Es la hora
de los pájaros en busca de refugio, de los colores yéndose despacio, tal vez a
descansar con el sol. Debí buscar otro horario para regresar, no éste en el que
todo parece irse. Y yo vuelvo, ni siquiera sé bien porqué vuelvo, pero quiero
llegar. Y llegar prolija, íntegra, aunque sea para ver la vejez de los míos - o
de los que alguna vez fueron los míos- para conocer a los hijos de mis hermanas,
que seguramente son ahora el motivo de vivir para mi madre y mi abuela.
Voy
acercándome después de más de diez años y me alcanza el olor de la vieja casa,
que se mete en el hueco que se me ha formado en el estómago. Y tengo la
impresión de que me muevo en reversa. El hombre que pasea por la vereda quizá
me vio alguna vez, pero no me reconoce y yo tampoco lo recuerdo. No tengo una
hoja de papel con cosas escritas por mamá para comprar en el almacén de Don
Tito, ¿para qué entrar? el lugar, siempre la misma esquina, tan sólo me sirve
para que recuerde que estoy próxima a llegar. Quizá aquí no hayan pasado tantos
años como los que yo viví; pero a ningún calendario se le da por dormir.
-¡Ay,
muerte, ya es hora de que me lleves! solía decir la abuela; a Dios, un dios que
quizá sólo ella conocía, le hablaba bajito, pero a la muerte le alzaba la voz.
Sin embargo, sigue aún viva, de seguro con las rodillas callosas de tanto
hincarse a rezar. Poco a poco van saliendo de la desmemoria su figura encogida
y las palabras que parecían brotarle de cualquier parte. ¿Por qué reza tanto,
abuela? le preguntaba a veces. -Porque los rezos son como alimento para mí,
contestaba. Tal vez sea esa dieta de invocaciones y plegarias lo que la
sustenta por tanto tiempo, me digo.
Pero no es a
ella a quien veo primero al llegar a la casa. Veo a mamá, sentada en un sillón
hamaca, en la galería que bordea el frente. Llama a los otros; de los que
nombra, tan sólo sé quiénes son Ofelia y Ana María, así se llaman mis hermanas
¿y Marta? pero no tengo idea de los dueños de los otros nombres que incluye el
llamado. La abrazo, le beso la cabeza y las mejillas y noto que huele distinto,
como si ya no oliera a mamá.
Me llega
también el zumbar de los mosquitos.
Entro. Está
la mesa tendida para la cena y reconozco las flores bordadas en el mantel. Han
sacado el mantel de las flores bordadas. Tengo la sensación de que toda la casa
cruje como pan tostado. Doy un beso breve al retrato de papá que sigue en la
cómoda, tal vez más descolorido, mirando hacia la cocina; aún en la fotografía
persiste su ansiedad por la hora de comer. Llegan mis dos hermanas, secándose
las manos con el delantal. Nos abrazamos, qué suerte que volviste, qué bien
están ustedes dos, estarás muy cansada, no tanto, dame la valija, quiero
conocer a mis sobrinos -¿porqué no pregunto por Marta?- la abuela está bien, en
el patio de atrás.
Me parece
una nube vaporosa el pelo blanco que enmarca su cara huesuda; tiene el libro de
rezos entre las manos, gastado, flecudo; mido la inutilidad de los anteojos
pegados con cinta adhesiva que están en su regazo, no creo que pueda ya leer.
Me mira sonríe, mostrando sin coquetería su boca desdentada, siempre entre el
silencio y la palabra. Es la que ha estado esperándome con más ansiedad, la que
vive mi regreso con más alegría, pienso. Y esto me hace sentir bien, porque su
sabiduría siempre me provocó admiración, porque creo que es, en la casa, la que
tiene la verdad ajada entre las manos. Con el abrazo que nos damos siento que
he sido al fin aceptada en esa atmósfera cuyo dominio había perdido. La abuela
sabe lo que significa mi regreso, estoy segura. Habrá rogado para que ocurra y
empezará ahora a rezar dando gracias porque estoy otra vez aquí. No sé porqué
la miro y me parece que el sillón y la abuela se desdibujan, como si
retrocedieran.
-No hables
de Marta delante de mamá o la abuela, me dice Ana María en voz muy baja.
Y en la cena
me cuentan chismes que no me importan y les cuento verdades y mentiras de mi
vida en la ciudad. Pero ahora estás aquí con tu familia, sin la familia pocas
cosas importan, ojalá te quedes un buen tiempo, estás un poco más gordita y te
queda bien, ¿querés otra porción? Pero casi no escucho; trato de oír -o de no
oír- lo que dice la mirada de mamá. Su dolor, su desolación, sus reproches
fueron siempre mudos. Tengo la sensación de que ha estado sufriendo desde su
nacimiento, pero sus dolores son como el horizonte, que uno sabe que está, pero
que solamente en días muy claros deja adivinar alguna forma remota. En este
instante sé, sin embargo, que nos habla a la Marta ausente y a mí. ¡Cuánta
ingratitud! creo que dice, ¡cuánta ingratitud! Y me pregunto si quienes no
saben decir su dolor en voz alta saben perdonar.
Para
alejarme de los ojos de mamá me concentro en mis recién estrenados sobrinos,
tres varoncitos y dos nenas. Es el momento de las presentaciones, Kevin se
llama el menor, hijo de Ofelia. "Kevin Toledo"…me suena casi
dramático pero efectivo, ya que me resbalan los nombres de los otros.
Ana María y
Ofelia están cada vez más parecidas a mamá, pienso. Y evito mirar mi imagen en
el espejo del aparador porque temo tener que incluirme en la comparación. Pero
no es la apariencia física la que motiva mi reflexión, es su manera de
enfrentar la vida. Sé que tienen cientos de reclamos que jamás dirán, sé que
nunca tuvieron otros novios que no fueran sus maridos, que han dejado tan atrás
su soltería que ahora creen que nunca existió, las veo como a seres siempre
grises que se fueron aplastando contra el piso por la fuerza de la palabra que
más sonaba en la casa: "no".
Marta fue totalmente
distinta y yo estuve siempre en el medio. Por eso soy la favorita de la abuela,
sé que lo soy y esta sensación de preferencia me fortalece especialmente en
este momento de mi regreso. Del otro lado están el callado reproche de mamá y
la mentira del modo en que les importo a mis hermanas.
Marta, en
cambio, maldecía la vida cuando le negaba algo, reía a carcajadas cuando estaba
alegre, iba a los bailes sin pedir permiso y si tenía ganas bailaba sola en la
galería, a la vista de los vecinos. Chico Novarro era su favorito. Y hasta
aprendió a nadar con una malla de dos piezas. Sé que todo esto perturbaba a la
abuela, estaba fuera de lo que ella hubiera hecho en su tiempo. Era desaprobación
y no ternura lo que le provocaba Marta. Yo sí admiraba a mi hermana díscola y
hasta pretendí ser audaz como ella.
Todavía nos
parecía escuchar el sonido de los terrones sobre el ataúd de papá cuando
descubrimos que Marta planeaba dejar la casa. No lo negó. Se despidió con un
breve abrazo de cada una de nosotras y se fue, sin comunicar su destino. Creo
que mamá se sintió castigada por dentro por un latigazo más fuerte que su
voluntad de aceptación. Cada una de nosotras imaginó una razón distinta para el
abandono de Marta y no podemos saber si alguna acertó. Pero la vida siempre
insiste y el naranjo del patio de atrás volvió a florecer.
Me parece
que este momento se transforma en una sucesión de escenas que pasan sin sonido
ni color y la imagen del retrato de papá se vuelve diminuta.
El toque de
realidad viene de la puerta de calle que se abre; me suena casi escandalosa. Es
el marido de una de mis hermanas, presumo; sin razón aparente se me ocurre que
es el de Ana María. Y es el marido de Ana María, empleado de la oficina de
correos, empeñado en hacer horas extras, me dicen, para intentar llegar con
algunos pesos a fin de mes. Mi señora -¿mi señora?- me habla siempre de usted,
imagino que bien, a veces bien a veces más o menos, sus razones tendrá, me
alegra que mi hermana tenga un marido trabajador, paso al baño y enseguida
vengo a la mesa…
En este
punto me alegra el haberme ido -¿por qué tanta ingratitud? vuelvo a leer en los
ojos de mamá- si bien mi intención no había sido dejar la casa y a sus cuatro
mujeres, sino encontrarme en el pueblo vecino con el cantante que contrataron
los Ojeda para animar la fiesta de sus bodas de plata, aunque yo tuve la
sensación de que había venido a cantar para que me enamorara de él. Me voy con
la hija de los Ojeda a la casa de una prima en La Cañada y vuelvo el lunes… El
suegro del cantor también fue a La Cañada, no sé desde donde, y yo no volví a
mi pueblo aquel lunes porque tenía que olvidar el desorientado charco dibujado
por la sangre que brotó del cuerpo tendido junto a la cama. Nunca supe si el
cantor murió, pero huí. La distancia es un aliado del olvido, pensé entonces.
Nunca supe si las cuatro mujeres y el resto del pueblo supieron exactamente lo
que ocurrió; en La Cañada no me conocían y la hija de los Ojeda no estuvo allí.
Hubo cartas, parecía que aceptaban mis excusas y jamás preguntaron nada.
Sí, en este
momento y por primera vez me alegra el haberme ido porque no me imagino
viviendo días peligrosamente marchitos junto a una especie de maniquí que pega
sellos de correo y me llama falsamente "mi señora".
No tengo
necesidad de adivinar, el que llega ahora es el marido de Ofelia, más bien
obeso y tosco; tiene una verdulería a pocas cuadras de la casa, dijeron; me
estrecha la mano, la estábamos esperando, había sido joven usted y más linda
que sus hermanas, gracias, ¿no se enojan ustedes dos? siempre la nombran por
aquí, espero se quede unos cuantos días… casi no lo escucho porque me he
quedado mirando las uñas con los bordes verdinegros y una semilla de zapallo
atascada en el chaleco de lana. Otra vez, menos mal que me fui.
Necesito mirar
a la abuela, la veo con esa palidez casi luminosa que les llega a algunos
ancianos. Parece concentrada en sus voces interiores, mientras sus manos
temblorosas y nervudas tratan de cortar un trozo de carne. Ella también me mira
y creo que sus pupilas opacas me dicen que ahora está tranquila.
Por la
ventana vemos que comienzan a caer algunas gotas. Es lluvia de bendición, dice
una de mis hermanas, pero debemos irnos antes de que se venga un aguacero
fuerte. Hay un alboroto de sillas, platos, empujones de los chicos. Apaguen el
aparato de la música, mañana nos vemos mamá, chau abuela, pónganse los abrigos,
chau tía, chau Kevin.
Quedo sola
frente a la sentencia de los ojos de mamá y mientras la ayudo a ordenar algunas
cosas tengo deseos de contarle porqué no volví aquel lunes. Pero es de noche y
llueve, todo parecerá más tremendo e incomprensible.
…tu
habitación está lista, es la de siempre, después de la pieza de la abuela,
estarás cansada, mejor vamos a dormir. Y no hablemos de Marta, me parece que
dice su silencio.
El cuarto de
mamá es el primero del pasillo; sigo sola y para que el hueco en mi estómago se
llene de paz, me detengo junto a la puerta entreabierta a escuchar los rezos de
la abuela. Pero enseguida decido seguir hacia la habitación en la que dormiré,
sería una irrespetuosa invasión a la intimidad de la abuela, me miento. Porque
no soportaré comprobar que ella reza, seguramente, por otro regreso.
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