La timba
La casa del Ñato se erigía sobre la calle Niceto Vega. Un
portón de hierro forjado permitía el acceso a un pasillo de unos cuarenta
metros de largo, sobre el cual cinco apliques en forma de tortuga dispersaban
una paupérrima luz biliosa. A la izquierda, la pared lindaba con la propiedad
vecina. A la derecha, había dos departamentos habitados: el primero por el Ñato
y sus padres, el segundo por la hermana del Ñato, su marido y sus hijos. Al
final del pasillo, una puerta de chapa daba entrada a lo que nosotros
llamábamos: el “garito”, apenas una sala amplia con dos ventanas que daban a la
galería de un patio minúsculo, una cocina bien equipada y un baño pequeño. A
simple vista parecía un “bulín”, pero era algo más sagrado que eso. Durante la
semana, se organizaban partidas de siete y medio o de mosca, en las que se
apostaba fuerte frente a invitados especiales. Más de una vez, vi sobre la mesa
títulos de propiedad y cheques siderales en juego. Pero los domingos,
invariablemente, se jugaba al pase inglés entre amigos por pocos pesos. La
heladera estaba siempre aprovisionada para estos menesteres, rebosante de
aperitivos y vituallas. Los discos giraban sus espirales de milongas y
valsecitos a horcajadas del Winco. Unas macetas, llenas de arena húmeda en
vinagre, que sostenían varas de helechos artificiales, desempeñaban la función
de ceniceros y mitigaban el olor a tabaco que se aglutinaba en el ambiente.
Sobre una de las paredes del salón se apoyaba el respaldar de un diván; debajo,
residía semioculta una caja de zapatos, forrada en papel de seda negro, a la
que todos llamaban “camouflage” (y que en esa oportunidad, después de mucho
tiempo de ignorancia al respecto, pude averiguar qué contenía).
Nos turnábamos para jugar, servir el cinzano y ejercer
vigilancia sobre la penumbra temeraria del pasillo. Esa noche, el centinela en
el techo era Cafrune.
Los dados castañeteaban sobre el paño color verde esmeralda.
De repente, la voz de Cafrune llegó sólida desde lo alto.
—¡Cana con casco!-- y bajó de un salto, para mezclarse entre
nosotros.
—“Camouflage”— ordenó Battaglia en un murmullo.
Juani se llevó algo a la boca. La guita desapareció,
repartiéndose en los bolsillos. El Tano y Barajita dieron vuelta el mantel
Plavinil, dejando a la vista un plastificado a cuadros sobre el que deposité un
plato lleno de maníes y aceitunas. Battaglia vacío la caja sobre la mesa: cayeron,
de una vez, seis mil piezas de rompecabezas. El Ñato agarró un puñado y comenzó
a ensamblar. Me pregunté a quién convencería Listorti con sus anteojos negros,
el bastón blanco sobre su regazo y las manos llenas de trocitos de un paisaje
alpino. Golpearon la puerta.
—Está abierta— gritó el Tano.
Vimos entrar al Pelado Santoro, que sonriendo interrogó:
—¿No hay timba hoy? ¡Qué “caripelas”! ¿Se murió alguno?
Las miradas feroces se clavaron como dardos en el entrecejo
de Cafrune.
—¡Bueno, che! A cualquiera le pudo pasar... Por la sombra
parecía un casco...-- excusó— No es para tanto, fue un susto nomás... Sigan
timbeando y listo...
Y de inmediato echó a correr en huída por el pasillo hacia
la calle; porque tras él corría el Gordo Juani blandiendo en el aire una
botella vacía y vociferando iracundo a los cuatro vientos:
- ¿Con qué querés que juguemos, gil, si me morfé los dados?.
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