MI MAMÁ TIENE QUINCE AÑOS
A la mañana temprano de un lunes
otoñal, vi desde mi ventanal a Laisa doblar la esquina. Se detuvo al borde de
la calle y con movimientos cansinos, miró hacia un lado y hacia otro y dudando,
cruzó. Colgaba entre sus dedos morados, a causa del esfuerzo y el frío, varias
bolsas de diferentes tamaños, algunas besaban el suelo por soportar tanta carga
de más. La mochila en la espalda a punto
de reventar, doblegaba su redondeada figura y haciendo un último esfuerzo, se
paró frente a mi verja, estiró la mano hacia el timbre y tocó varias veces,
prolongando en el sonido un resto de esperanza que aún anidaba en su rostro.
Cuando entró, no me permitió que la ayudara y rumbeando a la cocina, silabeó en
un susurro los buenos días.
Apretando los pies en el peldaño de la
silla, aprisionó con las palmas agarrotadas el calor de la taza, bebiendo en
silencio el café con leche humeante sin dejar de contemplar el jardín aledaño.
Ese día, sus negros ojos se mantenían ausentes, en silencio, como perdidos. No
sé por qué, pero me dio la sensación de que ella estaba vagando por la otra
cara de la luna, la que nunca se ve pero sabemos que existe.
Estacionada en algún peldaño de su
memoria, mordisqueó las galletitas con gusto a manzana dejando un tendal de
migas dentro y fuera del mantel. A su alrededor, reposaban los bártulos como si
formaran parte de un caparazón, protegiéndola de los ataques del destino.
Con sus diecinueve años a cuesta, la
vida no le había sido fácil. Por ser la mayor de cinco hermanos, tuvo que
hacerse cargo de responsabilidades de adultos cuando aún conservaba varios
dedos vírgenes para completar la decena de la primera infancia.
Todavía recuerdo aquella mañana
primaveral en que nos conocimos, en el aula de apoyo escolar. Tras varias
preguntas de rigor, me llamó la atención el vocabulario soez y violento, propio
de los marginados de la vida y de los barrios del mismo tenor. Sus manitas
salpicadas de manchas blanquecinas, se movían
nerviosas como queriendo darle bofetadas a un mundo díscolo y ponerlo en
el lugar que, según ella, le correspondía.
La negra y larga melena enmarañada, se
apretaba en una coleta desprolija y vociferando amenazas, me marcaba sus
condiciones para aceptar la nueva vida que le tocara en suerte a ella y al
hermano, por orden del Juzgado, en ese Hogar de Menores.
La confianza entre las dos fue
creciendo a los tropezones y un día, como si revelara un secreto que le hacía
daño, me mostró un par de cicatrices de quemaduras grabadas en el pecho.
- Esta y esta me las hice cuando en mi
casa cocinaba polenta para todos - señaló mientras miraba los bordes oscuros de
su oscura piel. Al instante, deduje que
las salpicaduras blanquecinas de las manos eran la secuela de esas injustas
responsabilidades. ¡Y apenas tenía once años!
Imaginando la terrible situación, tomé
sus manitas dentro de las mías tratando de darle un poco de calor y del cariño
que tanto ansiaba. Renuente a aceptar cualquier gesto de ternura, esa vez no
optó por el rechazo acostumbrado y por primera vez, descubrió que mi corazón
estaba a su disposición para cuando hiciera falta.
Con la asistencia apropiada, poco a
poco fue fortaleciendo la lecto - escritura, tan ausente como los afectos. Con
el correr de los meses, su brillante
inteligencia salió a la luz y no sé, aún hoy, si fue para bien o para
mal, comenzaron las demandas a la vida, a su maldita suerte y a la madre que la
parió.
Varias veces, en los años siguientes, tuve
que acudir al llamado de la Dirección de
la Escuela, a fin de poner paños fríos para que no suspendan a los hermanos,
por mal comportamiento.
- Tienen una discapacidad social
severa - Acuñé la frase aquel día en que la cuota de paciencia se desmadró, con
la esperanza de que se revirtiera la decisión disciplinaria y gracias a Dios,
obró el efecto deseado.
Mis reproches siempre terminaban con
el mismo consejo: "tratá de controlar ese carácter, es por tu bien.
Estudiá mucho y aprovechá todo lo que te dan. Son las herramientas
esenciales para mejorar tu futuro".
Imponiendo su férrea voluntad al
amparo del derecho y la justicia, una que otra vez los cinco hermanos se juntaban en una plaza.
Ella agradecía que los dos mas pequeños
hayan podido formar parte de una familia de corazón, en tanto la del
medio, se criaba en un Hogar religioso.
Cuando las "sin respuestas"
de los "porqué" adolescentes la pescaban con la guardia baja, su
ánimo se llenaba de bronca y gritando todo el infortunio acumulado se perdía en
un mar enfurecido, culpando e insultando a esa madre que no la supo retener.
Pero en el fondo la quería.
Si lograba relajarse, hablaba de ella
como si se tratara de una criatura carente de oportunidades.
En esas cuitas a la distancia,
recordaba momentos felices donde ambas cruzaban secretos vedados al cias
maternales, muchas veces, hasta
infantiles.
Poco a poco fue reconstruyendo casi
sin odios ni reclamos su pequeña historia y enterrando las vicisitudes en un
fondo de silencio, se sentía feliz. Entonces, aparecían los recuerdos de la
abuela, de los tíos, de los diferentes padres ausentes, de sus hermanos, de la vecindad y un sin fin de amigos,
cómplices de aventuras de aquella primera niñez.
Y un día, la edad me indicó que
comenzaba la etapa del descanso bien merecido y me jubilé.
Recuerdo que dejé a Laisa pisando los
quince años, una brillante alumna de Bachiller con orientación en Arte,
sobresaliente en Informática pero
siempre revoltosa. En la despedida, me regaló una tarjeta que había dibujado
con la computadora. La dedicatoria la escribió a mano, incluyendo varias faltas
de ortografía.
Las visitas a mi casa de aquellos
queridos alumnos o los encuentros en la plaza de la vuelta, me ayudaban a ver
el crecimiento de cada uno, sumándose de vez en cuando algún nuevo compañero de
ruta.
Cuando se quedaban a merendar, Laisa
se aislaba con mi notebook por el jardín y durante un buen rato, trepada a la
Web, chateaba con sus amigos, bajaba canciones, compartía fotos y comentarios
en su muro, a veces subidos de tono.
- ¡No pasa nada seño! -me contestaba
cuando le llamaba la atención.
A la edad de dieciocho años los chicos
dejaban de ser menores y tenían que emigrar del Hogar. Aquellos que venían
noviando y si podían, se integraban a las nuevas familias. Otros, decidían la soledad.
Desde la cadena de docentes
solidarios, (fundación barrial de apoyo escolar sin fines de lucro) y como una
forma de colaborar, los ayudábamos a conseguir trabajo, lugares donde vivir,
aportando lo básico (llámese electrodomésticos, muebles, ropa de cama, etc.),
como para que comiencen a proyectar su futuro. Hasta que lograban valerse por
si mismo, Cáritas cooperaba con una generosa bolsa de alimentos.
Laisa no tenían un referente contenedor fuera de la institución
pero las ansias de libertad y la tremenda imaginación de cómo sería su mundo,
le jugó en contra y sin pensarlo dos veces, se fue a vivir con una amiga del
barrio, bastante mayor que ella.
Con el correr de los meses, reconoció
que esperaba del mundo otra cosa. La cruel realidad de la supervivencia le
arrancó la venda de los ojos, el aporte de la beca del "Plan Joven"
apenas alcanzaba como colaboración a las necesidades hogareñas y la relación
comenzó a irse a pique.
Ese verano se mareó en salidas,
cigarrillos, boliches, noviecitos de última hora. Cuando la convivencia no dio
para más, decidió mudarse a Pacheco con su familia de origen, a dos horas del
colegio donde cursaba el último año.
Al principio, el reencuentro con su
mamá fue placentero y con el correr de los días descubrió que la mujer que
tenía enfrente no había crecido, tenía la misma madurez que muchos años atrás
cuando compartían los juegos infantiles. Expresaba hacia ella un diálogo
peculiar, adolescente, cuchicheando y proponiendo aventuras no tan santas, como
desafiando la autoridad de los mayores.
Cierta vez, la madre se ofreció a
comprarle las zapatillas que tanto necesitaba y luego, con un pretexto
infantil, le confesó entre risas nerviosas que no podía porque el novio de
turno, no quería darle la plata. Entonces Laisa entendió, que esa relación
estaba muy lejos de la que podría desarrollarse entre una madre adulta y su
joven hija.
Estudiar fue un impedimento para
conseguir un trabajo estable. Algunos días, ayudaba en el planchado de ropa en varias casas,
incluso en la mía. Las condiciones eran que junto con la paga, debía recibir el
almuerzo antes del ir al colegio.
A las pocas semanas me dijo que quería
volver al barrio porque los parientes le hicieron saber que su aporte no era
suficiente y no la podían mantener.
Y así comenzó la peregrinación.
Por tiempos limitados fue rodando de
casa en casa, algunas amistades le habrían la puerta por un par de noches y un
amigo a quien creyó amar, le ofreció dormir en la misma cama.
Una mañana, con su vozarrón de antaño,
anunció el embarazo. Quien le dijo que la amaba la apartó de su camino y por
primera vez, se vio en situación de calle.
En una reunión familiar urgente,
decidimos alquilar una habitación en una pensión cercana a nuestro domicilio
por el tiempo que sea necesario, hasta que se normalice su situación. Por eso,
ese mediodía otoñal, cargando sus bártulos vino a casa, se sentó en la cocina
frente a la taza humeante del desayuno y con voz queda, me dijo que lo intentó
todo pero que lo que más le dolía, era no contar con una madre que la
comprendiera, que la acompañe en esta nueva etapa de la vida, que la aconseje
como criar a su hijo por nacer, que le enseñara a tejer escarpines, a cantar
canciones de cuna, a distinguir los berrinches de las necesidades. En
definitiva, que le enseñara a ser mamá.
-Nunca es tarde, dale una oportunidad
-ofrecí como consejo tratando de consolarla.
Me miró en silencio y por pocos
segundos la comparé con la Eva del Génesis, desterrada de un paraíso imaginario
y delirante, creyendo que la creación comenzaba con ella.
-No seño -gimió desalentada bajando la
vista -nunca va a suceder eso que me está pidiendo porque mi mamá, pero siempre
y para siempre, va a tener quince años.