El cuartito del fondo Marta Becker
En el bar están reunidos los de siempre, más tres o cuatro ocasionales que se escaparon de sus casas para matar la tarde y se refugian de la lluvia entre las cuatro paredes del único punto de reunión abierto.
Venancio,
el más viejo de los todos los viejos que quedan en el pueblo, encuentra que la
ocasión es propicia para los recuerdos y les propone a los presentes contarles
una historia.
Mientras
todos se acomodan a su alrededor –Venancio es famoso por sus cuentos- el viejo
le hace una seña al hombre ubicado detrás del mostrador –Traéte una botella de
ginebra y varios vasos- dice – que la ocasión bien lo vale-.
-¿Se
acuerdan ustedes de la enorme casona ubicada en los terrenos que alguna vez fueron
del general Paz? Bueno, el tema empieza por ahí. O mejor dicho, comienza cuando
don Moisés se escapa de Polonia y se viene para estos pagos. Enseguida lo
bautizan el Polaco, porque su apellido era impronunciable de tantas consonantes
juntas.
Como
todos los europeos, llegó sin nada, sólo con las garras suficientes como para empezar
una nueva vida. Trabajó como un burro, removió la tierra con sus propias manos
y de a poco se fue armando de un capital. También tuvo tiempo para arrimarse a
una moza del pueblo –la María- hija del
encargado de campo del Gral. Paz.
El
general, que estaba bastante mayor, conocía a la muchacha desde su nacimiento y
la quería como propia. Ella lo cuidó hasta el momento de su muerte, luego de lo
cual se enteró de que había sido nombrada única heredera de toda la propiedad,
casa y terreno incluido.
Fue una
buena oportunidad para el Polaco, que no era lerdo ni perezoso, y se casó con
la chica.
Como la
casa estaba bastante destruida la demolió y mandó construir una casona enorme,
que se fue llenando de hijos. Pero aclaremos un tema –continúa contando
Venancio- cada vez que el Polaco volvía borracho –porque la bebida era su
debilidad- le hacía un hijo a la María , y ya iban por el quinto varón. Ah, se
jactaba a los cuatro vientos de que él sólo hacía machos, que las mujeres servían para lavar,
cocinar y estar a disposición, nada más. Para trabajar la tierra y mandar, sólo
los hombres.
A esta
altura del relato todos escuchan con atención y la botella de ginebra está
vacía.
-Trae
otra botella que nos va a hacer falta- dice el viejo- y se acomoda mejor en la
silla.
Como casi
todos saben –continúa el viejo relator-
a la casa nueva el Polaco le adjuntó un galpón para guardar animales y
forraje y, al fondo del terreno, bien separado de la casa, mandó construir un
cuartito que servía de depósito para herramientas y cosas en desuso.
Los hijos
se hicieron mozos y trabajaban de sol a sol junto al padre.
Un día el
Polaco les da la orden de vaciar y limpiar el cuartito del fondo porque les
tiene preparada una sorpresa. Curiosos y obedientes cumplen con el pedido.
Una
mañana el padre se aparece en la casa con una jovencita flacucha, desabrida, de
cabellos largos y mirada triste. Llama a los hijos y les dice con una sonrisa
maliciosa –les traigo esto de regalo para cuando la necesiten, vivirá en el
cuartito del fondo-.
Los cinco
muchachos pasan la vista sorprendidos del padre a la muchacha y vuelta al padre,
hasta que se dan cuenta de que el viejo habla en serio, que es solo para ellos,
la tendrán a disposición sin necesidad de ir al pueblo a visitar a las
prostitutas, sería una comodidad servida en bandeja. Nuestro padre sí que
piensa en nosotros, se dicen entre sí mientras disfrutan por anticipado.
Esa noche
el Polaco vuelve del bar totalmente borracho. Su mujer lo está esperando y lo encara,
reprochándole la presencia de la joven – intuye que su marido también la desea-
cuando el hombre se abalanza sobre ella y a los gritos y risotadas le dice
–vieja estúpida, llorabas por tu hija, esa que no fue macho, tanto la querías
acá te la traje-
María no
daba crédito a lo que oía. ¡La hija que él le había arrebatado al nacer y
escondió por años era esa muchacha, y ahora la traía para que fuera usada por
su propio padre y sus hermanos! ¡Dios mío, cuánto pecado y odio!
Detrás de
una de las puertas el hijo mayor, atraído por la discusión, alcanza a oír las palabras
del padre.
Venancio
hace un paráte del relato, está algo cansado y con la garganta seca, pero los
oyentes que lo rodean están ansiosos por seguir escuchando la historia.
Otra
vuelta de ginebra y el viejo continúa.
-María
siente un fuerte dolor en el pecho, una quemazón que le sigue por el brazo y le
falta el aire. Cae al piso como fulminada, el color se le va de la cara y se
extingue sin tener tiempo siquiera de llorar.
El Polaco
sale de la casa dando tumbos, saca del establo su caballo favorito y enfila
para el campo. Está tan borracho que no se puede sostener en la montura y cae
sobre unas piedras para no volver a levantarse.
Días
después de acomodada la situación por la muerte de los padres, el hijo mayor
reúne a sus hermanos y les cuenta la verdadera historia de la chica instalada
en el cuartito del fondo, rogándoles, casi en forma de orden, que la dejen
tranquila, es su propia hermana.
Ninguno
le cree.
De mente
tan cerrada como su difunto padre los muchachos no dan crédito a los hechos,
sólo piensan que el mayor se quiere quedar él solo con la chica, privándolos a
ellos de su compañía. Deciden seguir adelante con los planes del Polaco.
-Y acá se
viene lo más feo de todo –dice Venancio a los atentos y sorprendidos parroquianos-
el hijo mayor se apostó como guardia frente al cuartito y, cuando aparecieron
de a uno sus hermanos con las intenciones que ya sabemos, los enfrentó
negándoles el paso. Cada encuentro terminó en una feroz pelea seguida de
muerte.
Los fue
enterrando también de a uno, con el dolor profundo que se siente al eliminar la
propia sangre.
Ahora el
silencio en el bar es completo.
¿Y de la
muchacha qué fue? preguntan los azorados oyentes.
-Cuando
se enteró de la verdad salió corriendo con lo puesto y no se la volvió a ver
nunca más- contesta el viejo. Se los juro como que me llamo Venancio… de
apellido… impronunciable-.
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