miércoles, 25 de septiembre de 2013

Lilian Elphick


Círculo del fuego 


La inocente fue al correo a dejarle al hombre una carta que escribió en la madrugada y ahora, transpirada y hambrienta, se encuentra con la suya, virtual, que también habla de la tradición certificada. Pero ella volvió a su antiguo rito de estampillas y balanza: la carta pesó 43 gramos. No se atrevió a besarla delante de la funcionaria que tenía un genio de insecto encadenado. Nuevamente preguntó cuánto demoraba en llegar, y el insecto, antes de graznar un "siguiente", dijo casi en un susurro categórico: "doce días". "Ah...", dijo la inocente, y salió del edificio de correos y el sol la obligó a ponerse unas gafas oscuras. Mientras se dirigía a comprar cigarrillos, la puta meditó en la carta que había escrito, tan impulsiva y con una rúbrica digna, por supuesto, de una putain. Recordó que después de la escritura, miró su mano, apagó la luz y luego quiso la luz de nuevo, sólo para mirar su propia mano, sucia de tinta (el lápiz reventó y ella alcanzó a salvar la carta), que fue despacio acariciando muslos y caderas y pezones, mientras afuera la loba aullaba con desesperación, hasta que la inocente se tuvo que levantar para ir a hacerle un cariño detrás de las orejas, como a ella (y a ella) le gusta. Lamió la mano, agradecida. Y los dedos de los pies. La inocente, que además es muy limpia, fue a lavarse y dejó que el jabón y el agua hicieran su trabajo. Se acostó. Hacía calor; la puta echó las mantas hacia atrás de una patada, queriendo incendiar todos esos papeles en blanco que no alcanzó a manchar con su propia baba y la sangre que se estrellaba en la comisura de sus labios. La inocente extendió sus ojos hasta no tener más horizonte que el de la puta, que quería el sol como se quiere al verdadero asesino. La inocente le dio la mano, se la apretó y no pudo evitar que las lágrimas regresaran por donde habían venido. Las dos se fueron apagando y la llama de los sueños osciló débil, un poco triste.    Y de pronto, apareció el hombre. Pero ya nada tenía sentido: él pertenecía a otro clan, con un código lingüístico ininteligible. -¿Se fue?   
 -No, todavía nos mira.   
 -Hazle espacio, la cama es tan grande.   
 -Pero que nadie hable. -Ya la oíste. 
 -¿Puedo estar al medio?

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