustraba la lámina era Walter -mí amigo- y no el individuo cuyo nombre y apellido testimoniaban grandes letras.


Fernanda Olinika

             
Las causas están en estudio  
Fernanda Olinika 

Atardeceres como éste eran muy comunes en la ciudad. Los naranjas y grises se desparramaban  en el cielo destellando luces pequeñas. Desde la tierra se dejaban ver. Cada vez se iban aproximando más, resultaban muy extrañas. Aparentemente comentaban por la radio que una lluvia de partículas entrará en nuestro espacio estelar. Le piden a la población que se resguarden hasta tener en claro que está sucediendo. Calculan que por la velocidad con la que se van acercando, estarán aquí en tres o cuatro horas. Todo era incertidumbre, nadie sabía con certeza que estaba sucediendo. Mirando al cielo, en la oscuridad de la noche, las pequeñas bolas de fuego cada vez más próximas a generar caos. Acá abajo una sensación extraña, pensar a donde se puede escapar, no hay sitio. En la radio había mucha interferencia, perdíamos señal. Pasada la hora invadió el silencio y la oscuridad. Completamente aislados de toda comunicación. Los lugares que podíamos visibilizar dentro de esa profunda oscuridad, solo era de caos. Al rato comienzan a oírse explosiones. En el aire  un perfume muy agradable que  llena cada espacio, no se puede ver pero sí percibir ese aroma intensamente rico. Eso fue lo último que recuerdo. Al despertar, con el amanecer, el sol radiante hacia brillarlas verdes hojas de la frondosa primavera. Y el canto de los pájaros anunciaba un nuevo día. 


Roberto Paniagua


CONCILIACION 
OBLIGATORIA 
Roberto Paniagua

Después de subir los escalones del subte llegué a la plaza. El aire era distinto, busqué un banco y me detuve un rato bajo la sombra de un árbol. Uno tiende a sentirse pequeño entre tanta gente desconocida. Quizás me tendría que haber vestido mejor. Es que salí de casa a  escondidas, no le dije nada a Ramona de esta entrevista con los abogados de la empresa. Conciliación obligatoria la llaman. Obligación para mí, ventaja para ellos. Apagué el pucho con la suela del zapato y me levanté. Acomodé la campera sobre mi brazo y la encontré desubicada ante el fuerte sol de la mañana.
En los noventa la industria y el trabajo se caían como casita de naipes. Entonces me entré a desesperar. Qué iba a hacer en el barrio si nadie tenía un peso. 
Desde que cerraron la fábrica de autopartes que no lograba agarrar algo estable. Todas changas nomás. Mi fuerte era la chapa, pero siempre hice de todo.
—Alejo usted que sabe, ¿no me hace un pilarcito para la luz?— me dijo una vecina de la cuadra. No le pude decir que no, aunque sea, la tarea me entretenía.
—Con vos estamos seguros, nunca nos va a faltar de comer, decía Ramona para agradecer mi esfuerzo.
Un amigo me llevó a una constructora de Caballito. Me tomaron de albañil. Me las rebusco con la cuchara y el balde. A mí lo que me gusta es trabajar. No me importan la distancia y el sacrificio. Yo voy donde está el trabajo. 
El tren de las siete para ir al centro y el de las dieciocho para volver a Merlo es infernal, peor que animales viajamos. Todos los días igual. 
Con Ramona siempre dijimos: 
—“primero están las nenas”, después nosotros. 
Qué rápido se pasa el tiempo. La vida te acomoda las cosas a su antojo. Ahora soy abuelo, la mayor tiene un nene. Lo que no me vino es con yerno. La familia se agranda. Para mí no hay diferencia. Hay que trabajar.
Volví a mirar la dirección anotada en el papel y me encaminé a la oficina a la que me habían citado.
El portero se me paró de frente y me puso una mano en el pecho.
—¿Dónde va?– me dijo con voz seca y firme 
¿Por qué usarán ese tono tan despectivo con uno? ¿Estaré tan mal trazado? Le mostré el papel y me señaló el ascensor de la derecha. 
—Cuarto, oficina 417— agregó, y ya estaba ocupado en pechar a otro. 
El espejo del ascensor me devolvió un rostro de cincuenta  largos años, yo diría que parecía más viejo. 
Tenía miedo en la mirada. Me di cuenta enseguida. Uno está con los ojos agrandados, como buscando algo que no se ve.
—¿Cómo que no hay forma de reconocer los catorce años que trabajé para ellos?— Les dije asombrado
—¿Qué dijeron los dueños…?
—¡Que lo compruebe con recibos…!
—Doctora, qué recibos voy a mostrar si me tenían en negro.
El secretario de la abogada inclinó la cabeza hacia mí y  dijo:
—No levante la voz caballero, no hay necesidad.
Me callé pero entré a mirarlos de costado, con recelo. 
Ahora la mujer comenzó a mover sus labios rojos 
—Visto el expediente, le aconsejo aceptar el dinero ofrecido por la empresa constructora, que son… que son… 
La vi revolver unas hojas, hasta que dijo: 
—El cheque será por tres mil ochocientos pesos, menos el descuento de nuestros aranceles. Lo podrá cobrar inmediatamente, o sea… dese una vueltita la semana que viene, o mejor, llame primero para ver si el cheque está refrendado… 
Con el dinero del acuerdo pensaba agregarle una pieza más a la casa y mejorar el baño. No importaba que no pudiese hacerme un viaje a Corrientes y ver a mi vieja, quizás, en sus últimos días. Lo que más me molestaba era tener que decirle a Ramona que con lo del acuerdo, no íbamos a poder hacer nada.
- Lo dije mientras me movía nervioso en la silla.
—¡Cómo se atreve, maleducado…!— gritó la abogada levantándose del sillón y agitando los pechos por el escote.
El secretario se había quedado quieto, me pareció que dibujaba una sonrisa y luego se tapó la boca con la mano, como ahogando una carcajada.
Sentí el cuerpo transpirado. Cayeron gotas de mi frente. Por eso, cuando el secretario me empujó hacia la puerta, sus manos resbalaron sobre mis brazos. El hombre, en el intento, tiró mi campera al piso. Noté que sus ojos se agrandaban oscuros de sorpresa. Atrás de él, la abogada levantó las manos y su rostro se puso pálido y extendió una mueca de terror. 
En ese momento recordé el murmullo que retumbaba en mi cabeza. Era la voz de mi abuelo, allá, junto a los esteros de Iberá. La misma que de chiquito me enseñaba a defenderme…
—Vos no sos una mierda… ¡arremeté carajo! No te dejes cojudiar…
Empujé las sombras hasta que se abrazaron a las paredes y luego, cayeron al piso.
Los gritos me aturdieron y comencé a correr. Busqué las escaleras y bajé los escalones de a dos, de a tres…
Antes de la vereda varios brazos me tiraron al suelo.
Un silbato sonó fuerte en mi oído…
—¡Fue él, no lo dejen escapar…! señaló una persona.
—¡Qué bestia, los mató a los dos…! agregó otra.
—Me parece que vino a robar— gritó alguien en el pasillo.
—Será posible con estos negros, no se puede vivir tranquilo…— sentenció un hombre que, con cara de asco,  miraba de costado.
Las voces se fueron confundiendo en mi cabeza… o yo, ya no quise oír…

Sergio Gabriel Lizárraga


EN TAJOS A LA SED 
Sergio Gabriel Lizárraga

Ediciones del Dock. Buenos Aires. 2017.

II

No sé
De qué están hechos sus dientes
Pero la puerta de mi casa
Muerde
Desgaja
Cualquier alma
Deja los huesos
Crujientes
Por eso no sé
Si es tu alma
La que ha quedado fuera
Resguardada
O si son tus huesos
Los que temieron más que tu alma
Porque al entrar a casa
Solo viniste con el color de tu otoño
Y yo no pude esconderte mis hojas
No sé por qué
La boca de mi puerta
Nunca muerde
Lo que en vos
Me duele

III

Hay días en los cuales
Volvemos a nuestras casas
Como se vuelve al pueblo
Hay días en los cuales
La lluvia adivina
Lo nuevo que nos duele
Las casas nos dicen quiénes somos
Y los pueblos a dónde vamos
Hay días en los cuales
Lo que pesa
Se vuelve verso
Y simplemente regresamos
Sin tanto mal sabor
Creyendo que hemos hecho bien
La labor de conocernos
Sin tanto mal sabor
Creyendo que hemos hecho bien
La labor de conocernos

V

Hay un cuervo que mancha
Tu oído de fracasos
Un hedor de avispas
Invadiendo el perfume de María
A Judas solo le importó el dinero
Eligió volcar su paso
Para caminarte de traición
Ella parió su devoción como un perfume que late
Y él respondió a tu voz
Porque tu lágrima fue el nardo
Que desvaneció su muerte
Que lo impregnó de vida
Siempre el amor al desnudar tu piel
Al hablar con los huesos
Al desbordarte como pan
Al cauce seco de tantas hambres
Yo solo pienso
En que no me llamo Lázaro
Y en que ninguno de mis muertos
Se llama Lázaro

XII

Tengo inclinada la espalda
Y el reloj
Se ha detenido
Hay un joven
En la mesa contigua
Perfectamente erguido
Como si su cuerpo
Estuviera en ristre
Como si el tiempo
Fuera su vencido
Yo me pregunto
Por qué hay noches más livianas
Y por qué mi noche
Es una hernia en la voluntad
Una debilidad en los huesos
Un reloj


Que envejece al alma

Lulú Colombo


LA AMAZONA CIEGA  
cuento de Lulú Colombo


“¿Quien podría hablar de coraje o de miedo, su contrapartida, ante la imagen de B., ciega y momtada en su caballo, serenamente deambulando  por el cerro en la noche cerrada?" M.I.L

En el monte espinoso del norte cordobés, la barba de chivo brilla en los cercos y sube por los churquis adornando el monte con unas plateadas cabelleras que relumbran a la luz de la luna. Las sierras suaves como los pechos de una diosa cobijan el imponente Cerro, antiguo guardián de los secretos indígenas y museo vivo de la pintura rupestre de aquellos pueblos que el conquistador exterminó. Bajo la luna se agita la brisa al paso del caballo y su andar va marcando un ritmo nocturno que invita a seguirlo. Un pájaro de ojos como linternas emerge bajo las patas del caballo aleteando y lo asusta. El camino es una brillante cinta que  atraviesa la noche. Unas guitarras alegres parecen guiar con su música el andar del animal que, atento, mueve las orejas hacia un lado y hacia otro mientras sube la empinada cuesta. El jinete va dejando atrás el monte adornado de luciérnagas. La pupila asombrada del animal rastrea la noche y después de una hora de marcha, por fin el jinete se detiene bajo un frondoso algarrobo. Un poco de luz escapa del almacén y dibuja sombras gigantes sobre la grupa del animal que da vueltas para no dejarse manear. El jinete le sujeta las patas delanteras con perfecta destreza. Sobre la media luna de luz que se dibuja en el polvoriento camino, surge una mujer menuda de cabello crespo y corto.  Sus ojos miran hacia un lugar inalcanzable, quien sabe. Ha dejado su montura en la tiniebla serrana y entra al almacén saludando en voz baja. No hay titubeo en su andar y los parroquianos la saludan y la invitan con cerveza. Ella permanece de pie hasta que una mano extendida le aproxima una silla y otra le coloca un vaso entre las suyas. Su rostro de rasgos marcados y pómulos salientes parece tallado en quebracho. Algunos sábados aparece en el almacén para estar con la gente y saber las noticias del pueblo. Más de una hora a caballo por el arenal, atravesando churcales y cañadones de más de tres metros y allí se sienta, como si nada.
Yo había alquilado una casa en las sierras para descansar y reponerme de la gran ciudad que olía a muerte. Eran años de crímenes y protestas. La interrupción del futuro era un hecho y sin la contrapartida de la reflexión sobre el pasado se respiraba un pánico cotidiano como si tuviéramos un destino inevitable. Con unción casi religiosa, yo trataba de desarmar la máquina del miedo en la bucólica serranía mientras trabajaba en un texto sobre el coraje. Había vivido una experiencia asustadora en la capital caminando más de media hora bajo las oscuras bóvedas electrificadas del subterráneo junto a cientos de personas siguiendo los rieles a tientas en una inequívoca demostración de la modernidad en una ciudad devastada. La grava crujiendo bajo millares de pisadas y las garras dmiedo ciñéndome las sienes porque sabía que un movimiento extraño podía desatar el pánico y morir todos aplastados o electrocutados en esa procesión hacia la muerte. Trenes sin mantenimiento, fruto de una deliberada decadencia, me habían empujado a ese viaje iniciático a las catacumbas de la ciudad. Todos abandonamos el túnel más frágiles que nunca, empequeñecidos por el pánico. Andar por ciudades sin ley es como jugar a la ruleta rusa con todas las balas puestas.
Ése era mi ánimo aquella noche cuando vi a la amazona sentarse en el mismo lugar donde muchos años atrás Yupanqui solía tocar la guitarra. La escuchaba reír, pero no oía lo que estaban conversando. No sabía gran cosa de ella. Sólo que era ciega y que vivía muy lejos del pueblo.
Yo debía regresar a la ciudad en pocos días más. El entretenimiento del lugar era tomar algo en el almacén antes de la cena y conversar. Mi rutina en el campo, muy sencilla. Me traían a caballo quesillo y  pan casero. Después del almuerzo iba al río y más tarde me sentaba a escribir o salía a andar subiendo el camino hasta llegar a un arroyo que surcaba la tierra roja. Las chicharras anunciaban el calor de la tarde. Mis miedos de ciudad estaban lejanos. De noche, bajo el esplendor de las estrellas, el cerro ampliaba las voces y subían a la luna canciones y voces del pueblo. Ese verano pensé en visitar a la amazona ciega, pero no sabía ir sola. Benedicta, que así se llama, era ciega de nacimiento y su casa está a más de una hora a caballo, en medio del monte. Vive sola y cría gallinas y animales. La oportunidad de hablar con ella apareció sin proponérmelo. Una noche sin luna, Benedicta golpeó las palmas en la tranquera de mi casa. La hice pasar. Su caballo quedó pastando en la oscuridad. Esa noche su rostro estaba liso como si las marcas de expresión se le hubieran borrado. Los ojos parecían saltar de sus marcadas órbitas huyendo oblicuos hacia el monte. El miedo se ha apoderado de ella, pensé. Los ojos ciegos amarilleaban bailando bajo unas cejas montunas como ella misma. De pie, con las piernas arqueadas y el rebenque en la mano, me impuso en voz baja:
-¡Tranque las puertas y las ventanas!
Le obedecí, mecánicamente. Cerré los postigos, apagué la luz y encendí un farol. Todavía aturdida por la orden, atiné a preguntarle:
-¿Qué le pasa? ¿Alguien la persigue?¿Y su caballo?
-Cierre con tranca. Mi caballo sabe volver pa´las casas.
-No se va a volver. Cerré la tranquera. Cuénteme  que es lo que le ocurre.
-Es un poco largo y no sé si podré.
-Inténtelo, repliqué.
-Usted sabe que soy ciega. Aquí todos lo saben. Ciega de nacimiento porque el finado, mi padre, era primo de mi madre, dicen. Me crié en el monte con mis hermanos. Ellos se fueron todos a la ciudad. Aunque soy ciega, algo veo, depende de los días. Nunca hablé de eso. Se lo  digo, porque yo no soy de tener miedo a nada. Yo ando por todos lados en mi caballo. Sé abrir todas las tranqueras y puertas de cimbra. Conozco las chacras y los barrancos. Paso por los arenales y sé cuando el río viene crecido. Pero vi algo y sé que todo ha cambiado.
No sabía de qué estaba hablando la amazona ciega, pero la fuerza de su voz y la luz que temblaba encerrada en el farol, me estremecían.
-Cálmese. ¿Qué es lo que ha visto?, pregunté.
-¿Usted tiene miedo?, y sus cuencas blancas se movían desafiantes.
-Un poco, para que la voy a engañar. Pero no hay problema, a esta casa no puede entrar nadie. Puede quedarse. Además, creo que tengo un arma en el cajón del peinador. Venga, voy a hacer algo de comer. Cuénteme qué pasa, qué vio.
Me siguió hasta la cocina con su rebenque colgando del puño. Yo cocinaba y ella hablaba bajito:
-A cinco leguas de aquí, dijo, para el lado de los pantanos, hay una casa atrás de la sierra donde vive un hombre muy rico. Tiene muchas vacas y ovejas. Donde se baja al cañadón que usan los animales para ir a beber al río hay unos cañaverales altos, allí se esconden las vacas del calor. A veces se me ha escapado algún ternero y he tenido que ir a buscarlo al cañadón. El campo no tiene alambrado y somos colindantes. El hombre tiene una sobrina muy guapa que hace todo en la casa. Dicen que el hombre echó a la madre de la chica para quedarse con ella. El hombre la crió para él. Pero nadie sabía si eso era cierto. Antes estaba la madre y los hermanos. El hombre dijo en el pueblo que se fueron a la ciudad a trabajar. Yo sé que el hombre  los echó. La sobrina siempre venía a mi casa a buscarhuevos, eso cuando todavía estaba la madre. A veces yo iba a visitarla pero el hombre no me dejaba llegar. Muchas veces me echó los perros. Dejé de ir y no la vi más, pero varias veces escuché a alguien pasar frente a mi casa y silbar. Hace unos días, yo andaba buscando mi caballo por el cañadón y cerca del pantano escuché un quejido como de un animal. Fui siguiendo el lamento abriéndome paso entre los churquis.
-¿Qué son los churquis?
-Son esos arbustos con espinas enormes que se entran en la carne y se quiebran dentro de la piel. Parecen dientes de fantasmas que ríen a carcajadas. En una hondonada del pantano, cerca del río, encontré a la chica llorando bajito. Estaba atada a un árbol con unas cuerdas de tiento. Alcancé a desatarla y la saqué de allí. Ella me guió para escondernos en una caverna que hay al pie de un cerrito. El tío la había atado porque quiso irse, me dijo. La llevé a una gruta que hay para arriba de la sierra porque el hombre es conocedor. Allí, seguro que no la iba a buscar porque es del lado del  norte. La chica está todavía muy herida y el viejo la anda buscando. Usted lo ha visto en el almacén. Un hombre alto y fuerte, de camisa azul. Estaba borracho tomando fernet al lado de la puerta. Dicen que es loco.
-No creo haberlo visto, dije tratando de recordar a alguien de camisa azul. 
-Aquí él no me va a encontrar porque sabe que yo no me quedo en casa de nadie. 
-¿Y qué quiere que yo haga?
-Que la ayude.
No se me ocurría qué podría hacer más que llamar a la policía. Pero sólo atiné a decir:
-¿Cómo?
-Yendo a buscarla y llevándola a la ciudad.
-Mañana veremos, ahora es tarde. Tenemos que comer algo y dormir. Mañana subiré a la sierra con usted.
Me desperté a la mañana con la sensación de haber soñado la conversación con la amazona, pero a mi lado estaba Benedicta sentada esperando mi despertar. Desayunamos y ella salió a buscar a su caballo. Yo no tenía montura para acompañarla así que pedí un caballo y salimos hacia el monte con un sol que empezaba a arder en la cabeza. Pensaba en lo que estaba escribiendo y en esta cabalgata que había comenzado con la confusa historia narrada por la ciega. El cuerpo me dolía por la cabalgata y el caballo trotaba atrás del de Benedicta hacía una hora. Pasamos por los pantanos, vadeamos un arroyo y fuimos a dar a unos altos cañadones. El cerro, espléndidamente rojo, se destacaba entre la serranía gris. En un recodo del río tomamos por un camino que daba a un caserío, era la casa de Benedicta. Dejamos los caballos atados en un tala y comenzamos a subir hasta la gruta. Parecía mentira ver a una ciega escalando un monte. Al llegar encontramos la gruta vacía y marcas en la piedra que no supe interpretar. En la parte superior de la gruta vi bellísimas pictografías de escenas de caza. Salí al sol enceguecida por la luz y sin saber qué hacer.
-Tenemos que encontrarla, dijo Benedicta.
-¿Adónde?
-Vamos a lo del viejo. Tiene que estar allí.
-Pero es peligroso. Mejor busquemos ayuda.
-No. El hombre es amigo de los políticos. Va a ser peor. Sígame y vaya diciéndome qué ve. Tenemos que tener cuidado.
-Benedicta, todavía no me ha dicho qué le contó la chica. Sería mejor que busquemos ayuda.
-Ahora no le puedo contar. Si quiere irse, váyase. Yo tengo que encontrar a la chica.
Sentí lo despreciable de mi cobardía ante el coraje de la ciega. Debo decir en mi descargo que yo no conocía a la chica, aunque sé que no es una buena excusa. El olor del campo me mareaba. Quería volver a la comodidad de mi casa pero comprendía que sola era imposible de modo que confesé con voz neutra:
-No sé irme sola, Benedicta e insisto en que hay que buscar ayuda.
La seguí. No tenía otra opción. Monte y  sierra se abrían delante de mi. Caminamos entre las piedras bajando hasta un vallecito y al pasar por una chacra de maíz  vimos la casa. Era grande y  bien cuidada. Parecía que no había nadie. Los perros ni se movieron cuando nos acercamos. Íbamos en silencio y yo apretaba la mano de Benedicta como si la ciega fuera yo. Revisamos los alrededores. Los caballos estaban sueltos. Nos decidimos a entrar en las habitaciones. Eran varias, una al lado de la otra. Encontramos camas tendidas, mesas y sillas dispuestas en un comedor amplio. Un florero con flores de tela. Todas las habitaciones estaban sin candado como si acabaran de ser usadas en un día como cualquier otro. Todo muy limpio. La última puerta que nos quedaba por abrir estaba cerrada con candado. Dimos la vuelta rodeando la casa para asomarnos a la ventanita que daba hacia el Norte. Benedicta me pedía que le dijera qué veía. La oscuridad del cuarto no me permitía ver mucho. Un zumbido de moscas me empezaba a marear. Con un palillo retiré parte de la cortinita que me impedía ver. Caí hacia atrás y golpeé la cabeza con algo duro, así dijo Benedicta cuando desperté. En ese momento me parecía estar escribiendo un cuento pero el zumbido de las moscas era real y uno de los perros, un cuzquito viejo, aullaba del otro lado del patio arañando la puerta del cuarto cerrado. Me asomé con dificultad y tuve que describirle a B. lo que estaba viendo. Ella, revoleando los ojos murmuraba:
-¿No dije yo que esto iba a terminar mal? ¿Qué el hombre estaba loco? Loco por ella, por la chica. Vea si no.
Vomité. El sol me perforaba el cráneo y las moscas que se posaban en los cadáveres venían a pegar algo de esa muerte pastosa en micronésimas partes sobre mi piel. Las moscas trasladaban el incesto en sus patas y mi estómago se doblaba. El amor vedado había unido a los amantes hasta la muerte. Las manos ensangrentadas del tío estaban marcadas en la pared blanca y ambos, tío y sobrina,  yacían juntos en el suelo de tierra como si fueran ya parte de ella. En la oscuridad parecía que se iban disolviendo en el fango amasado en sangre. El zumbido infernal de las moscas y el aullido del cuzco por todo acompañamiento. Los otros perros respondían al aullido y el desgarrador lamento subía cortando la tarde y golpeando las piedras.
-¡Jesús amado!, dijo Benedicta. -Tenemos que irnos.
Emprendimos el regreso en silencio por esos pedregales solitarios. Y me fui llevando aquellos rostros rígidos y solos conmigo. Cabalgaba por el monte como una sonámbula sin ver las sedosas enredaderas ni las verbenas que brillaban en la tarde. Cerca ya del pueblo, Benedicta acercó su caballo al mío y me dijo con su voz pausada:
-El hombre los mató, créame. Yo escuché los gritos. Él los mató.
Mi cabeza estallaba. Una vez más el miedo se apoderó de mi. La confesión me había destrozado. Entonces el tío no era el muerto y los amantes estaban enlazados en un abrazo eterno ¿Quién era el muerto? ¿Sería posible que Benedicta no fuese ciega? ¿Sería todo una patraña? ¿Podría escribir sobre el coraje después de haber vivido semejante experiencia? Agotada y sin fuerzas, me recosté y dormí. Soñé que escribía un cuento donde había un hombre muerto que se llamaba Nicanor.



Gabriela Carrera

Volver a verte 
                                                           Gabriela Carrera

Se encontraba en el andén bien temprano. Hasta donde recordaba llegaba tarde a todos lados. La ansiedad del encuentro, aceleró sus pasos desde la noche anterior.
Puso un par de prendas y algunas pertenencias en un bolso, le temblaban las manos de solo pensar que volverían a encontrarse.
Encendió un cigarrillo esperando que la bocanada de humo le ingresara en el cuerpo y lograra tranquilizarla. Sólo consiguió ardor en la garganta y un poco de tos. Se maldijo. Había prometido acabar con ese mal hábito, algunas veces lo conseguía. La abstinencia sucumbió en el momento que recibió su llamado.
Revisó la cartera por milésima vez, ese ritual la dejaba tranquila, olvidarse alguna cosa la inquietaba. Pasaje, documentos, dinero, maquillaje, cigarrillos. Si, por la dudas llevaría. No sabía si todavía  fumaba, habían pasado muchos años.
Se introdujo en la tina y sumergió su humanidad, esperando que el agua ahogara la culpa, el deseo y la tristeza. Se encontraba sola. Preparó la cena, liviana. Una copa de vino, un par de capítulos de la novela que estaba leyendo y se metió a la cama, consiguió desarmarla, porque conciliar el sueño no pudo. Cerró los ojos y recordó la última vez que había estado entre sus brazos. Sus caricias, el aliento tibio de su boca detrás de las orejas, recitando poemas de amor inventados. La mano pesada sobre sus muslos, la transpiración de ambos humedeciendo las sábanas. En ese cuarto de hotel se dijeron adiós. Su empleo lo llevaba al extranjero.
No se permitía pensar demasiado en él, su recuerdo la ponía melancólica. Cuando algún perfume le sacudía los sentidos, recordaba como la miraba. De los amores que supo tener y de los cuales aprendió el arte de amar y ser amada, siempre extrañó esa mirada.
Una hora en tren hasta el puerto, allí embarcaría a Colonia. Un par de llamadas a la oficina, para dejar todo organizado. Su mamá preguntando si iría el fin de semana a comer. Una excusa. Y la promesa de ir en cuanto tenga un tiempo libre. Llamó a Inés, la contestadora facilitó la agonía de contarle donde iba. Cruzo el charco, vamos a vernos, vuelvo y te cuento.
El amor nacido en la clandestinidad está condenado a morir, le dijo en aquel momento entre copas y lágrimas. Esa noche se contaron todas sus tristezas y los deseos más profundos.
Apagó el celular que fue a dar al fondo de la cartera.
Apoyada en la baranda, observó cómo se alejaba de Buenos Aires, la sirena del buque anunciaba la partida. Hora de tomar un trago. No quería pensar que iba a pasar dentro de unas horas.              
Se observó en el espejo, mientras retocaba el maquillaje, las huellas del tiempo le fueron dejando en el rostro, en el cuerpo, en el alma.
Pasando la puerta principal, a la izquierda y detrás de una rosa, la estaba esperando. Apuró el paso. Se fundieron en un abrazo, ésos que te acomodan el cuerpo mal trecho. Se besaron con pasión, recordaba el sabor de su boca, la suavidad de sus labios y la firmeza de sus manos.  La estrechó contra su pecho, con los ojos cerrados, el palpitar acelerado y con voz entrecortada le dijo “Te extrañé tanto”. Le acercó la cabeza hacia su  boca y le besó la frente.
Salieron en el auto, los esperaba la ciudad vieja, el faro, el empedrado, el re encuentro.
A orillas del río fueron a almorzar, entre bocados y risas, se contaron que habían hecho de sus vidas. En qué ocupaban su tiempo libre, qué música estaban escuchando, cómo es la ciudad donde estaban viviendo, qué amores pasaron, cuáles habían quedado. Saciaron el hambre con manjares soñados y embriagaron la tarde con el mejor de los vinos. Caminaron descalzos a orillas del río. Jugaron a descubrir tesoros en el mercado de pulgas. Y en la calle de los suspiros encontraron aquellos que fueron con sólo cruzar las miradas. Debajo del sauce se besaron.
Como dos adolescentes que buscan descubrir el amor, rodeados de velas y aromas que juntos creaban, recorrieron cada centímetro sus cuerpos. Buscando a ciegas fundirse, extraviarse y encontrarse en rituales aprendidos de otros tiempos. Sin la urgencia que los dominaba en la juventud, con  las ganas del presente aquel amor antiguo hoy estaba en ese cuarto entregado al placer. La luz de los últimos leños en la chimenea caía sobre sus cuerpos brillantes, húmedos. Tendidos en la cama entre almohadas y mantas tibias desordenadas, sus manos se exploraron nuevamente perdiendo la frontera, ninguno de los dos supo dónde terminaba él, dónde comenzaba ella. Extasiados después de hacer el amor encendieron un  cigarrillo.
Ahí estaban, después de tantos años, regalándose el placer de estar juntos, por un rato. Entendieron que debía ser así, por un rato, para resguardar del gris que la rutina tiñe lo cotidiano. Con las primeras luces del nuevo día volvieron a sumergirse al goce. Cuando dos almas se enlazan sin pensar en mañana, vuelan en libertad.


La despedida fue breve, sin promesas. Sabían que volverían a encontrarse.

Celia Elena Martínez


DESDE LO ALTO 
Celia Elena Martínez


Eran años diferentes, vivía en la tranquilidad de que nadie quería dañarme, veía el desierto florido, desde allí podía avistarlo, bajo el atrapado sol, por las nubes bajas casi negras que anunciaban el frío de una nevada.
El intimidante vuelo del cóndor con sus alas desplegadas en una enorme envergadura, me daba la fuerza de ser el rey de la montaña. 
Allá, arriba en el majestuoso Aconcagua danzaba, Yo, el Cóndor el pájaro más grande de los Andes  solemnes  que adoraban los indios,  era  el Dios de las alturas. 
No se permitían atacarme, y danzaban en la tierra baja como yo,  con plumas en los brazos de algún pobre ñandú a quien habían quitado su cola pero no lo habían sacrificado. Sólo cuando necesitaban alimento mataban uno. 
El floreo del ave gigantesco y los hombres podía perdurar horas mientras había luz 
Después me escondía en las cuevas de  piedra ya a descansar, había cazado por la mañana para comer antes de la noche  y ellos caían rendidos en sus chozas.
Todo hasta que llegó el feroz hombre. Arrasó con toda alma viviente, animales y porque no, las familias de cóndores.
Nos fueron diezmando, a los aborígenes y a nosotros. Treparon las alturas y llegaron . 
Nativos quedan unos pocos que viven en reservas y ahora tratan de remediar el mal hecho.   
Los animales, quedamos escasos en vía de extinción .
Los humanos despóticos que se dicen civilizados, han hecho demasiado daño que ya no se puede enmendar.
Sigo desde lo alto sobrevolando con mis alas abiertas bajando como esos otros pájaros de acero surcando los Andes infinitos a quienes no pudieron quebrar.




Rubén Amato


A tientas 
Rubén Amato

Hay cosas que nos las ves hasta que se corta la luz. Ahí es cuando aparecen los detalles, lo que jamás viste, las imperfecciones de la vida. Lo que solo se hace visible en la penumbra obligada a la que nos enfrentan las velas, o lo que queda de ellas. Esos pedazos de velas, ya usadas, que siempre están en el fondo de los cajones del bajo mesada (y recién ahí te arrepentís de no haber comprado veinte paquetes más) Ya que la linternita con luz alógena que le vendieron en el tren no la podes encontrar en el placard.
Esa noche todos empezamos a andar a tientas. Y lo más extraordinario ocurre en la semi – ceguera que provocan las empresas de luz. Poner la mesa después de pincharnos bastante con los tenedores y rasparnos con los tramontina y comer a media luz, pero sin romanticismo. La radio portátil, que de casualidad tiene pilas nuevas, suplanta al televisor que, al estar apagado, en su pantalla refleja una imagen fantasmal de todos nosotros, desintoxicados por una noche de tanta idiotez.
El vaivén de luces y sombras que danzan en el movimiento que provocan las velas aminora la velocidad que traíamos, nos convierte en espectros y resalta las imperfecciones de pintura, las tapas de enchufes, y los revoques.
Mientras no se corta la luz, creemos ver y saber cómo somos a partir de los deterioros de la casa. Se aprende a caminar de nuevo por los ambientes hoy desconocidos y se descubre que los muebles estuvieron siempre en otro lugar, y que hace tiempo que aprovechan la oscuridad para moverse por milímetros jugando un jueguito perverso del que no se conocen las reglas.
Eso sí, por unas cuantas horas, aquella noche nos conectamos de otra manera. Nos volvimos a escuchar. Nos reímos de las anécdotas que antes no soportábamos, nos reímos de nuestras torpezas. Nos tratábamos mejor así, sin vernos, porque curiosamente nos alejábamos, paradójicamente, de nuestras más profundas oscuridades.


Y… por otras cuantas noches recordábamos con cierta nostalgia aquella noche tan, pero tan “luminosa”.