El abuelo Celia Elena
Martínez
En el verano siestaba
bajo en su reposera favorita, bajo la sombra del viejo paraíso
por momentos abría los ojos porque sentía caer las gotas del árbol sobre sí y
también escuchaba el canto de los canarios y el cardenal, éstos estaban en el
corredor de la también vieja casa.
La casona era de las
antiguas con entrada a ese espacio techado, dos habitaciones que daban al
mismo, un baño que seguía la construcción y la cocina que también daba a esa
larga estancia, todo era sin lujos, sencilla con un portón que daba a un
pequeño jardín a la calle, otrora la entrada del sulky con el caballo, desde
allí se iba al fondo, donde el anciano cuidaba a sus gallinas, limpiaba a sus
pájaros. Allí tenía un galpón pequeño
con herramientas donde le hacía a su nieta bancos y mesitas, con que la
esperaba cada año. Los techos de chapa sonaban con la lluvia y chirriaban en
verano.
El frente era sencillo, pintado de blanco con un antiguo farol.
Mientras dormitaba sonreía
seguramente soñando con otros tiempos en que la casa estaba más habitada, ahora
sólo quedaban la abuela que muy coqueta peinaba sus largos y blancos cabellos
con un rodete. Con ellos vivía una hija soltera que se había quedado para
cuidarlos, como era entonces.
La anciana cosía en su
máquina Singer, regalo del hijo mayor que se había ido a Buenos Aires, porque
en el pueblo no tenía modo de prosperar, desde allí los ayudaba a mantener la
casa, que habían comprado con un largo crédito del Banco.
La abuela también esperaba a
la pequeña a quien le cosía ropa de cama, con hermosas puntillas.
Las habitaciones eran
amplias, también el baño y la cocina. Había un gran tanque que juntaba el agua
de la lluvia. El cuarto de adelante daba a la calle con una amplia ventana, que
hacía las veces de comedor y durante el verano se transformaba en el dormitorio de los huéspedes a quien la
tía llamaba turistas, decía: -Llegaron los turistas- la gente del lugar en
cambio los llamaban porteños. En esa época del año se comía en una gran mesa en
el corredor.
La abuela era pequeña y
caminaba rapidito. El abuelo conservaba su cabello color caoba, era suave y a
la niña le deleitaba peinarlo, tenía ojos claros y caminar ya cansino la tía le
contaba cuentos y le leía cartas de amor que algún novio le había mandado
alguna vez. Había nacido para abuela, a la falta de hijos propios.
La chiquilla se deleitaba
con los paseos a la plaza los domingos con
el viejo nano, quien sentía
orgullo por llevarla, iban a las fiestas de carnaval a ver las comparsas y mascaritas.
En el fondo de la casa había una gran higuera que daba
sabrosos higos en ese tiempo del año. También había una palangana de pie, ésta
era de loza y se usaba para lavar la cabeza con el agua llovida que daba un
hermoso brillo. Allí también daba otra puerta del baño, donde había una parra
de uvas chinches que también saboreaban “los turistas”.
Los tres habitantes
repartían las tareas, la abuela cocinaba, la tía hacía las compras, y limpieza
y el abuelo cuidaba de sus gallinas, de sus pájaros y algunas labores de carpintería
a pesar de no ser tallista, lo hacía para pasar su tiempo.
Hasta que un día partió la
abuela. A los pocos años el abuelo. Juanita en cambio vivió muchos años, tal
vez porque era muy joven en los recuerdos de la sobrina.
Ya nada volvió a ser igual
para la adolescente que volvía cada año, a pesar del amor de Juana. Faltaban
las raíces. Ya era una mujer casada cuando su padre fue un verano y allí quedó
para siempre, descansando y tal vez cruzando el arroyo donde aprendió a nadar.
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