EL TIEMPO
No me gustan los rosales porque tienen algo de siniestro, como un no sé qué con el dolor, me producen mucho malestar -había dicho la más joven, mientras tomaba delicadamente el pocillo de café. A mí me gustan mucho, me recuerdan cuando podía pasear a gusto sin problemas, cuando tocaba a Schubert y el sol se deslizaba por los cerros -dijo la otra. Mira, niña, yo soy del tiempo en que se tomaba el té a las cinco en punto. Y cómo vino a parar aquí, a este lugar, en esta ciudad tan plana y tan lejos de los ingleses. Las señoras de mi edad se visitaban a la hora del té y se rivalizaba por la calidad de la repostería y del servicio doméstico. Ah, no, de eso, no tengo la menor idea, me imagino que serían unas vidas muy correctas y protegidas. Bueno, correctas no sé y, protegidas, quién sabe. Eran tiempos donde una se enteraba de las cosas en esas tertulias con las amigas pues ciertos asuntos sobre la intimidad de las personas, no se ventilaban por ahí como ahora. Te contaré, niña, un caso muy famoso en la ciudad: el de una maravillosa escultora de aquí, de esta ciudad. No te voy a decir el nombre pues hasta ahora sigue siendo un secreto. Era bellísima y de ella se enamoró locamente un médico de familia tradicional; ella lo hacía padecer con sus extravagancias, y él se enamoraba cada vez más. Por fin, un día se casaron, pero antes, él la hizo revisar por su mentor, famoso psiquiatra, éste testimonió que se trataba de una mujer normal; se podía casar tranquilo. De esa unión nacieron muchos hijos y después de un rosario de escándalos notables, terminaron viviendo uno en la planta alta y otro en la baja. De ella hay muchas estatuas por ahí, eso fue en el año en que llegué a esta ciudad que en aquel entonces era como un pueblo, con gente de todo tipo y de todo el mundo. Había gente muy rica que había hecho fortunas con el comercio; vivían en casonas espléndidas, se construían grandes mansiones que todavía deben estar en pie. Sí, está bien, pero quiero saber por qué la escultora y el médico no se separaron. Mi querida, así no se resolvían las cosas en mis tiempos. Mira, yo vine de Santiago muy jovencita con el consentimiento de mi suegra y con la ayuda de mi aya. Cuénteme de su familia. Ay... hijita, qué puedo contarte... si son sólo historias viejas. No importa, a mí me gustan las historias, cuénteme. Bueno, mi esposo era político y escritor. Me casaron con él cuando cumplí los quince años; tenía el genio fuerte. Luego la policía me andaba buscando. Cómo que la policía la buscaba. Sí, porque él era un hombre poderoso; y dirigía un periódico muy influyente pero..., olvídalo. La anciana respiró hondo y miró al infinito con los ojos brillantes y azulados por el tiempo. -Sin duda es ella-. A las muchachas jóvenes como tú, en otros tiempos, yo solía aconsejarles que nunca se separasen de su máquina de coser y de su colchón, pero a ti, qué te voy a decir, pues, con lo despierta que eres, niña. Máquina de coser, para qué. Para ganarse la vida, mi niña. Yo tocaba el piano y era maestra; pero cuando llegué a Mendoza hacía flores de tela para vivir. Y por qué se vino. Ah... querida, eso fue hace tanto tiempo.
Suspiró entornando los ojos... No se olvide de las partituras. No, no se preocupe, las llevo en el bolso, para cuando llegue y me pueda establecer, la verdad es que no sé adónde; eso ahora no importa. Le encargo mi guagüita, no me la deje solita. No piense más, m´hija, sabe que esto es lo que tiene que hacer, pues. Que Dios la bendiga. No escriba porque si lo hace la van a hallar; veré que puedo hacer con el muerto, déjeme a mí, lo vamos a arreglar en familia; pero tiene que irse ahora mismo. Le tejí estas medias para que se abrigue, el viaje es largo y hace mucho frío, llévese al niño porque aquí corre peligro. Háblele de mí a la niña; para que no me olvide; volveré cuando todo se haya calmado... Ay, dónde estará mi niña...
La anciana abrió los ojos mientras la joven le preguntaba algo. Se siente bien. Sí, sí..., gracias hija,
es que me adormecí un poco, no recuerdo de qué estábamos hablando. Me estaba contando de la máquina de coser y del colchón, claro que eso ahora no tiene nada que ver, nosotros somos de la era de la informática. Sí, he visto por la televisión las maravillas que hacen ahora; niña, tú ni te imaginas todo lo que el mundo ha cambiado. Yo hacía flores de todos los colores, se usaban mucho las camelias y las rosas, en sombreros y solapas; y se pagaban muy bien. Allá en la casona quedó la negrita Pancha que daba vuelta a las hojas de las partituras cuando yo tocaba el piano en la sala de música; eso fue en el diez. Y por qué nunca más volvió a verlos. Cosas que pasan, hija, es tarde ahora. Y estoy muy vieja..., prefiero este jardín, y visitas como la tuya, además, eso fue hace mucho tiempo. Mi hijo, mira que te hablo de cuarenta años atrás o más... si tú ni habías nacido... sintió curiosidad y quiso conocerlos; estaba ilusionado y se fue hasta allá a buscarlos. Logró encontrarlos y se presentó ante ellos. Lo recibieron pero no creyeron que él fuera pariente y que yo estuviera viva en Argentina. Temían que fuera a buscar la herencia; le dijeron que yo había muerto después de haber sido encontrado el cuerpo de mi esposo con el cráneo roto de un golpe y arañazos en el cuerpo. Cómo es eso, su esposo fue asesinado. Bueno, ha pasado mucho tiempo, creo que tal vez pueda confiar en ti. Ya que eres tan curiosa, te contaré algo que he ocultado toda la vida, niña, dijo la anciana bajando la voz -creo que algo sospechaba porque miraba hacia mí, o me parecía eso.
Comprenderás que son secretos que deben ser guardados a siete llaves, como se decía en mis tiempos. Sí, seré una tumba, tómese otro cafecito, me muero de ganas de saber, no se lo contaré a nadie: se lo juro. Además, el único que está aquí es ese señor canoso; pero está leyendo el diario y no nos escucha. No sé, tal vez no debiera, pues. Sí, por favor..., mire que si no lo hace, no la traigo más a tomar café. Está bien, me has ganado. Como ya te he contado, mi esposo era una persona rica y famosa. Yo amaba el piano y las flores. Él gustaba de recitar la Comedia en las tertulias; lo admiraban y le temían por ser hombre de la política. Tenía cuarenta y cinco años cuando mi padre, que era su amigo, sintiendo que iba a morir, le pidió que me protegiese. Y así arreglaron mi casamiento. Pero si usted tenía sólo quince años. Sí, así eran las cosas, no decidíamos nada, nos casaban y se acabó. Qué terrible. No, porque ya nos criaban así. Yo no tuve suerte. Mi esposo era irascible, un genio indomable que ni su propia madre podía doblegar. Tuve con él dos niños. Cuando di a luz a la niña quedé muy débil y eso lo puso furioso; decía que yo simulaba para no cumplir con mis deberes de esposa. Algo me ocurrió, pienso ahora, pues me rebelé y así su ira se hizo incontrolable. Una escena, niña, me ha acompañado por muchos años. Ese día tuve que defenderme, creí que me mataba. Estábamos en la sala de recibo y me tiró al suelo; yo acababa de dar a luz y me sentía sin fuerzas.
La voz de la anciana era apenas un soplo estremecido, -me costaba escucharla. Había un reloj inglés sobre la chimenea, era todo de mármol con un aro de bronce trabajado, marcaba las cinco de la tarde, recuerdo. Conseguí incorporarme y le salté a la cara, lo arañé. Sentí la satisfacción de producirle algún daño. Me siguió golpeando y empujándome hacia la chimenea. Yo ya estaba desfalleciendo y jadeaba por el esfuerzo y la desesperación, hasta que logré tomar el pesado reloj y arrojárselo a la cabeza. Después, creo que caí desmayada; no recuerdo más. Me dijeron que lo había matado, la aya fue mi ángel salvador. Me sacó del recibidor medio muerta y en el ínterin acomodó el cadáver, según me dijo cuando desperté. Luego preparó unas ropas para mí y para mi hijito; me dijo que debía irme porque me pondrían presa.
Percibí que la joven miraba a la anciana con espanto e incredulidad. Quiere decir que usted lo mató. Hay niña, yo tenía sólo diecisiete años y estaba muy asustada. Nadie hubiera creído que era en defensa propia. Como ya te dije, pues, mi esposo era un hombre también admirado por sus modales refinados; tuve que huir. Crucé la cordillera a lomo de mula con mi hijito que tenía menos de dos años. Cambié de nombre y aquí viví hasta ahora; claro que no siempre en esta ciudad. Fui maestra en el campo, allá en el norte. Hice flores para señoras elegantes en Santa Fe. Toqué el piano. Y seguí andando de pueblo en pueblo dando clases; hasta llegar aquí. Años después, conocí el amor de un hombre bueno y lo seguí, pero como ves, niña, todo eso ya no es nada... nada, son sólo recuerdos que se irán conmigo. Bueno abuela, bueno... no se ponga así, bueno... no se ponga así, cuénteme todo. Y pensar que a mí me impresionan las rosas... A usted le debería tener miedo, abuela. No, no te preocupes, eso pasó hace más de setenta años y, como sabes, los crímenes también envejecen... Ya no importan porque son olvidados, y éste también.
Eso dijo la anciana mientras yo me incorporaba y me dirigía hacia ella: Señora, disculpe la interrupción, he escuchado todo. Yo sabía, le aseguro, que usted debía de estar viva en alguna parte. Al fin la he encontrado; soy su pariente, no se asuste; yo heredé las acciones del diario. La vengo buscando desde hace muchísimo tiempo. Sólo tenía esta foto... Esta hermosa foto donde está sentada tocando el piano. La buscaba para decirle que usted no lo mató aquella tarde. Se decían muchas cosas. Después se dijo que usted había muerto, pero nunca lo creí. La criada me lo confesó todo... por miedo a irse al infierno. Esta foto me la dio su hija cuando yo era apenas un niño. Mire joven, puede ser que lo que usted dice sea cierto; no quiero saber para qué me busca ni como me encontró. La he estado buscado por tantos lugares para devolverle lo que le ha sido substraído por todo este largo tiempo. Además, siempre soñé con que al fin la encontraría y que tocaríamos juntos el Nocturno de Chopin que dejó en el atril. He conservado la sala del piano intacta, allí quedó abierta la partitura del número 1, opus 48. Le agradezco joven pero hay cosas, pues, que es preferible no saber; es mejor así. Respondió sin mirarme siquiera y ordenó a la joven: Niña, llévame de vuelta a mi habitación, siento mucho frío y ya se ha hecho tarde.
Quedé inerme junto a la mesa mirando el rosedal. Miré la foto y la guardé. La terminaba de perder para siempre mientras la joven, sin emitir palabra y mirándome con estupor, tomaba del brazo a mi tía abuela, la bella pianista de la foto; tenue viejecita de corazón fuerte, trastabillando como un ave nueva. Su vestido lavanda con gardenias blancas en la solapa se iba descolorando hasta diluirse. Las manos... las magníficas manos y sus elásticos dedos, se iban afinando hasta prenderse al bastón como las patas de un pájaro. Traté de retenerla más allá de la revelación, pero se disolvía a cada paso. Miré con pena esos frágiles huesos donde mi fe y mi búsqueda se iban deshaciendo.
Y me fui.
Del libro: "La coreografía de los Mares", UNR Editora. Rosario