viernes, 4 de octubre de 2013

Griselda Rulfo


Caballo de espadas 


Cuando sintió la mano en la espalda se estremeció. Sólo algunas veces le ocurría. Reflexiona. Recuerda que hace casi un año fue la última vez que unos dedos fríos y nudosos le provocaron tal sensación.  
Ahora la sangre se inquieta en sus venas. Parece despertar temor y ansiedad. Adrenalina pura haciendo que su cuerpo se encienda. No se atreve a girar la cabeza.   Busca entre las sombras una referencia. Pero parece no haber nadie en esa zona del parque. Sólo el viento que pulsa su piel y enlaza su cintura.  
Apenas distingue a lo lejos la silueta del árbol delante de la franja de agua. Los dedos en su nuca aumentan la presión. Llora el sauce en la orilla y quieren llorar sus ojos desorbitados. No atina a moverse.  
Ojos. Ve ojos brillantes en la sombra del atardecer tardío, que la rodean. Y un círculo de esperas la vuelve a la realidad. ¿Cómo defenderse? ¿Cómo huir?  
De pronto un prolongado ulular roza la bóveda amarronada de esa hora en que las sombras confunden la realidad y la transforman en magia y temor. Intenta concentrar su fuerza, su fe, su decisión.  
Ella sabe que este instante ha durado sólo un suspiro. Aunque parezca una eternidad.  
Sólo un suspiro... y en él se arraciman temores, ansiedades reprimidas, deseos encubiertos.  
Por eso se queda allí. Tiesa. Inmutable. Sudorosa. Anónima. Inmersa en su interior. Presa de su designio.  
De esa inalterable pared de miedo con mezcla de arrojo no se sale fácilmente. Por lo menos no puede ella. Atenazada por los dedos que parecen de acero. Ahora sí. Sabe que todo termina allí, ahora. Por eso, antes de desmayarse de dolor gira sobre sus talones para enfrentar lo que sea.   
Se enoja con ella misma. Por sus tontos temores internos. Por sus dudas. Por su inseguridad. Pensar que creyó que esa hermosa rama era una nudosa mano. Volvió a mirar hacia el río. Una hoja de acero buscó su corazón.

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