Ese perfume
Marta Becker
Estaba
por entrar a mi casa cuando unos brazos fuertes me paralizaron e inmediatamente
me pusieron una capucha. Sin darme tiempo a reponerme de la sorpresa me dijeron
–calláte, no grites porque te va a ir mal- y me arrastraron hacia el asiento de
atrás de un coche que ya estaba en marcha y cuya presencia yo no había reparado
al llegar.
Viajamos
alrededor de una hora, calculé, sin que nadie contestara a todas mis preguntas,
el por qué, para qué, quién…
Tenía
un hombre a cada lado que cuando el coche se sacudía por el empedrado desparejo
o cuando agarraba alguna cuneta muy profunda me sostenían. Nada más. Ninguna
palabra. La capucha tenía un olor rancio, olor a sucio, a viejo y me cortaba la
respiración. Se los dije, pero nadie dio pie a mis quejas.
Cuando
paramos me empujaron hacia el interior de una casa. Con los tacos altos pisé
mal el pasto de la entrada -eso imaginé que era- y otra vez dos brazos me
sostuvieron para no caer.
Su
perfume atravesó la tela que me cubría la cabeza, me envolvió con movimientos
danzarines, jugó con mis sentidos y quedé como extasiada.
Así
embobada me dejé llevar. Recién allí escuché por primera vez la voz, potente, enérgica,
que dio la orden de llevarme al sótano -encapuchada por supuesto- dijo. Y así
me dejaron, además de atarme los brazos hacia atrás con unas esposas a una
silla que noté bastante desvencijada.
Comencé
a temblar, no sé si de frío, de miedo, de impotencia, o tal vez por todo.
El
lugar olía a humedad, a orines, a suciedad. Traté de dominar las arcadas para
no vomitar.
Divagué
por varias horas entre la conciencia y la somnolencia, hasta que oí abrirse la
puerta e invadió el ambiente el mismo perfume que reconocí de inmediato.
Una
mano de dedos suaves comenzó a tocarme, pero comprendí que no era con la
avaricia de la lujuria sino con la intención de las caricias. Se deslizó por
mis brazos, mis piernas, rozó la cabeza a través de la tela, entrelazó sus dedos
por el cabello que sobresalía de la capucha. Despacio, despacio, tomándose su
tiempo. Eso me puso más temerosa, la parsimonia en los gestos, el aparente deseo
de no hacerme daño, la paciencia de quien sabe lo que hace y espera.
Le
hablé con las pocas palabras que me salieron de la boca reseca y la convicción
de que no lo iba a conmover. Tranquila- dijo- todo va a salir bien.
Y
se fue.
Me
dejó sola. Comencé el ejercicio de escuchar. Una canilla perdía en forma
insistente.
Alguien fue al baño, oí la descarga. Arrastraron unas sillas y sentí el
tintineo de vasos. Eso me dio sed. Comencé a pedir agua a los gritos. Me oyeron. Alguien trajo el agua, que bebí
con una pajita, y se fue. Fue una bendición sentir el líquido en mi boca y cómo
se deslizó por mi garganta.
Otra
vez sola.
Moví
varias veces las manos y las esposas me produjeron dolor en las muñecas.
Perdí
la noción de las horas en esa posición incómoda, sin respirar aire puro, hasta
que oí que la puerta se abría y nuevamente entraba el perfume. Esta vez no me
tocó. Calculé que sólo se quiso cerciorar de mi estado y salió. No se molestó siquiera en cerrar con
llave, igual yo no me podía mover.
No
sé cuánto tiempo pasó. Me volvieron al mundo unos gritos y, por sobre todas las voces, la voz, dando órdenes,
esa que intentó tranquilizarme, como una disculpa.
Sentí
corridas, puertas de coche que se cerraban, más gritos. Luego el silencio.
Esperé.
Intenté adivinar qué ocurría arriba sin resultado.
Supongo
que perdí el conocimiento. Cuando desperté estaba rodeada de policías, tendida
en la camilla de una ambulancia que iba camino al hospital.
No
pude hacer ninguna declaración que llevara a solución del caso, no había visto
a nadie y sólo había oído ruidos y una voz que no pude describir.
Lo
único que guardo para mí es el deseo de reencontrar ese perfume, esa voz, ese
hombre y pedirle que me aclare todo y después rogarle que me vuelva a tocar de
esa manera, con esa dulzura, con esa tranquilidad…
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