miércoles, 20 de febrero de 2019

Carlos Margiotta


Escribimos para ser leídos  
Carlos Margiotta

El escritor escribe sobre los restos, sobre los desechos
olvidados de la experiencia humana, sobre los fragmentos dispersos de su mundo interno, e indaga sobre ellos para unirlos y transformarlos en una obra literaria.

El escritor es una persona que escribe no sólo con la pluma sino con sus entrañas.

El escritor es como un ciruja que busca palabras perdidas. Palabras que nunca encintrará porque se han perdido para siempre como el ayer.

El escritor no crea, recrea imágenes, sentimientos y pensamientos que han sido inscriptos en el inconsciente desde el origen histórico del genero humano.

En el proceso de creación literaria, primero hay que dejar escribir a la mano libremente, permitir que fluyan sin censura las ideas y las imágenes que uno quiere mostrar. Después hay que dejarlas reposar sobre el papel y finalmente analizarlas y corregirlas.

Cuando uno se siente invadido por un sentimiento muy fuerte e intenso no es posible encontrar las palabras adecuadas para expresarlo. Es necesario dejar morir lo que se siente pararevivirlos después y escribirlo.

La literatura es ficción y cuando esta bien escrita parece una realidad objetiva. Lo contrario ocurre si miramos la realidad cotidiana de los argentinos donde la realidad es tan
increíble que parece ficción.

La literatura es la otra realidad, o mejor dicho la anti-realidad de la realidad misma.
La realidad no se escribe, se vive y el escritor escribe como vive.

Escribir no es sólo una vocación, o un oficio, es por sobretodo un destino.

Toda obra literaria tiene algo de autobiografía, que así como la desconoce, la cuenta.
Escribir es sacar a pasear los propios fantasmas para que jueguen sobre el papel
disfrazados de palabras.

Después se encontrarán con los fantasmas del lector donde volverán a escribirse.
Cuando uno encuentra a un personaje, éste se independiza de su creador para terminar
llevándolo de la mano.
La literatura y la poesía no se entienden sólo desde la inteligencia sino desde
el corazón.

La diferencia entre la literatura y la poesía consiste en que la primera nace después del
lenguaje y la segunda mucho antes.

No hay que tomarse en serio lo que uno escribe sino la literatura es sí misma.
Un escritor no debe preocuparse por el tiempo que esta sin escribir, un escritor
escribe siempre.

Cuando más zonas oscuras y huecos haya en un relato, más puede imaginarse el lector.
La lectura tiene que ver con el placer. Escribir con el sufrimiento de crear.
Los escritores son grandes tímidos y mejores mentirosos.

Mis padres me regalaron un estuche con cien palabras para sobrevivir, decía el texto
dorado escrito sobre la cubierta, y las guardé. Cuando terminé de aprenderlas me di cuenta que nunca me alcanzarían para decir lo que quería decir.

Para la mirada de un escritor cada hecho cotidiano, simple e intrascendente, contiene una historia que puja por ser contada.

Dicen que una imagen vale más que mil palabras, sin embargo la palabra mamá
incluye infinitas imágenes

Los escritores son libres cuando escriben frente al papel. En ese lugar pueden transformar la realidad en sueños y estos en la realidad.

Escribir es detener el mundo entre paréntesis, y uno está afuera del mundo, sin hambre, sin sed, sin necesidades. Sólo existe una compulsión de palabras que brotan para ser elegidas.

No escribo para comunicarme, ni para contribuir a la cultura nacional, tampoco lo hago para trascender ni ser reconocido.

No guardo mis escritos en un cajón para que descanse en mi narcisismo. Escribir es  exponerse a la crítica de los otros. Solo escribo para ser leído.

No me importa si lo que escribo es bueno ni malo, sólo escribo porque me gusta.

El escritor se mueve en una incertidumbre que le agota los nervios hasta que se encuentra con las palabras adecuadas que lo albergaran, sólo esas palabras y ninguna otras.

Si no podemos escribir sobre el amor sin haber amado, ni sobre el odio sin haber odiado, ni de la muerte sin haber muerto, entonces podemos imaginarlo.

Tengo la impresión de que todo ha sido escrito y por lo tanto abandono la tarea de escribir, pero al mismo tiempo creo que nada ha sido dicho, y me pongo a escribirlo.

Siempre escribimos sobre el mismo tema y contamos lo mismo de diferentes maneras en una eterna reiteración.

Cuando sentimos que las palabras nos cansan o nos aburren, lo mejor es no escribir nada.
Las palabras aparecen en un lugar casi sagrado que existe entre el cuerpo y el alma, por eso no escribimos sólo con el intelecto ni sólo con el corazón. Escribimos con las entrañas.

A veces sabemos por donde empezar un relato, o por donde terminarlo, otras veces
tenemos frases sueltas alrededor de las cuales construimos una historia.

Escritor, no hay palabras. Se hace palabra al andar.

Hay palabras que nos marcaron con un trazo en la piel, son los trazos a los que siempre volvemos buscando nuestras propias huellas.

Las palabras dicen y callan, muestran y ocultan, curan y enferman, son contenido y
continente, son una y ambas.

Ester Vallbona


De príncipes y princesas 

Ester Vallbona


10:00 de la mañana. Imagino a mi princesa, despierta quizá no hará mucho, arrastrando sus cansados pies hasta el lavabo y, asomada al espejo, preguntándole a su rostro fatigado por qué narices se dejaría convencer para quedar con el aprendiz de príncipe. No, este príncipe no lo va a tener nada fácil. Sobre todo, porque ella no está demasiado por la labor. Y es que los cuentos ya no son lo que eran. Las princesas de hoy ya no creen en príncipes azules. Ya no suspiran por ser rescatadas de las garras de dragones por aguerridos caballeros de armaduras relucientes. Ya no tejen bordados esperando pacientemente a ser desposadas. Las princesas de hoy, como mi princesa, saben muy bien lo que quieren. Saben que hay mucho sapo suelto, disfrazado de príncipe, que seguirá siendo sapo tras el primer y último beso. Por eso están bien solas, tranquilas, dueñas y señoras de su castillo y de su vida, aunque de vez en cuando sientan una punzada de soledad. 11:15 Seguramente, ahora, el aprendiz de príncipe, comido de nervios, ensayará una y otra vez su mejor perfil, su postura más varonil, y repasará mentalmente el listado de temas más o menos ocurrentes con los que confía llamar la atención de la princesa. Rebuscará en su memoria anécdotas divertidas que le hagan quedar bien y, si es necesario, no reparará en adornarlas con retazos de su propia cosecha. Por supuesto, no descuidará lo más importante: sacar brillo a su montura, que hay que dar buena impresión… Lo que, sin duda, no imagina es que mi princesa no es como las demás. A ella no la encandilan los supuestos héroes con su retahíla de grandes hazañas, sino las pequeñas gestas de esos héroes anónimos que, día tras día, dan lo mejor de sí sin pedir nada a cambio. No la deslumbran los lujosos corceles, le basta un paseo a pie que le permita disfrutar de esos pequeños placeres que suelen pasar inadvertidos a la mayoría, la sonrisa de un niño, el sutil e inesperado aroma de una flor o el dulce y azucarado de una pastelería, una curiosa forma en la nube que se disipa, el aleteo travieso de dos pájaros, la curiosa disposición de colores de la ropa tendida en un balcón, un acorde misterioso mecido por el viento… Y entonces, sólo entonces, puede que él tenga la suerte de verla emocionarse, la mirada perdida, e incluso se haga la ilusión de que ha tenido algo que ver en ello y que todo va viento en popa, y puede que hasta se atreva a comentarle algo al respecto, pero lo que ignora es que, en ese instante, ella ya no lo ve ni lo escucha, su atención hace rato que voló muy lejos, en busca de la persona con quien le gustaría compartir realmente ese momento.


AMATO



POEMAS AMATO



LA LUNA LLENA

La luna llena
es un espectáculo
menor mi querida
se beberían colgar
en noches como esta
del cielo
el fresco oasis
( con todo respeto )
de sus enormes senos
casi a punto de
escaparse de su escote
pero...
con sumo cuidado
ya que habrá entonces
tres lunas en lugar de una
repletas de leche
para lascivos poetas
para zonzos enamorados
ambos...
maltrechos en amores
y andaremos por ahi
sobrealimentados
de deseos no consumados

LLUEVE

Llueve
una lluvia abril tardía
invade tu pensamiento
humedece cualquier proyecto
no podes no hablar de ella...
de tan insistente
por tan... pero tan...
             ...implacable
recuerdo aquella otra
manera de llover
la lluvia de la bohemia
que humedecia apenas
aquellas ideas locas
de libertades desatadas
sin llegar a empapar
lluvia que emborracha
los oídos de los amantes
los refriega de amares
que inunda las plantas del patio
agua fresca aguas de otoño
que limpia los dolores del alma

MIRA VOS

Mira vos
en lo que me he convertido
en un montón de penas
sin llorar todavía
en unas pocas alegrías
que no se ni disfrutar
y mira vos
acá me tenes
para convertir cada tristeza
en una oportunidad
de ver y hacer todo
lo que este a mano para reír
y contagiar/las formas
de que vos
me acompañes en la risa
ya que sin ella
me voy secando
como maceta sin riego
como niño sin paseo
como  obra sin aplauso
así que ...
mira vos
en lo que nos han convertido
en algo parecido a un robot
que si se descuida
o si se distrae
paulatinamente va a
                  ir olvidando/se
de un sólo verbo:
"necesitar".

Gabriela Carrera



...Y ya no estés 
Gabriela Carrera

Decenas de barriletes colgando de los cables, las latas de tomate quedaran en las alacenas, los perros ladraran sin voz para no despertar a los niños dormidos, el cielo se habrá quedado sin estrellas, un río de lava avanza hacia una pequeña población , el verano agotará el calor esperando al otoño, las calles grises  perderán el rumbo, permanecen inmóviles en las terrazas las ropas tendidas esperando el viento, la historia se escribe con ritmo vertiginoso y nadie se pone colorado por tantos atropellos , arcos sin goles, los anillos de Saturno son los restos fósiles de una luna de hielo que giran en espiral,  ojos sin miradas, poetas sin musas, capas de Súper héroes guardadas en baúles, agujas sin tejido, mercados persas sin camellos ni mendigos, zaguanes sin besos, la luna perdió el horizonte y no sabe por dónde comenzar a asomar, las brujas encienden los calderos preparando pócimas para detener el hechizo, el destituido dictador cuenta sus lunares tras las rejas, alguien pide permiso a la Pachamama para desenterrar al diablo, los platos sucios en la cocina llena de moscas, mares enteros sin olas para surfear. Cuando caiga la noche y ya no estés.

Guy de Maupassant




                                                              Pierrot  
                                              Guy de Maupassant

 La señora Lefèvre era una dama pueblerina, una viuda, una de esas semicampesinas de lazos y sombreros adornados, una de esas personas que cecean, que adoptan en público aires de grandeza y ocultan un alma de bruta pretenciosa bajo un exterior cómico y abigarrado, como disimulan sus gruesas manos enrojecidas bajo guantes de seda. Tenía como sirvienta a una animosa campesina muy simple, llamada Rose. Las dos mujeres vivían en una casita de postigos verdes, junto a una carretera, en Normandía, en el centro de la región de Caux. Delante de la casa poseían un estrecho jardín en el que cultivaban algunas hortalizas.
Y sucedió que una noche les robaron una docena de cebollas. Tan pronto como Rose se percató del robo, corrió a avisar a la señora, que bajó en refajo. Fue una desolación y un terror. ¡Habían robado a la señora Lefèvre! Luego alguien robaba en el pueblo, y podía regresar. Y las dos mujeres, azoradas, contemplaban las huellas de los pasos, comentaban, suponían cómo debían haberse desarrollado los hechos: «Mire, han pasado por ahí. Han puesto los pies sobre el muro; han saltado al bancal.» Y se asustaban pensando en el porvenir. ¡Cómo iban a dormir tranquilas a partir de ahora! El asunto del robo se difundió por la zona. Los vecinos llegaron, constataron, discutieron a su vez; y las dos mujeres explicaban a cada recién llegado sus observaciones e ideas.
Un agricultor vecino les sugirió: «Deberían tener un perro.» Es verdad; deberían tener un perro, aunque no fuera nada más que para que les avisara. No un perro grande ¡no, por Dios! ¿Qué iban a hacer ellas con un perro grande? Sólo en comida las arruinaría. Pero sí un perro pequeño (en Normandía se les llama quin) un pequeño quin que ladrara. Cuando todos se marcharon, la señora Lefèvre analizó detenidamente la idea del perro. Después de reflexionar, ponía mil objeciones, aterrorizada al pensar en una escudilla llena de comida; pues era de esa raza parsimoniosa de señoras del campo que llevan siempre algunos céntimos en el bolsillo para poder dar limosna ostensiblemente a los pobres de los caminos y dar en las colectas del domingo. Rose, que adoraba a los animales, expuso sus razones y las defendió con astucia. Por lo que quedó decidido que tendrían un perro, un perro muy pequeño. Se pusieron a buscarlo, pero sólo encontraban perros grandes, que comían hasta hacer temblar. El tendero de Rolleville tenía uno, pequeño; pero exigía que se le pagaran dos francos para cubrir los gastos de la crianza. La señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta a alimentar a un quin pero que no lo compraría. Y el panadero, que estaba al corriente del asunto, trajo una mañana en su coche a un extraño animal amarillo, casi sin patas, con cuerpo de cocodrilo, cabeza de zorro y una cola en trompeta, un verdadero penacho, tan grande como todo el resto del cuerpo. Uno de sus clientes quería deshacerse de él. La señora Lefèvre encontró muy hermoso a aquel perrillo inmundo, sobre todo porque no le costaba nada. Rose lo besó y luego preguntó cómo lo llamaban. El panadero contestó: «Pierrot.»
Lo instalaron en una antigua caja de jabón, y le ofrecieron agua para beber. Luego le presentaron un trozo de pan. Se lo comió. La señora Lefèvre, inquieta, tuvo una idea: «Cuando esté bien acostumbrado a la casa, lo dejaremos suelto. Así encontrará qué comer merodeando por el pueblo.» Lo soltaron, en efecto, lo que no impidió en absoluto que estuviera hambriento. Además, sólo ladraba para reclamar su comida; y en ese caso, ladraba con gran insistencia. Todo el mundo podía entrar en el huerto. Pierrot acudía a acariciar a cada recién llegado y permanecía mudo. Pese a todo, la señora Lefèvre se había acostumbrado a él. Incluso había llegado a quererlo y a darle de su mano, de vez en cuando, trocitos de pan mojados en la salsa del guiso. Pero no se le había ocurrido pensar en el impuesto que debería abonar por el animal, y cuando le reclamaron ocho francos -¡ocho francos, señora!- por esa birria de quien que ni siquiera ladraba, a punto estuvo de desmayarse de la impresión.
Y decidieron de inmediato que debían deshacerse de Pierrot. Nadie lo quiso. Todos los habitantes, a diez leguas a la redonda, lo rechazaron. Entonces, a falta de mejor solución, resolvieron que le harían «piquer du mas». «Piquer du mas», «comer marga». Se les hacía «piquer du mas» a los perros de los que sus amos querían deshacerse. En mitad de una amplia llanura, se veía una especie de choza o más bien, un pequeño techo de paja, colocado sobre el suelo. Era la entrada al margal. Un pozo, completamente perpendicular, se introduce hasta veinte metros bajo tierra, para desembocar en una serie de largas galerías de mina. Sólo bajan a esta cantera una vez al año, en la época en la que se abonan las tierras con marga. El resto del tiempo sirve de cementerio para los perros condenados; y con frecuencia, cuando se pasa cerca de aquel agujero, llegan hasta los oídos del caminante alaridos quejumbrosos, ladridos furiosos o desesperados, llamadas lamentables. Los perros de los cazadores y de los pastores huyen despavoridos de los alrededores de ese agujero que gime; y, cuando alguien se inclina sobre él, percibe un repugnante hedor de podredumbre. Allí se desarrollan terribles dramas en la oscuridad. Cuando un animal agoniza después de diez o doce días en el interior, alimentado por los restos inmundos de sus predecesores, un nuevo animal, más grueso, más fuerte sin duda, es lanzado de repente. Allí se encuentran los dos, solos, hambrientos, con los ojos brillantes. Se miran, se persiguen, dudan, ansiosos. Pero el hambre los apremia; se atacan, luchan durante mucho tiempo encarnizadamente; y el más fuerte se come al más débil, lo devora vivo.
Cuando estuvo decidido que le harían «piquer du mas» a Pierrot, buscaron un ejecutor. El picapedrero que binaba la carretera pidió cincuenta céntimos por hacerlo. Eso le pareció locamente exagerado a la señora Lefèvre. El peón del vecino se contentaba con veinticinco; pero aún era demasiado; y como Rose había hecho observar que más valía que ellas mismas lo llevaran, porque así no lo maltratarían por el camino y no le harían sospechar al animal lo que le esperaba, decidieron que lo harían las dos, al atardecer. Esa tarde le ofrecieron una buena sopa con un dedo de mantequilla. Se tragó hasta la última gota; y cuando removía la cola de alegría, Rose lo cogió y lo envolvió en su mandil. Iban dando zancadas, como merodeadoras, a través de la llanura. Pronto vieron el margal y llegaron a él; la señora Lefèvre se inclinó para escuchar si no gemía ningún animal. -No- no había ninguno; Pierrot estaría solo. Entonces Rose, que lloraba, lo besó y lo lanzó al agujero; las dos se inclinaron con el oído atento. Primero oyeron un ruido sordo; luego el lamento agudo y desgarrador de un animal herido, luego una sucesión de pequeños gritos de dolor, luego llamadas desesperadas, súplicas de perro que imploraba, con la cabeza levantada hacia la abertura. Ladraba , ¡oh! ¡cómo ladraba! Sintieron remordimientos, pavor, miedo inexplicable y loco, y escaparon corriendo. Como Rose iba más rápida, la señora Lefèvre le gritaba: «¡Espéreme, Rose, espéreme!»
Pasó la noche en medio de horribles pesadillas. La señora Lefèvre soñó que se sentaba a la mesa para comer, y que, al destapar la sopera, aparecía Pierrot dentro, que se lanzaba hacia ella y le mordía la nariz. Se despertó y creyó oírlo ladrar. Prestó atención; se había equivocado. Se durmió de nuevo y, en sueños, se encontró en una amplia carretera, una carretera interminable. De pronto, en mitad del camino, vio una cesta, una gran cesta de campesino abandonada que le infundía miedo. Terminaba, no obstante, por abrirla, y Pierrot, escondido en el interior, le agarraba la mano y no se la soltaba; y ella echaba a correr despavorida, llevando al extremo del brazo el perro colgando, con los dientes bien apretados.
Por la mañana temprano, se levantó medio loca, y acudió corriendo al margal. Ladraba; ladraba aún, había estado ladrando durante toda la noche. Entonces ella se puso a llorar y lo llamaba con mil nombres cariñosos. Él respondía con todas las inflexiones tiernas de su voz de perro.
Quiso volver a verlo, prometiendo hacerlo feliz hasta su muerte. Corrió a casa del pocero encargado de la extracción de la marga, y le contó su caso. El hombre escuchaba sin decir nada. Cuando la señora terminó, dijo: «¿Quiere sacar a su perro? Le costará cuatro francos.» Ella se sobresaltó y todo su dolor se esfumó de repente. «¡Cuatro francos! ¡se dejaría morir! ¡cuatro francos!» Pero él añadió: «¿Cree que voy a coger mis sogas, mis manivelas, voy a instalarlo todo, e ir allí con mi chico y dejarme morder por su maldito perro, sólo por el gusto de devolvérselo? No haberlo tirado.» Se marchó indignada. - ¡Cuatro francos! Cuando regresó a casa llamó a Rose y le dio cuenta de las pretensiones del pocero. Rose, resignada, repetía: «¡Cuatro francos! es mucho dinero, señora.» 
Más tarde propuso: «¿Y si le echáramos de comer, al pobre perro, para que no se muera?» La señora Lefèvre aceptó, contenta; y ahí las tienen, en marcha, con un gran pedazo de pan untado con mantequilla. Lo partieron en trocitos que lanzaban uno tras otro, hablándole por turnos a Pierrot. En cuanto el perro se tragaba un trozo, ladraba para reclamar el siguiente. Regresaron por la noche, y al día siguiente, y todos los días. Pero sólo hacían un viaje. Y sucedió que, una mañana, en el momento de dejar caer el primer bocado oyeron de pronto un formidable ladrido en el interior del pozo. ¡Había dos! ¡habían arrojado otro perro, otro grande! Rose llamó: «¡Pierrot!» y éste ladró. Entonces se pusieron a arrojarle la comida; pero, a cada trozo, percibían una terrible pelea seguida de los gritos quejumbrosos de Pierrot, mordido por su compañero que se lo comía todo, pues era el más fuerte. De nada les servía especificar: «¡Esto es para ti, Pierrot!». Pues Pierrot, evidentemente, no obtenía nada. Las dos mujeres, sobrecogidas, se miraron; y la señora Lefèvre dijo con tono desabrido: «Yo no puedo alimentar a todos los perros que arrojen aquí dentro. Tendremos que renunciar.» Y, sofocada al pensar en todos aquellos perros viviendo a sus expensas, se marchó, llevándose el resto del pan, que empezó a comerse mientras caminaba. Rose la siguió limpiándose los ojos con una punta de su mandil azul.



Marylena Cambarieri



Cuentos breves  
Marylena Cambarieri

Violación                                                      

Me encerró y me acosó sexualmente. Insistió. No quería que me fuera. Yo tenía mucho miedo y no quería quedarme. Me dijo que se estaba convirtiendo en un delincuente. Que siendo bueno no le había ido bien. Me contó que tiene una causa por agresiones recíprocas con otra persona. El otro ya era un delincuente. Que se va del pueblo. Que no quiere más problemas. Que no cree en la justicia ni en la policía. Me pidió que me sentara a su lado. Yo no quería. Tenía que irme. La conversación me había alterado. No pude abrir la puerta. Me permitió que lo intentara y yo lo hice y no pude. Finalmente cedí para que no usara la violencia. No quise oponerme. Y me violó. No lo lleven preso, por favor. 
A mí me gustó. 
Y yo lo quiero. 
Sí, nos conocíamos. 
No, no es mi amante. 
Fue mi amante, sí. No, no estoy enamorada de él. Sí, estuve enamorada. Sí, somos amigos. Sí, le tengo confianza. Fue un juego, sí. Tuve miedo, claro. Él tiene sentido del humor, sí. Yo tuve pánico, sí. Él me quiere bastante, sí. No, no quiere causarme problemas ni dañarme. Sí, le gusta estar conmigo. Sí, yo fui por mi propia voluntad. Me quedé bien, sí. Está bien. No me violó entonces. No molesto más. Nadie me violó nunca. 
¿Falso testimonio? ¿Yo? ¿Una causa por falso testimonio? 
Tengo 42 años. 
¿Falso testimonio? 
Yo soy una señora decente.


Indigestión

Primero me comí la A. Yo soy así: ordenadita, cronológica y formal. Seguí hasta la Z. Y me comí todo el discurso de los demás. Una ensalada de letras se me atravesó en el intestino y ahí quedó. Se desordenó el alfabeto, se me mezclaron los discursos. Tiré la T pero me la devolvieron. Torcida. Perdí la P pero la encontraron. Pedacitos de P. Convidé la M pero me la hicieron migas. Y tragué las migas de M.
 Intenté deshacer el nudo de letras leyendo viejas gramáticas y modernas teorías:
-“Gramática de la indigestión: dimensiones y formas de nudos.” -“Gramática de la indigestión y sus procesos estructurales en las letras clásicas.” También leí algunos libros de autoayuda: -“Usted puede deshacer nudos de letras.” -“Autoestima y nudos de letras”. Participé de talleres grupales: duros intentos. El tiempo pasaba y la indigestión seguía. -Estará empachada- dijo la abuela 
-Que tome un té- dijo la tía. -Qué raro, una chica tan buena- dijo mamá. -Algo habrá hecho- dijo el barrio. Un día, cansada de pensar y leer sobre el tema caminé hasta agotarme. Me olvidé del mundo y de todos mis problemas. Sentí algo raro: angustia, náuseas, confusión. Lloré. Tiré al piso una palabrota que tenía en el bolsillo. Rompí contra la pared algunas vocales. Y milagrosamente rescaté algunas letras desarmadas que tenía en la cartera. Recuperé consonantes y encontré un espejo. Desanudé mi nudo y volví a casa.




Marta Comelli



                                                Ahogos venecianos  
                                                   Marta Comelli

Los delicados y fríos tonos de un Crucifijo del siglo XIV parecen ahogarse ante las ‘’Catorce Estaciones del Viacrucis ’’ de Tiépolo. Allí estoy y sobrevivo al paso del tiempo, al atropello humano, descarnado, a los colores tiernos y desfachatados de Venecia. ¿Sin Ti?
 Parada en San Paolo, luego de verlo sofisticadamente envuelto en su turbante de oros y amarillos, el Indú, me mira con recelo. Parece recordarme cuando Murano, Lido, los ahogos de entonces, como estos de una cruz que entregué hace un momento en manos de San Giácomo de Rialto. La bocanada de aire puro llega al bajar las escalinatas para acceder a su campo, donde  el ‘’gobbo’’ atrapa mi mirada, ese hombre fatal y arrodillado que la sostiene. Piedra de siglos, mito, allí están juntos, escalinata y jorobado del Rialto, fe, esperanza de misericordia en las velas encendidas al santo de la reconciliación.
¿Él me sigue o me persigue?
Rosas blancas, inmaculadas,  cuelgan sobre un puente  y se deshojan al roce de mis manos ávidas buscando, entregando caricias. Sutil descubrimiento de la tersura de esos pétalos, sensuales, aterciopelados. Me asfixio. Él me mira fijo ahora y enfrenta. Nos mezclamos, nos buscamos entre los frutos del mercado, entre las flores, sus perfumes. Tú, ¿ dónde estas?  Él, juega con su turbante, lo acaricia, Yo con los frutos.   El espacio se ilumina con un sol abrazador, las  conversaciones musicalizadas, el colorido coloquio de ese mundo matinal  al que nos sometemos, a sus sensaciones, sus delicias. Jugamos el juego de la caricia y el olvido,  de la lejanía y el casual rencuentro luego de años, cuando su mirada fue una llave al candado de mi angustia.
Entonces, Tú corrías puentes desde mis manos, brotabas palabras desde los ojos autómatas, desprolijos de incredulidad y miedo.
 ¿Él, dónde se gestaba, surgido de la imaginación de quién, en qué ocultas miradas o palabras?
Otro campo, es San Polo de imprevista austeridad ante los ojos. Me aquieto. Palacios que conservan con orgullo su belleza, y allí, Él se acerca, ya no me mira con miedo, en sus manos oscuras brilla un vaso rebosante de un líquido rojo, lo acerca a su boca, bebe, sensual bebe, me mira luego y lo eleva en un brindis. En sus ojos no hay desesperanza,  desamparo, ni en los míos. Ofrece con su mano una aceituna que bordeara el vaso, pasa y sigue, pasa y quedan, su aroma, su no voz, su mirada serena de tierras delicadamente oscuras, distantes.
Desde lejos, con la mano en alto, Tú  me reclamas. Otra vez el hueco del que me rescatas, y salto.                              
Venecia,  27 de octubre 2013, Marta Comelli                               



Negro Hernández



De hombre a hombre 
Negro Hernández

Cuando tenía ocho años mi padre me llevó al café donde pasaba un rato después del trabajo, antes de llegar a casa. Ese domingo, mi madre acababa de parir a mi hermana y estaba acompañada por la abuela y mi tía Rosa. Me pidió un café con leche con unas medialunas enormes mientras él leía El Mundo. Después me llevó por primera vez a la cancha de Independiente para ver a ese insider izquierdo que la rompía. Esa tarde Ernesto Grillo hizo dos goles que apenas pude ver entre las piernas de la muchedumbre. A partir de ese momento mis visitas al café de la  avenida Mitre y la vía se hicieron más frecuentes en la  medida en que el viejo empezaba a disfrutar de mi compañía, aunque nunca me lo dijo porque hablaba poco, o sólo con ademanes pausados que yo entendía perfectamente, sobre todo cuando alguno de sus amigos se sentaba a la mesa y yo debía callarme  para escuchar la conversación atentamente haciéndome el distraído 
Un día, cuando lo fui a buscar para la cena y lo encontré más serio que de costumbre. Hablemos  de hombre a hombre, dijo, y como en un sueño recuerdo  mi cara colorada escuchando como  me contaba los secretos de la reproducción humana (asi lo dijo), mientras me acariciaba la cabeza que le cabía en la mano. Sentí que había entrado en el mundo de los mayores y en una parte desconocida del mundo de mi padre. En el café de Sarandí aprendí a jugar al ajedrez, al truco, y los códigos de la amistad entre varones. Allí admiré a mi padre con su nobleza de inmigrante y descubrí mis berretines de escritor. Después nos mudamos a la capital y todo cambió. Empecé la secundaria, mi madre me dio otro hermanito y el viejo estaba muy ocupado con un negocio propio. 
Yo andaba medio perdido entre tantos cambios y encontré refugio con unos compañeros del colegio que paraban en La Platense, de la calle Callao. Fueron buenos años. Con el tiempo nos recibimos de bachiller y nos seguimos reuniendo los viernes a la noche, hasta que demolieron el café y la barra se redujo a unos cuatro, que terminamos en el café Paulista. Allí la conocí a Marta, mi primer amor, con la que compartí mucho más que los estudios de periodismo. Un día triste se la llevaron al salir de la facultad junto a tantas otras cosas de mi generación. Hoy tengo mi lugar en el Tres Amigos, donde escribo esta nota. A veces llevo a mi pibe que me acompaña en silencio mientras invento historias. Tal vez sea el momento de hablar de hombre a hombre y se ponga colorado. Otras, cuando ando bajoneado, lo busco a mi viejo entre las mesas del fondo, y él me llama con un gesto suave abriendo  su mano grandota, y yo me acerco, y me acaricia la cabeza, y me dice que querés tomar, y volvemos a casa juntos llevándome del hombro, y me duermo  tranquilo, y sueño que todavía esta, como en la infancia.

             


Mónica Russomanno




San Sebastián  
Mónica Russomanno

Allá en el fondo Donosti. Allá en el fondo la Donosti que no debe ser invocada porque una vez que se la invoca aparece, y cuando aparece ya se sabe, es tirar de la soguita y no hay caso, el hilito de memoria viene con todo lo que está comprimido y de pronto se despliega y todo está intacto y vívido. Es Donosti y son los abuelos, y el monte y los caseríos, y la niñez con árboles de manzana y las cinco hermanas que cuatro se fueron de monjas y una no, y es el colegio y la monja Imelda puro rencor reconcentrado pobre vieja que ya habrá muerto. Es la Donosti que vocea como en sueños a esta estación que se llama San Sebastián, extemporánea y tan ajena en la pampa sudamericana. Ya al ver en el recorrido el nombre de la estación San Sebastián, se le recortó en rojo y se dijo que no, que esta es otra San Sebastián tan lejos tan inconmensurablemente lejos de la baska Donosti de edificios delicados y puentes ornamentados. Sabe, ella, que esta San Sebastián argentina no es ni puede parecerse a la Donosti euskera, y sabe por haberlo sufrido que los viajes deben ser hacia adelante, porque el que mira hacia atrás se transforma en sal, en estatua, en lágrima y dolor visceral. Pero este tren va a hacer parada en San Sebastián, y el no pensar es difícil y el no sentir es imposible. Detrás de las ventanillas se suceden los campos llanos y el pasto mientras se superpone una capa delgada de helechos, de coníferas, de ovejitas blancas con cencerro. Será una niebla quizás la que nubla la vista y hace aparecer montes redondeados, casas blancas con tejados rojos, olor a mar allá donde los barcos se enfrentan con sus hombres al Cantábrico. Euskadi que ya no es, Euskadi de la niñez que tan ligada está a la muerte, como eso de que la meta y la largada suelen converger en las pistas circulares. Miedo, ahora. Miedo del tren que es como la luna y las monedas, como la lluvia y la tristeza, imágenes que devienen en metáforas tan exactas que se confunden. El tren y el viaje hacia la muerte, fin de viaje, la vida que traqueteando se precipita en la nada final. Y ahora que el tren llegará a San Sebastián se cierra el círculo sobre la infancia. Miedo. Miedo a desear que de una vez acaben los trabajos y las agitaciones, se pare el péndulo y la San Sebastián ésta sea la Donosti aquella. Miedo a querer estar en la muerte mientras el tren se precipita sobre los rieles negros. Vuelven los parques y las estatuas, vuelve la nieve derritiéndose en las botas y vuelven los temporales y las galernas que devoraban barcos allá donde el mar es océano poderoso. Vuelven aquellos trenes que, se lo debe decir a si misma, no son éste tren. Anochece. Ya casi llega. Las penumbras permiten que el paisaje se levante como un libro troquelado, abetos y robles suplantan los eucaliptus, iglesias de piedra, ríos estrechos con puentes de pretiles gastados y sombras de peregrinos con sus maquillas, esos báculos de andar por el monte. Ya ni hace falta mirar por la ventanilla, si todo está más adentro de la superficie de los ojos, si ya es todo una yuxtaposición de bailes con vestido blanco y cintas verdes y rojas, el gato Holofernes cayendo de la terraza, los jacintos en las macetas, y el desgarro del puerto desapareciendo en el horizonte, tan pequeño, tan pequeño, en la nefasta jornada de la partida. Ya no hay planos, todo está allí comprimido y necesario, compacto. Un todo en el que la violencia de la partida, el amor de los abuelos, el olor a los lápices de madera, la voz de la radio BBC durante la segunda guerra, las amigas y, también, todo lo malo, son una madeja indistinguible que le está haciendo estallar el pecho. No le importa morir aquí, hoy, esta noche. En este momento se ha alineado la vía hacia Donosti, y con lágrimas advierte que el tren se detiene.  Baja del vagón sin sentir el suelo bajo los pies. Sabe que la recibirá el mar y el monte, que la querida silueta del abuelo la esperará en el andén. Con ojos fijos mira su propia muerte. El hijo y el nieto la esperan. Desciende la abuela con un rostro extraña, casi como si no hubiese nadie detrás de esa máscara rígida para responder a la llamada. La llaman. Al hijo le ha temblado un poco la voz. 
La abuela vacila levemente, advierte al nieto, ve al hijo ya canoso. Retorna, sonríe, vuelve a entrar en sí. Sale de Donosti, camina hacia ellos por San Sebastián. Ha de vivir un poco más.



Jenara García Martín



La escena final 
Jenara García Martín

Evelin,  era una actriz que ya había pasado la raya de los treinta años, y que en una etapa de su juventud tuvo fortuna y éxito. Debido al alcohol su carrera fue al fracaso. Ahora su vida como actriz, era el  de una mujer acabada, despreciada en el ambiente artístico de París, donde había triunfado. Para sobrevivir,  agotada su fortuna, decide regresar a España e instalarse en Madrid, lugar de su nacimiento donde había iniciado su carrera de actriz, ascendente desde sus comienzos, por lo cual su éxito la llevó hasta París, como primera figura de la  Compañía de teatro  en la que actuaba.
Volvía cargada de un pasado de buenos recuerdos, pero olvidada rn el presente. Los contactos con el ambiente ya no existían, salvo el de una verdadera amiga con la que compartía cartelera en sus etapas de triunfos y quien la esperaba con el afecto que siempre se tuvieron y con intención de ayudarla, pero con una promesa: debía dejar el alcohol. Y fue promesa cumplida. Empezaba una nueva etapa en su fracasada vida. A través de su amiga, regresa a los escenarios interpretando papeles secundarios, acordes con su edad, en obras teatrales no de primer nivel, e iba superando en sus actuaciones y ascendiendo en el reemplazo de los papeles, que a veces, eran sin diálogo. Interiormente se sentía humillada, pero lo importante era que podía sobrevivir, cubriendo ya  sus mínimas necesidades, sin tener que depender de su amiga.
-Ya ni me conocen - comentaba a su amiga -, mas lo  considero positivo.
-Tienes razón y una gran idea que tu nombre artístico, ahora, sea Adelina. El auténtico ya  ni lo recuerdan.
Pero lo que desconocía era que un ex-compañero de escena, de cuando actuaba en Madrid, antes de viajar a París y que era un gran admirador suyo, no había dejado de seguir sus pasos y ahora la reconoció y comenzó a preocuparse  por ella.
Así fue como un día llevó una sorpresa impensable. La llamaron para un ensayo de lectura de un papel de acuerdo con su edad, desde una compañía destacada en cartelera. Al tratarlo con su  amiga, que conocía el teatro y la obra que representaban, la aconsejó que fuera a la entrevista. Ambas sentían  que podría  estar abriéndose alguna  de las puertas cerradas por su fracaso y a las que no había llamado. Se presentó a la cita en el lugar y a la hora fijada. La ofrecieron hacer un doblaje por una representación, que aceptó, y la prueba era leer el guión, que empezó a hacerlo con dificultad. Su estado de nervios la traicionaron y la hizo dudar en la inflexión de la voz quedándose paralizada.  Hizo una leve pausa  e imaginándose la platea del teatro aplaudiendo, reaccionó y retomó la lectura, llegando hasta el final.
Cuando terminó, el director pidió que repitiera la última escena, pues no estaba conforme con ese ensayo, en el cual Adelina tenía el monólogo más importante de su insignificante papel. Y el esfuerzo por superar la falla del ensayo anterior, la dio el aliento que necesitaba,  pues el director la citó para repetirlo al día siguiente.
Y fue la sorpresa más agradable que podía recibir. La aceptaron y firmó su primer nuevo contrato como actriz, (papeles de reemplazos) pero si la obra tenía éxito podía ser contratada para toda la temporada y si su actuación seguía como en el último ensayo, hasta podría tener papeles de mejor nivel.
Se sintió feliz y agradeció al director la oportunidad de poder seguir en la compañía, prometiéndole esforzarse  y responder a las necesidades artísticas.
Se esforzó al máximo y se sentía segura en las tablas, pero necesitaba un cambio en su ropero privado. Su equipo de ropa no era lo más aceptable para asistir a  ese teatro  y pensó en un prendedor que guardaba de sus épocas de éxito que había sido un regalo muy especial y no se había desprendido de él, a pesar de sus necesidades.
 Ahora no tenía otra alternativa. Lo llevó a un  joyero que compraba este tipo de objetos y pudo conseguir su venta por un valor menor a lo que se suponía podía estar tasado. En esta situación, no importaba. Con ese importe  adquirió algunas prendas que resaltaban algo su presencia. Y recurriendo a su amiga consiguió completar el atuendo adecuado acorde al nuevo nivel teatral.
Así comenzó su  oportunidad de demostrar sus cualidades de actriz,con papeles protagónicos, y disfrutar de los aplausos que  provocan la felicidad de los actores al final de la representación de una Obra. En esa compañía se encontró con algunos compañeros y compañeras de antaño y entre ellos estaba el admirador desconocido quien también formaba parte  del  elenco.  Por el momento fue un secreto su recomendación, entre él  y el Director.
El esperado día del estreno llegó y su actuación fue impecable. Firmaron el contrato para la temporada y  su nombre ya figuraba en los afiches con la publicidad de la Obra.
Pero como nunca la felicidad es completa, apareció entre los actores, el hombre por el cual se había vuelto alcohólica, cuyos motivos habían sido el resultado de la infidelidad de él y  al reconocerla, volvió a acercarse. A pesar del dolor que la causó aquel engaño, por un instante se abandonó aceptando sus disculpas y un principio de reconciliación con nuevas promesas como actriz.  Fue el impulso de volver a ser amada y ofrecerla un lugar importante, a su lado,  en su propia compañía. Más al relatar a su amiga este encuentro, la aseguró que estaba interpretando su papel de actor. Que ella tenía  conocimiento seguía con la misma fama de mujeriego y en la actualidad se sabía mantenía relaciones sentimentales con la primera figura de la Obra que tenían en cartel.  Adelina reflexionó ante el comentario de su amiga y juró no volver a jugar una carta a ciegas. En la nueva cita fue decidida  a romper definitivamente con él. El se creía que la batalla la tenía ganada, mas frente a esa nueva Adelina,  tuvo que dejar de actuar y habló como el auténtico conquistador,  mas  las palabras de ella fueron claras y terminantes.         
- Aquellos años juntos quedaron en el pasado y los borré hasta del diario de mi carrera. Ahora  soy yo, una nueva Evelin, que quiere verte lejos y nunca más te acerques a mí. Ese capítulo de mi vida está cerrado.  Adiós Clip, si es que  ése, sigue siendo tu nombre.
Esa despedida fue definitiva. Nunca más se reencontraron. Un mes después la compañía  en la que ya actuaba con el nombre de Evelin, debutaba en París,  y el principal actor era el admirador desconocido, con quien compartía una escena al final de la obra.
“( Ella representaba a una campesina, una mujer que lleva dentro de sí misma una sabiduría y una fuerza moral  capaz de vencer hasta la tentación más atrayente. Con dulzura, amistad, con profunda ternura tiene que decir  adiós a Francisco.  A esas palabras no había respuesta,  sólo dolor, y después  de una pausa, él se dirige hacia una puerta  de la escenografía por la que debe retirarse. Tiene la cara contraída).
(Ella  lo detiene  y le dice): Has intentado abrazarme y besarme …Quiero que entiendas que esto no te da esperanzas. 
- Entendido. ( Y sale cerrando la puerta suavemente).
(Cuando se queda sola debe  permanecer  por unos instantes  como atónita, perdida y con la mirada fija en esa puerta que acababa de cerrarse.  Es el momento de la ESCENA FINAL. De  una despedida obligada. Una campesina no podía esperar un futuro junto al Señorito de la Capital, aunque sus intenciones eran honestas. Ese final de la obra hacía brotar lágrimas en el público.)  .
Y también calurosos  aplausos y volvió Francisco al escenario para saludar. Tomados de la mano, compartieron los aplausos con toda la compañía y el Director. La representación había sido un éxito.  Al día siguiente leyeron la crítica en la prensa, destacando la calidad de la obra y el profesionalismo actoral, con una dedicatoria especial al Director.
Ya tenían asegurada la temporada en París y Adelina volvía a ser Evelin, sin importar la etapa de su pasado.
Cuando Francisco caminó hacia la puerta retirándose del escenario, Evelin, había reconocido al  admirador anónimo que sus compañeras la comentaban que existía. Era en sus épocas de triunfo,  antes de  trasladarse a París. Ahora había recordado su  voz, sus pasos… Durante el saludo al público, disfrutando de los aplausos, los envolvía una atmósfera real. No eran los intérpretes del final de la obra. Al cerrarse  el telón,  pasado el momento de las felicitaciones del Director y Productor de la compañía, compañeros, técnicos,  etc. …Elos se dieron el abrazo y el beso que se negaron en la “ escena final”.
 Ese final, era el comienzo de un futuro juntos (…)