EL FORASTERO
Fue comentario durante mucho tiempo en el
pueblo. Nadie supo qué pasó.
Densos
nubarrones cubrían el cielo, el mediodía
era noche, y sólo se iluminaba con los relámpagos que bañaban techos y calles,
cuando el hombre hizo su aparición en medio de la tormenta, salido de la nada,
acompañado de un perro flaco, de orejas caídas y mirada triste, tan triste como
la de su dueño. No se sabía quién estaba más desvalido.
Entró en el
bar de don Zoilo con las ropas empapadas, el sombrero ladeado de tanta agua,
los zapatos mojados que dejaron huella sobre el piso desparejo, siempre seguido
por el perro. Los dos daban tanta lástima que el dueño estuvo a punto de darles
sin cargo un plato de comida, cuando el hombre tiró varios billetes ajados
sobre el mostrador y pidió una botella de vino y algo caliente.
Se limitó a
comer y beber en silencio. Sabía que los presentes, parroquianos que se habían
refugiado del aguacero, querían
preguntar, pero no les dio lugar. Se demoró un tiempo, comió lento, y recién
cuando terminó los miró a todos y, centrada su atención en don Zoilo le dijo
-me llamo Jacinto Requeira, necesito un lugar para dormir, ¿hay algún
alojamiento en la zona?
El hombre
detrás de la barra puso cara de pensamiento y luego le mencionó la dirección de
doña Lucrecia, viuda desde hacía tiempo y escasa de efectivo, que tenía una
habitación para alquilar.
Sin añadir
más datos, Jacinto salió a la lluvia, cada vez más intensa, y se dirigió a la
casa de la mujer, situada casi al final de la calle principal, luego de pasar
la plaza y la iglesia. El perro lo siguió manso, la cabeza gacha.
La viuda lo
recibió sin hacer preguntas. Lo acomodó en la pieza, luego le mostró dónde
quedaban la cocina y el baño, y le indicó un lugar en la galería donde dormiría
el animal, junto al suyo propio. El único requisito que hizo resaltar fue que
no admitiría compañía femenina, por una cuestión de decoro y pudor. El hombre
esbozó apenas una mueca, no se sabía si
de aceptación o desagrado, todo pareció lo mismo.
¿Cuánto
piensa quedarse?- preguntó la mujer -no sé, lo que sea necesario para mis
fines- contestó Jacinto Requeira, ¿y cuáles son sus fines?- inquirió ella, y no
obtuvo respuesta. Le irritó la parquedad de su nuevo inquilino, pero decidió
seguir con las averiguaciones más luego.
Pasó un mes
y Jacinto Requeira seguía en la casa de doña Lucrecia.
Ella se
había acostumbrado a su presencia, sus entradas y salidas, su falta de
comunicación, y a modo de relación le preparaba ahora algunos almuerzos y todas
las cenas, que muchas veces compartían, en silencio.
Al Jacinto
se lo vio pasear por el pueblo, siempre seguido por el perro, con algunas prendas del finado, que aunque le
quedaban algo grandes, le daban un aspecto más prolijo. A pesar de todas estas
atenciones, no modificó su gesto adusto, su lejanía y un raro tinte de misterio
que lo acompañaba siempre.
Lucrecia
comenzó a sentirse atraída por el forastero, lo buscaba con diferentes
pretextos, era solícita y se acicalaba con esmero, pero la ponía loca su indiferencia, y eso
hacía que fuera más insistente. El perro se identificaba con el amo, y cada vez
que ella se acercaba al hombre el animal se erguía y la enfrentaba con
gruñidos.
Las viejas
cuchicheaban en la iglesia sobre lo que ocurriría en la casa, los hombres
envidiaban al Jacinto por haber encontrado mujer sin mayor esfuerzo - había
sido afortunado el visitante- decían.
Transcurrió
otro mes y el hombre seguía sin dar señales
de irse o de ocuparse de algo. Lucrecia preguntaba y él no contestaba.
Una noche,
la mujer decidió que era hora de desempolvar una ropa interior que había
guardado en el cajón de la cómoda luego de que su amado esposo pasara a mejor
vida, y se dirigió a la habitación de Jacinto Requeira. Sin golpear,
sigilosamente, abrió la puerta y entró. Se acercó a la cama y, con su sola
presencia, se ofreció.
El perro se
levantó, clavó sobre ella dos cavidades negras, profundas, la olfateó, gruñó
algo y se echó al lado de la cama. El forastero, que ya había dejado de serlo,
la paseó con la mirada con indiferencia, cerró los ojos y se dio media vuelta,
dándole la espalda.
La viuda,
despechada, salió corriendo de la pieza, inundado el rostro de llanto y con un
ardor de vergüenza e indignación como nunca sintiera en su vida.
Una
mañana fría, el suelo cubierto de una
fina escarcha y con un sol que se negaba a salir, el perro apareció muerto en
el fondo de la casa. Sin mover un solo músculo de la cara en señal de dolor, su
dueño lo levantó en brazos, lo llevó abrazado hasta el límite de unos terrenos
municipales, y lo enterró.
Pasaron unos
días y Jacinto Requeira dejó de verse por los lugares habituales del pueblo.
Consultada, doña Lucrecia respondió que
se había ido, tan silencioso como había llegado, para atender unos asuntos
particulares que requerían de su presencia, y el muy ingrato había abandonado
la casa sin mayores explicaciones.
Nadie
pregunta por qué la viuda lleva dos ramos al cementerio.
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