La dama del rojo clavel
Llueve. Rejas transparentes encerrando el paisaje.
La plaza del barrio se llenó de charcos. Saltan los niños entre ellos. La dama
del rojo clavel sale, como escapando de la casa de Juan, ya no extraña ni la
pared única de yeso, ni la luz de la ventana que muchas veces desde el este la
iluminó.
No siente
la lluvia, camina como una estela, casi etérea y sin perfume, con su atuendo
aún no terminado. La mirada fija y distante en ese mundo que no se parecía al
que ella conoce. Demasiados ruidos parecían golpear a su rostro, de sonrisa
suave, casi congelada.
Salió
para buscarlo, a él a su Juan Azairón. Ya no resistía su ausencia, él ya no la
pincelaba con amor, con los colores nacidos de un arte que olía a pasión.
A su rojo
clavel prendido en su sien le faltaban algunos pétalos y él tenía la culpa,
pero lo había perdonado.
Le
pareció vivir una injusticia eterna el no encontrarlo y hasta sentía el frío de
los arroyos en sus espaldas. Ella no habría existido así, esplendorosa si no
fuese por él, no habría alcanzado sus formas armoniosas si no fuese por Juan.
!Ah, Juan
, cómo lo extrañaba! ¿Adónde estaba? Tenía que encontrarlo, por eso salió a buscarlo,
por todos los puntos cardinales, por toda la ciudad, por las avenidas
arboladas, por las sendas peatonales extraviadas de letreros y música. Ya no
sabía qué estrategia usar para encontrarlo. No quería perderlo. No se animaba a
preguntar por él.
Sola, así
sola, casi inmutable lo buscaría hasta el cansancio, hasta el lugar más
recóndito y estaba muy decidida, iría hasta donde duermen los cuerpos sin vida.
Corrían
las horas, ya no llovía y no quiso volver a la casa, sin haber encontrado a su
Juan. Empezó a caminar por un camino bordado con pinos y llegó hasta la entrada
del lar de paz, recorrió con su mirada a todas las tumbas. Había una que tenía
flores muy frescas, y al lado una placa con el nombre de él, su Juan, su hombre.
“Juan
Azairon, 28 años, falleció el 23 de marzo”. Otra placa rezaba.
A Juan ,
sus amigos del Arte”.
La dama
del rojo clavel, no pudo llorar, dolida se retiró ansiando llegar a la casa de
Juan.
Otra vez
a esa pared de yeso, en ese lienzo donde él la había creado, frente a un enorme
atril, junto a los pinceles y las pinturas que no pudieron terminar sus
atuendos, ni algunos pétalos del rojo clavel...
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