La marca del zorro
Carlos Margiotta
Era
lo que venía buscando hacía tiempo. Las dimensiones del local lo conformaban,
ideal para instalar el depósito de papel en una zona céntrica. Ahora descansaría
del largo viaje cotidiano por el gran Buenos Aires y tendría mayores
condiciones de seguridad. En los últimos meses había sufrido varios asaltos y
en uno de ellos lo habían golpeado; todavía le dolían las costillas. Además,
quedaba cerca de su casa, del otro lado del parque Centenario. Dejaría el auto
en el garaje para siempre e iría caminado a trabajar olvidando los
interminables años de corretaje para una empresa distribuidora de papel. Tenía
la experiencia suficiente y las relaciones necesarias para emprender el nuevo
negocio con éxito, pensaba, mientras observaba el interior del local con
detenimiento y calculaba los gastos para ponerlo en condiciones. De alguna
manera quería borrar todo vestigio del pasado y empezar una nueva vida.
La
puerta de entrada era de metal y vidrio, con tres hojas corredizas que ocupaban
todo el frente. Allí podrían pasar los vehículos para cargar y descargar las
enormes resmas de papel. El primer salón era lo suficientemente amplio como
para recibir clientes, con dos baños sobre una pared lateral y una pequeña
habitación sobre el otro costado con una ventanilla que se encontraba debajo de
la escalera que llevaba al piso superior. Más adelante, detrás de una gran
cortina de lona verde, estaba la gran superficie que necesitaba para acomodar
la mercadería. Cuando caminó hacia la pared del fondo del salón sintió un
pequeño declive debajo de sus pasos. Medianeras muy altas, piso de baldosas,
techo metálico a dos aguas y sobre éste le llamó la atención un sobre trecho
pequeño y vidrioso que aparentemente se deslizaba sobre dos rieles en el centro
del salón. El sol se desplomaba a través de un cono virtual reflejándose en el
piso lustrado. ¡Sí, lo alquilo! y recordó a su madre abriendo las ventanas de
la casa hasta que anocheciera, como si la luz la hiciera revivir y curarse de
la enfermedad.
El
agente inmobiliario lo llevó al primer piso por una escalera de cemento que se
comunicaba por una puerta al exterior y por otra al interior del salón. Éste
era mucho más pequeño, como un balcón terraza que desembocaba sobre la planta
baja por anchos escalones. Por la gran ventana del frente miró la avenida Díaz
Vélez y un bar en la esquina de la calle Gascón. Preguntó por el cuartito que
obstruía el paso entre las dos paredes laterales y supo que en el lugar había
un cine de barrio. Allí terminó de decidirse. Dejó una reserva al hombre de la
inmobiliaria y arregló la cita del próximo encuentro.
Cruzó
la avenida y entró al bar de la esquina. El sueño de trabajar por cuenta propia
era una realidad, lo había deseado durante mucho tiempo. Alquilaría el metro
cúbico para guardar papel, mucha gente del gremio necesitaba más espacio y él
podría satisfacer sus demandas. Lo esperaba una vejez tranquila para disfrutar
de aquellos placeres tantas veces postergados. Se quedó un rato mirando
mansamente el frente del edificio y repasó mentalmente los pasos a seguir. Una
vez abierto llamaría a la clientela para ofrecerles el servicio. Prendió un
cigarrillo y desde el ventanal del bar siguió mirando como si el local lo
hubiera elegido a él para habitarlo. Entre las serpentinas de humo vio pasar un
tranvía sobre la avenida Independencia y la fachada del cine Perla en el barrio
de su infancia. Vio una fila de chicos entrando a la matinée un día martes y los
afiches anunciando tres películas de aventuras. Vio su rostro en uno de los
pibes con un sanguche en el bolsillo de su abrigo,
A
la semana siguiente los obreros estaban trabajando en el lugar, mientras él
dedicaba su tiempo para conocer metro por metro el local, tratando de
reconstruir las imágenes sugeridas por el viejo cine. Una mañana subió al techo
por un acceso que se encontraba en la cabina de proyección y descubrió el motor
eléctrico oxidado que movía el corredizo sobre las vías por donde se deslizaba,
y lo hizo arreglar. Puso los cartelitos “Damas” y “Caballeros” en cada uno de
los baños de planta baja y en la puerta de calle no se animó a colgar el cartel
“Continuado”. A la pared del fondo la hizo pintar de color blanco para imitar a
una gran pantalla.
Su
curiosidad lo llevó a preguntar a los vecinos por la historia del local, pero
obtuvo pocas respuestas. El que más datos aportó fue el sastre que arreglaba
ropa en la vereda de enfrente. “Se llamaba Albeniz. Cerró cuando se empezaron a
vender muchos televisores”, dijo. “El dueño murió y los hijos vendieron”,
escuchó de un hombre mayor que repartía diarios. Imaginó poner la oficina en el
viejo pullman, el despacho y control de mercadería en la piecita de la
boletería, y en la platea estaría el depósito propiamente dicho con un ancho
pasillo en el medio del salón. A pesar de los contratiempos que se presentaron
mientras duró la apertura del negocio y
las ansiedades que generaron la realización del proyecto, él sentía una
extraña comodidad como si un lejano vínculo los uniera.
Al
principio la actividad comercial era escasa y sólo necesitaba de un ayudante
para las tareas cotidianas; más adelante, si hiciera falta, emplearía a otra
persona. Por las tardes, sentado en el sillón de su oficina miraba alternativamente
la calle y el depósito de la planta baja como un pájaro sobre una rama en la
quietud de la siesta, y se quedaba dormido. Una tarde escuchó los disparos de
un revólver y creyó ver en la pared hecha pantalla a dos pistoleros en pleno
duelo, pero no se sobresaltó. Otra vez aparecieron sobre el piso unos
envoltorios de caramelos Sugus y otros plateados de chocolatines. También vio
al pibe, cuyo rostro se parecía al suyo, corriendo por las escaleras hacia el
pullman. En algún lugar perdido de su memoria él sabía que esto iba ocurrir.
¿No era lo que andaba buscando?
Ir
al cine es como ir a un sueño. A un sueño a donde todos los días ingresaba para
dejar que sus deseos de celuloide se proyectaran sobre una pantalla interior. A
un sueño donde dejaría que los olores de la inocencia regresaran sin censura y
le siguieran contando que los malos pierden y son castigados, y los buenos
siempre ganan y se quedan con la muchachita. Como una película mal compaginada
donde las imágenes de ayer y de hoy se mezclaran igual que un mazo de naipes
sin importarle cual era la verdadera. Volvió a ver El Halcón y la Flecha al
lado de Marta, su compañerita de la escuela que asustada le apretaba el brazo.
La Diligencia, para después matar a los indios que lo perseguían en el empedrado
de la calle Rincón junto a Oscar y Rubén. El pirata Hidalgo, para colgarse de
la baranda que cercaba la azotea, mientras su madre tendía la ropa. Las
aventuras de Fumanchú, Sucesos Argentinos, el abuelo Tatón, garrapiñadas, Jim
de la Selva, el noticiero No-Do, la señorita Ester, la primera comunión, Los
hermanos Corso, los únicos privilegiados son los niños.
Sonó
el timbre y bajó para abrir la puerta de calle. Era un hombre de cabellos
blancos acompañado por un chico.
-Perdone
que lo moleste, quisiera pedirle un favor. Vengo con mi nieto para mostrarle el
lugar donde trabajé hace mucho tiempo de acomodador.
Los
hizo pasar. Él sabía que iban a venir. Los tres caminaron lentamente por el
declive. El hombre empezó a contar sus anécdotas y el chico, con los ojos
asombrados, a hacerle preguntas. “Ese techo se corría en las noches de verano
para refrescar el salón y se veían las estrellas”. “Muchas veces, las madres
dejaban a sus chicos y me pedían que los cuidara a cambio de una propina”.
En
un momento de la recorrida se sentaron en las tres butacas que había comprado
en una casa de muebles usados. Las luces se fueron apagando una a una y en el
silencio se escuchó girar el rollo de película que yacía en la máquina de
proyección. Sobre la pantalla, en blanco y negro, vio la figura de Tyrone Power
con un antifaz, lanzando su espada contra una viga de madera que sostenía el
techo. Vio una zeta cruzando como un recuerdo y sobre las palabras que
anunciaban La marca del Zorro.