La encomienda Vicente Vásquez Bonilla
Desiderio
se detuvo por un momento frente a una de las entradas de los servicios sanitarios
de la Plaza de Armas, en espera de que apareciera su amiga, a quien había
citado en ese lugar.
De
repente una mujer se le acercó con premura y le dijo: -Porfa, señor; sostenga
mi pato por un ratito, mientras voy al baño, pues estoy que no me aguanto.
Sorprendido
y sin tiempo a reaccionar, ya Desiderio sostenía entre sus brazos al ave, mientras
la mujer se perdía de su vista al descender por las gradas que conducen a los
servicios sanitarios.
-Mira
al señor -dijo una joven madre que pasaba por ese populoso lugar, arrastrando a
un niño de unos seis años-, que lindo, sacó a pasear a su mascota.
Desiderio
esbozó una tonta sonrisa, mientras se sentía ridículo a la vista de todo el mundo.
“Menos mal -pensó-, que pronto volverá esa impertinente y se llevará a su
animalejo”.
Un
señor que calzaba un terno café y sombrero, al estilo de los años cincuenta del
siglo veinte, se le acercó con aparente amabilidad.
-Qué
bonito su pato, usté. ¿Lo vende?-. Y le acarició la cabeza al ave, que trató de
esquivar la caricia, sin lograrlo.
-No.
No es mío. Una señora me lo recomendó por un rato.
-No
se haga -le dijo y le guiñó el ojo-, le doy mil dólares por él.
Desiderio
vio a su interlocutor con incredulidad. ¡Mil dólares! “¿Se estará burlando de
mi?” Y se quedó en silencio.
El
hombre del terno esperaba la respuesta y al notar la indiferencia del otro,
trató de arrebatarle al palmípedo.
En
ese momento, el lustrador que aparentaba estar a la espera de clientes, el
barrendero que limpiaba el excremento de los cientos de palomas que conviven en
la Plaza y el vendedor de números de la lotería, que se encontraban en los
alrededores, sacaron sendas armas, ordenaron a los dos hombres que no se
movieran y se identificaron como policías de la brigada de antinarcóticos.
Al
hombre del terno le decomisaron un revolver y a Desiderio un pato.
Largo
sería enumerar todos los pormenores del caso, pero en aras de la brevedad, sólo
queda decir que la mujer que hizo la palmípeda encomienda nunca apareció y los
dos hombres fueron conducidos a la Delegación de Policía. El pato, que no
resultó ser una mansa paloma, sino un mini- mula y bien cargado. Con su carita
de no hago nada, llevaba en su interior numerosas capsulas de cocaína.
El
pato no pudo demostrar su inocencia, ni que era una inofensiva victima de las
circunstancias y además, por ser el único de los tres que estaba fuera de la
jurisdicción del Procurador de los Derechos Humanos; en busca de evidencias,
fue ejecutado sumariamente y paró en la olla de uno de los jefes policíacos,
quien bromeaba diciendo: que era la primera vez que comía carne de mula y que
no sabía mal.
Hoy,
Desiderio ya libre de cargos, piensa que toda experiencia debe ser aprovechada,
pues deja una lección. Lección que él ha aprendido y que, en forma de moraleja,
heredará a sus descendientes y de ser posible para aprovechamiento de la
humanidad entera: Nunca, pero nunca, sostengas el pato de una desconocida.
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