miércoles, 25 de septiembre de 2013

Isabel Ali


La timba 



La casa del Ñato se erigía sobre la calle Niceto Vega. Un portón de hierro forjado permitía el acceso a un pasillo de unos cuarenta metros de largo, sobre el cual cinco apliques en forma de tortuga dispersaban una paupérrima luz biliosa. A la izquierda, la pared lindaba con la propiedad vecina. A la derecha, había dos departamentos habitados: el primero por el Ñato y sus padres, el segundo por la hermana del Ñato, su marido y sus hijos. Al final del pasillo, una puerta de chapa daba entrada a lo que nosotros llamábamos: el “garito”, apenas una sala amplia con dos ventanas que daban a la galería de un patio minúsculo, una cocina bien equipada y un baño pequeño. A simple vista parecía un “bulín”, pero era algo más sagrado que eso. Durante la semana, se organizaban partidas de siete y medio o de mosca, en las que se apostaba fuerte frente a invitados especiales. Más de una vez, vi sobre la mesa títulos de propiedad y cheques siderales en juego. Pero los domingos, invariablemente, se jugaba al pase inglés entre amigos por pocos pesos. La heladera estaba siempre aprovisionada para estos menesteres, rebosante de aperitivos y vituallas. Los discos giraban sus espirales de milongas y valsecitos a horcajadas del Winco. Unas macetas, llenas de arena húmeda en vinagre, que sostenían varas de helechos artificiales, desempeñaban la función de ceniceros y mitigaban el olor a tabaco que se aglutinaba en el ambiente. Sobre una de las paredes del salón se apoyaba el respaldar de un diván; debajo, residía semioculta una caja de zapatos, forrada en papel de seda negro, a la que todos llamaban “camouflage” (y que en esa oportunidad, después de mucho tiempo de ignorancia al respecto, pude averiguar qué contenía).
Nos turnábamos para jugar, servir el cinzano y ejercer vigilancia sobre la penumbra temeraria del pasillo. Esa noche, el centinela en el techo era Cafrune.
Los dados castañeteaban sobre el paño color verde esmeralda. De repente, la voz de Cafrune llegó sólida desde lo alto.
—¡Cana con casco!-- y bajó de un salto, para mezclarse entre nosotros.
—“Camouflage”— ordenó Battaglia en un murmullo.
Juani se llevó algo a la boca. La guita desapareció, repartiéndose en los bolsillos. El Tano y Barajita dieron vuelta el mantel Plavinil, dejando a la vista un plastificado a cuadros sobre el que deposité un plato lleno de maníes y aceitunas. Battaglia vacío la caja sobre la mesa: cayeron, de una vez, seis mil piezas de rompecabezas. El Ñato agarró un puñado y comenzó a ensamblar. Me pregunté a quién convencería Listorti con sus anteojos negros, el bastón blanco sobre su regazo y las manos llenas de trocitos de un paisaje alpino. Golpearon la puerta.
—Está abierta— gritó el Tano.
Vimos entrar al Pelado Santoro, que sonriendo interrogó:
—¿No hay timba hoy? ¡Qué “caripelas”! ¿Se murió alguno?
Las miradas feroces se clavaron como dardos en el entrecejo de Cafrune.
—¡Bueno, che! A cualquiera le pudo pasar... Por la sombra parecía un casco...-- excusó— No es para tanto, fue un susto nomás... Sigan timbeando y listo...
Y de inmediato echó a correr en huída por el pasillo hacia la calle; porque tras él corría el Gordo Juani blandiendo en el aire una botella vacía y vociferando iracundo a los cuatro vientos:
- ¿Con qué querés que juguemos, gil, si me morfé los dados?.
 

No hay comentarios: