viernes, 25 de octubre de 2013

Salomé Moltó



 Vuelta a casa  Salomé Moltó (España)

Corría rauda una lágrima por su mejilla; él mismo estaba asustado, le habían pegado y amedrentado. Esperaba más golpes. Pero en ese momento el niño miró hacia la puerta que se abría renqueando como de costumbre. Entró la madre aterida de frío, sus ojos se fijaron en el “hallar” que seguía apagado, ni una ligera lumbre calentaba el ambiente.
No había recogido mucho dinero delante de la Iglesia, esa mañana. La gente va cada vez menos a misa, se decía. El marido le había quitado lo poco recaudado, y había vuelto a la taberna, no había podido comprar el pan y la leche que el niño necesitaba.
Los primeros copos de nieve empezaban a caer, en ese momento había un silencio que lo invadía todo, una calma que penetraba lentamente, las embotadas manos habían dejado de doler, el persistente pinzamiento en el estómago había desaparecido. Sin saber porqué, se sentía bien, quizás a fuerza de sentirse tan mal, tan desesperada.
El niño la observaba, estaba mojado, ya tendría más de dos años, pero continuaba “mojándose”, cada vez que su padre se acercaba para chillarle cualquier insulto o soltarle un bofetón.
A los golpes del padre se añadían los empujones de la madre que se dejaba caer sin aliento, sobre el derruido sofá. Vencida por el cansancio, la adversidad y el desamor, se durmió.
Y así, sin comer, el llanto del niño se iba debilitando hasta que entraba en un sopor, en donde la incomprensión y el absurdo todo lo invadían.
Cuando Irene traspasó la puerta, sobre la silla desencajada dormía el niño, la madre hacía lo propio sobre el desvalijado sofá. Afuera la nieve había cuajado. Una capa blanca lo cubría todo.
-¡María, despierta que es Navidad!
-¡Y qué! ¿has traído turrón?, balbuceó, medio dormida la madre.
-No, pero os voy a llevar, dijo Irene, su hermana.
-¿A dónde?
-¡A casa! Esto se ha terminado. Es hora de retomar la vida con los valores que siempre has sustentado. El amor no puede pedir este alto precio: tu degradación.
Media hora después salían por la puerta los tres. María arrastraba los pies, andaba de forma imprecisa y titubeante. Irene apretaba al niño, su sobrino, contra su pecho. Se dirigieron lentamente hacía el coche que estaba aparcado al lado del montículo de escombros.
-¡Se ha terminado de padecer!; los padres nos esperan.
Cuando el coche pasó por delante de la taberna, un hombre eufórico salía dando gritos, profiriendo insultos a los que quedaban dentro y lanzando mil promesas al aire de futuro para su hijo y esposa que nunca se cumplían y que sólo las profería cuando el alcohol empapaba su cuerpo.
Esta vez Irene sujetó a su hermana.
-Dejalo, se ha casado con la bebida, tú y el niño, le importáis muy poco.

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