ADN
Marisa Presti
Cuando el
cuerpo aún caliente le aseguraba comida, saltaba por largo rato de un lado al
otro de la cueva con una alegría extraña, como en un ritual que hoy le parece
sin sentido.
Era un
hombre alto, de edad no muy fácilmente calculable, quizás cuarenta o cuarenta y
cinco; su rostro, de pómulos marcados hundía un par de ojos castaños, de mirada
por momentos lejana, inalcanzable, heredera de aquellos vastos y peligrosos
territorios que lo cobijaron tantos años.
Se volvió
hábil para conservar la vida, dependía de la rapidez de la acción en el momento
preciso. Sus dedos, de piel reseca, tejían palmas, afilaban ramas, amarraban
animales, cavaban pozos: eran prácticos y fuertes. No pensó, pero si lo hubiera
hecho, no se le hubiera ocurrido que servían para otra cosa.
Aún le
parecía sentir el pelo largo e hirsuto sobre los hombros, áspero y rebelde, le
llegaba a la cintura. Muchas veces, contrariado, había tratado de arrancárselo
con tirones violentos, quedándose entre las manos con mechones avejentados.
Conocía el peligro de perder un instante frente a las fieras, como aquella vez
que el pelo se enganchó tenazmente en las ramas de arbustos altos, impidiéndole
moverse. Sin embargo, sus piernas largas y delgadas, lo lanzaban en una carrera
veloz apenas podía desprenderse.
Nunca le
causó interés su cuerpo, el hambre y el sueño ocupaban su día. No recordaba
haberlo mirado demasiado en esos largos años, ni siquiera tocado. Si alguna
herida despertaba su dolor, apretaba la boca semidesdentada y salía con
violencia a buscar una presa, como si el dolor de otro ser viviente aliviara el
suyo.
Tiene en
su mano el CD, el que lo muestra allá, en esos primeros momentos en que su vida
se cruzó con la de otros. Lo tiene en la mano pero no quiere mirarlo. Aprendió
a usar el reproductor, sabe como hacerlo, como tantas otras cosas que lo
volvieron humano. Le enseñaron con paciencia, con paciencia de años que no pudo
borrar su origen, vuelve una y otra vez ante la mirada preocupada de la
doctora, ese otro ser que todavía le resulta extraño.
No conoce
la queja ni la satisfacción, pero sabe que lo han tratado de la misma manera
que él a los pichones de gorrión cuando encontraba un nido. En especial la
doctora; lo mira una y otra vez, de tal forma que se siente incómodo, a veces
hasta tentado de ser violento. Ella lo llama Adán. Adán, Adán, Adán. Cuando
escucha ese sonido, sabe que ella lo busca.
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