Guiso de Abuela
Manuel, cinco años, aún no despertó totalmente cuando los
rayos de sol alumbran sus cabellitos dorados, como las capas de las cebollas.
Sentado sobre copos blancos de algodones, cosechados ayer,
se acuna como sobre nubes, o espumas y feliz tararea una cancioneta mientras
dialoga, tímidamente y con la dulzura de un pequeño niño, con el
muñeco-espantapájaros custodio de la granja colindante a la casa de sus abuelos.
Pepe le sonríe con una mueca sabia, de quien conoce su
trabajo y el espíritu fantasioso del niño. Ambos se balancean con el viento,
que apenas sopla.
Manuel rompe el silencio:
-Pepe, ¿imaginás una lluvia de calabazas?, todas destrozadas
sobre el piso rojo de esta tierra fértil, las semillas, reventando como escamas
sobre nuestras cabezas, los sonidos hirviendo en los oídos, crash, pum, pam ?
-Manuel, lo tuyo es genial, pura fantasía de niño. Yo
preferiría una de ciruelas. Sus cuerpos rojos estrellados contra el rojo suelo,
fundiéndose hasta formar una profunda herida en tierra, con jugos profundos que
la abonen y más, más rojo, deslumbrando las miradas, enrojeciendo el horizonte,
los sembradíos, el color de la tarde quieta, tibia de Oberá .
-Pero Pepe, ¿ por qué no una guerra de tomates o pimientos
de todos los colores, yendo del rojo al verde, del verde al amarillo y sus sabores sazonando el suelo, la gran
tinaja de cerámica roja y nosotros, que
en ese momento somos carne y trapo, vida y muerte, en la olla grande de mi
abuela?
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