A tientas
Hay cosas que nos las ves hasta que se corta la
luz. Ahí es cuando aparecen los detalles, lo que jamás viste, las
imperfecciones de la vida. Lo que solo se hace visible en la penumbra obligada
a la que nos enfrentan las velas, o lo que queda de ellas. Esos pedazos de
velas, ya usadas, que siempre están en el fondo de los cajones del bajo mesada
(y recién ahí te arrepentís de no haber comprado veinte paquetes más) Ya que la
linternita con luz alógena que le vendieron en el tren no la podes encontrar en
el placard.
Esa noche
todos empezamos a andar a tientas. Y lo más extraordinario ocurre en la
semiceguera que provocan las empresas de luz. Poner la mesa después de
pincharnos bastante con los tenedores y rasparnos con los tramontina y comer a
media luz, pero sin romanticismo.
La radio
portátil, que de casualidad tiene pilas nuevas, suplanta al televisor que, al
estar apagado, en su pantalla refleja una imagen fantasmal de todos nosotros,
desintoxicados por una noche de tanta idiotez.
El vaivén
de luces y sombras que danzan en el movimiento que provocan las velas aminora
la velocidad que traíamos, nos convierte en espectros y resalta las
imperfecciones de pintura, las tapas de enchufes, y los revoques.
Mientras
no se corta la luz, creemos ver y saber cómo somos a partir de los deterioros
de la casa. Se aprende a caminar de nuevo por los ambientes hoy desconocidos y
se descubre que los muebles estuvieron siempre en otro lugar, y que hace tiempo
que aprovechan la oscuridad para moverse por milímetros jugando un jueguito
perverso del que no se conocen las reglas.
Eso sí,
por unas cuantas horas, aquella noche nos conectamos de otra manera. Nos
volvimos a escuchar. Nos reímos de las anécdotas que antes no soportábamos, nos
reímos de nuestras torpezas. Nos tratábamos mejor así, sin vernos, porque
curiosamente nos alejábamos, paradójicamente, de nuestras más profundas
oscuridades.
Y… por otras cuantas noches recordábamos con cierta nostalgia aquella noche tan, pero tan “luminosa”.
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