viernes, 4 de octubre de 2013

Celia E. Martínez



Mi viejo Caballito



Estoy sentada junto a una de las mesas del lugar, Una  vieja casona ahora un bar literario. Estoy  sentada observándolo todo con nostalgia. Miro las antiguas sillas, las mesas, las añejas lámparas. Todo ambientado como en los años 30. La estufa con leños, las luces mortecinas que ambientan el lugar, las viejas fotos mostrando artistas y cantantes ya muertos, las callecitas de Buenos Aires transitadas con tranvías y colectivos de época. La entrada con una pesada puerta de hierro destartalada, los escalones que llevan al café rotas por el tiempo no han sido restaurados, haciendo  dificultosa la subida y el patio delantero cubierto por un triste toldo de chapa. La escenografía parece comprada seguramente en un remate, hasta el vetusto piano con sus teclas amarillas y saltadas. Nada es lindo aunque le dan al ambiente un aire del pasado.
El lugar ha sido otrora una de esas casonas con quinta del  antaño Caballito, un lugar de paseo para los habitantes de la ciudad.
¿Quienes vivirían allí?  imagino a los niños corriendo por el patio que hoy es el salón. Las escaleras de madera que lleva al piso superior que daba a los dormitorios, deslucidas para darle ese aire a vetusto. De pronto veo con claridad sentado al pintor  Berni, en el lugar que lo hacía siempre, con su boina caída hacia un costado, sus excéntricos sacos, su pipa ladeada, allí soñando con su próximo cuadro donde ilustraba a niños con caras tristes y pobremente vestidos, hasta veo la pintura de los púberes con la camiseta de San Lorenzo en el arco, con gorros y el hombre con la niña y la bicicleta en su mano puestos como para una foto.
Recuerdo la cascada voz de Antonio contando historias que me fascinaban, veo sus manos agrietadas y sucias de pintura. Allí me llevaba mi padre donde mantenía largas charlas con él. Y yo mirándolo absorta con los ojos que sólo una chiquilla asombrada puede hacerlo. Todavía siento el dulzón olor a tabaco, sus charlas,  cuando salíamos de caminata hasta el parque Rivadavia. 
Siento el crepitar de los leños de la salamandra, cada foto un recuerdo, mis actores favoritos, mi amada Marylin Monroe, las calles de mi Buenos Aires de niña, las multicolores casas de madera de la Boca, donde solía ir algunos domingos con mi padre.
Todo es añoranza. El patio delantero con su pérgola repleto de glicinas, que al caer me hacían soñar con un mar azul .
De pronto me saca de mi embelezo el mozo que grita: -qué va a tomar-. Pido y recuerdo.
Ésta fue mi casa rodeada por una quinta con la entrada de alamedas antes de ser un bar y antes de los encuentros con Antonio Berni. Veníamos con papá a recordar nuestro hogar.
Yo corría por el largo patio, subía y bajaba los escalones de madera a saltitos y me bañaba en el mar azul de glicinas. Sólo guardo los recuerdos, nostalgia, añoranzas de una niñez feliz.

 

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