Perdone la molestia
Perdone la molestia. ¿No me saca un sachet de leche?
La miro,
saliendo de mi autismo de ama de casa en supermercado. Se trata de la mujer con
quien me he cruzado algunas veces, y cuya manga derecha siempre flamea, vacía.
Le falta un brazo. Eso creía yo.
Abriendo
la conservadora vertical pregunto ¿cuál de ellas? La descremada, me aclara. Yo
tomo el producto indicado y me dispongo
solícita, a colocarlo en la bolsa de lona blanca que lleva colgada por su única
manija larga, desde el hombro izquierdo, rodeándole diagonalmente el torso,
hasta la altura de la cadera derecha.
Esperaba
que ella entreabriera la boca del bolso con su mano única, pero sólo señaló,
agachando un poco la cabeza y arqueándose para adelantar un poquito su cintura,
como única contribución a mi intento de guardar el sachet.
Me di
cuenta recién entonces de que también su manga izquierda estaba vacía: le
faltan ambos miembros superiores. Para justificarse, como si hiciera falta, me
explicó “si le pido al chinito, me acompaña y me va haciendo la compra, pero me
da no sé qué distraerlo, está muy ocupado. Por eso la molesto, discúlpeme”.
Y
seguimos recorriendo las góndolas, ella por sus cosas y yo por las mías.
Cuando
llegué a la caja, justo era su turno. El cajero iba sacando la mercadería, y
entre bromas la pasaba por el escáner. Cuando tuvo el ticket con la cuenta, le
comunicó el importe, y él mismo extrajo el monedero del fondo de la bolsa que
ella acercaba con el gesto coordinado de cintura y cabeza que deduje habitual,
automático.
El chino
desparramó los billetes en el mostrador, contó, y le dijo: esto es pala mí, lo
demás pala usted. Y así diciendo, colocó el vuelto en el monedero, y éste en el
sitio del que lo había sacado. Encima de él acomodó en la bolsa los bultos de
la compra, y se despidió de ella con una leve reverencia y su acostumbrado
glacias.
Mientras
caminaba hacia mi casa pensaba en las tantas veces que reniego de tener sólo
dos brazos. Quisiera ser pulpo para poder hacer, por lo menos, cuatro cosas a
la vez. Ahora me siento avergonzada.
No
imaginaba que alguien sin manos lograra hacer sus compras. En realidad nunca se
me había ocurrido pensar en algo así. Acabo de comprobar que es posible.
Entonces me distraigo buscando mentalmente otras actividades que le resultaran
accesibles, pero no se me ocurre ninguna.
Me
arranca de mis pensamientos el empellón que me propina alguien que cruza la
calle en dirección opuesta a la mía, con su mochila colgada displicentemente a
un costado, aumentando lo ancho del espacio que abarca su espalda, de por sí
considerable. Reacciono y me doy vuelta para mirarlo, esperando un gesto de
consideración. Pero sigue ajeno a todo lo que no sea su andar imperturbable,
sin darse por enterado de que casi me tira al suelo. Avanza como embistiendo,
en arremetida, acompañando su marcha el vaivén de sus dos soberbios brazotes.
Y siento
que éste es el discapacitado, aunque nunca se entere, y no la señora de las compras.
Ella llega al producto que necesita, mira a su alrededor, y confiando en la
solidaridad de la persona que está más a su alcance en ese momento, comienza
con la frase que abre todas las puertas, y que seguramente este joven
prepotente no sabe pronunciar: disculpe la molestia. Colgada del tema, sigo
tratando de adivinar qué cosas podría hacer yo sin estas manos mías, que hasta
hoy me parecieron insuficientes.
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