martes, 28 de agosto de 2012

HAIDE DAIBAN


FLORES RELLENAS O DE MI PLANTA DE ZAPALLO
Un día apareció Mauricio, estático, en medio del jardín de atrás de mi casa, hacía señas como un títere, por las ventanas de la cocina. Yo que estaba absorta mirando más allá del jardín, el verde del césped recién regado y los azahares  del limonero, me asusté.
Él llevaba entre sus manos una planta de tomates como si portara un ramo de flores exóticas, me sonrió y no tuve ninguna duda:  eran para mí.
Los regalos entre mi vecino de chalet del country y yo, constaban de intercambios, un ir y venir de romero, menta, orégano, me proveía de las ciruelas remolacha que yo adoro, y de mi casa hacia allá, tortas de ciruela, justamente como compensación o algunos almácigos de hierbas aromáticas o algunas frutas.
Pasábamos de tarde en tarde charlando, su señora y yo o las dos parejas, entre vasos de vino, solo para brindar  por la vida. Era un pequeño oasis dentro del ajetreo del club de campo y entre ladridos de algún chucho nervioso o gritos de los chicos desde las bicicletas o en la plazoleta cercana.
Nos reconciliábamos cada fin de semana con toda la naturaleza y permitíamos que las abejas libaran nuestras flores y los pájaros carpinteros se hospedaran con sus nidos, como el que habían construido  en mi jardín en el tronco hueco del olmo centenario.
Entre mate y bizcochitos de grasa, acompañados con el dulce de moras casero de mi especialidad, teníamos todas las tardes la visita del colibrí con su aletear casi invisible e irisado.
Una semana en que decidí enterrar algunas semillas de zapallo, me propuse no contar a nadie la experiencia y esperar paciente el resultado.
Pasaron quince días en que la lluvia y la temperatura nos retuvo en la ciudad. Al cabo de ese tiempo lo primero que hice al llegar a la casa fue rodearla, llegar al jardín y observar el rincón donde había escondido las semillas, siempre esperanzada que siguieran allí y ningún pájaro las hubiera comido. Pero, ¡aleluya! En ese lugar había emergido ya la planta rastrera que había avanzado sobre el jardín.
Mi contento siguió por dos semanas más y aparecieron como premio los primeros pimpollos anaranjados y rugosos de las flores.
Me impacientaba la idea de que el jardinero u otro vecino menos amable, arrasara con ellas. En el ínterin, sabiendo que eran comestibles, tomé nota de dos o tres recetas de cocina para elegir la más sabrosa.
A la semana siguiente las flores estaban en plenitud, frescas, grandes, abiertas como esperando  en la cocina y oferentes en su inocencia. Yo estaba excitada, nerviosa, sabiendo que si fallaba el plato, la vergüenza y las bromas serían para larga data.
Por la noche ya estaba preparado el relleno con arroz, huevos, pimienta y especias y pensaba aún en la forma de cocción y la salsa adecuada.
Llegué a trasnochar por esto que era un desafío, rodeada por recetarios y anotaciones. Cuando a las doce de la noche subí al dormitorio, el cansancio me encegueció y caí literalmente sobre la cama, semi-vestida sin atinar a bajar las cortinas del  ventanal. La última mirada fue hacia el jardín y creo que me dormí al poco rato.
Después de  unas horas, (cálculo que realicé teniendo en cuenta la oscuridad reinante), desperté con un raro  sentimiento de inquietud  que avanzaba junto a extraños ruidos. Sin levantarme de la cama agucé el oído, era en realidad un murmullo en el silencio. Como mi esposo dormía y nadie más estaba en la casa, pensé que sería un animal que entró a buscar comida o la presencia nunca deseada de un intruso.
Las puertas todas, estaban cerradas con llave y pasador, no me atreví a moverme o encender la luz. la idea era prepararme para la defensa en la oscuridad.
El ruido avanzaba lento pero sin pausas, se acercaba y ya lo sentía acechante como para no asustarme. La cama vibró un poco, quizá por algún movimiento instintivo o un giro de mi esposo en medio de su sueño. Algo se deslizaba sobre las cobijas
Y la sola idea de una víbora me aterrorizó. Pero las pocas serpientes que vi en mi jardín en tantos años no eran más largas de medio metro y ninguna peligrosa. Pero… Palpé sin querer, algo parecido a una cuerda, ya en colapso di un golpe, pero eso, lo que fuere avanzaba y en un rapto de lucidez me percaté que era flexible, era una rama tierna de hoja grande, algo rugosa, era sí ,como la planta rastrera de zapallo.¿Cómo llegó hasta allí?.
Di un rito agudo, traté de saltar de la cama y esa liana se endurecía y me ataba enroscándose en mis piernas y subiendo a mi cuerpo. Mi marido no escuchaba, seguramente en medio de un sueño profundo y el terror me ataba también hasta lograr que enmudeciera.
Ante un movimiento brusco de los brazos de mi marido, a rama se retrajo y pude encender la luz y despertarlo.
Luego, al correr a la escalera no pudimos comprobar la presencia de nada, persona o planta, animal o siquiera rastro o huellas.
Bajé a primera hora de la mañana cuando el sol recién comenzaba a iluminar, corrí hasta el jardín y allí, en el ángulo del rincón, estaban las flores de zapallo, como a la espera.
Al mediodía me desquité al cocinarlas con su relleno desbordante y el fondo de la salsa al vino y con pimienta y especias. Agregué los papines norteños con su cáscara y al colocar la tapa en la olla, escuché un leve gemido. Un escalofrío rápido levantó mi brazo, observé dentro de la cacerola y el aroma llegó hasta mí. Todo marchaba bien.
 El único problema fue que no me atreví a probar el plato.
Cuando ese día a los postres conté mi sueño, o mi pesadilla quizá, aún el miedo me invadía era sentir como una amenaza latente. Nadie quiso creerme, escuchaban el relato y era para ellos un cuento más de los que suelo contar.
No pasó mucho tiempo y la planta renació, había invadido medio jardín, las demás plantas corrían riesgo de ser enlazadas o devoradas y por seguridad  arrancamos de la tierra hasta la última rama.
Lo preocupante fue cuando a los quince días apareció una ramita con varias hojas que  se fue alargando y corrió por el césped con gran conocimiento del lugar hasta llegar a la pata de la mesa de madera  que se hallaba bajo el alero. Sobre la pared, la planta se encaramaba hasta llegar a la ventana del dormitorio. Desde mi silla, hipnotizada miré al otro extremo y vi entonces, una flor anaranjada, muy grande, que se abría y cerraba, como una gran boca. abanicando la tarde.




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