FLORES RELLENAS O DE MI PLANTA DE ZAPALLO
Un día apareció Mauricio, estático, en
medio del jardín de atrás de mi casa, hacía señas como un títere, por las
ventanas de la cocina. Yo que estaba absorta mirando más allá del jardín, el
verde del césped recién regado y los azahares
del limonero, me asusté.
Él llevaba
entre sus manos una planta de tomates como si portara un ramo de flores exóticas,
me sonrió y no tuve ninguna duda: eran
para mí.
Los regalos
entre mi vecino de chalet del country y yo, constaban de intercambios, un ir y
venir de romero, menta, orégano, me proveía de las ciruelas remolacha que yo
adoro, y de mi casa hacia allá, tortas de ciruela, justamente como compensación
o algunos almácigos de hierbas aromáticas o algunas frutas.
Pasábamos de
tarde en tarde charlando, su señora y yo o las dos parejas, entre vasos de
vino, solo para brindar por la vida. Era
un pequeño oasis dentro del ajetreo del club de campo y entre ladridos de algún
chucho nervioso o gritos de los chicos desde las bicicletas o en la plazoleta
cercana.
Nos reconciliábamos
cada fin de semana con toda la naturaleza y permitíamos que las abejas libaran
nuestras flores y los pájaros carpinteros se hospedaran con sus nidos, como el
que habían construido en mi jardín en el
tronco hueco del olmo centenario.
Entre mate y
bizcochitos de grasa, acompañados con el dulce de moras casero de mi especialidad,
teníamos todas las tardes la visita del colibrí con su aletear casi invisible e
irisado.
Una semana
en que decidí enterrar algunas semillas de zapallo, me propuse no contar a
nadie la experiencia y esperar paciente el resultado.
Pasaron
quince días en que la lluvia y la temperatura nos retuvo en la ciudad. Al cabo
de ese tiempo lo primero que hice al llegar a la casa fue rodearla, llegar al
jardín y observar el rincón donde había escondido las semillas, siempre
esperanzada que siguieran allí y ningún pájaro las hubiera comido. Pero,
¡aleluya! En ese lugar había emergido ya la planta rastrera que había avanzado
sobre el jardín.
Mi contento
siguió por dos semanas más y aparecieron como premio los primeros pimpollos
anaranjados y rugosos de las flores.
Me
impacientaba la idea de que el jardinero u otro vecino menos amable, arrasara
con ellas. En el ínterin, sabiendo que eran comestibles, tomé nota de dos o
tres recetas de cocina para elegir la más sabrosa.
A la semana
siguiente las flores estaban en plenitud, frescas, grandes, abiertas como
esperando en la cocina y oferentes en su
inocencia. Yo estaba excitada, nerviosa, sabiendo que si fallaba el plato, la
vergüenza y las bromas serían para larga data.
Por la noche
ya estaba preparado el relleno con arroz, huevos, pimienta y especias y pensaba
aún en la forma de cocción y la salsa adecuada.
Llegué a
trasnochar por esto que era un desafío, rodeada por recetarios y anotaciones.
Cuando a las doce de la noche subí al dormitorio, el cansancio me encegueció y
caí literalmente sobre la cama, semi-vestida sin atinar a bajar las cortinas
del ventanal. La última mirada fue hacia
el jardín y creo que me dormí al poco rato.
Después
de unas horas, (cálculo que realicé
teniendo en cuenta la oscuridad reinante), desperté con un raro sentimiento de inquietud que avanzaba junto a extraños ruidos. Sin
levantarme de la cama agucé el oído, era en realidad un murmullo en el
silencio. Como mi esposo dormía y nadie más estaba en la casa, pensé que sería
un animal que entró a buscar comida o la presencia nunca deseada de un intruso.
Las puertas
todas, estaban cerradas con llave y pasador, no me atreví a moverme o encender
la luz. la idea era prepararme para la defensa en la oscuridad.
El ruido
avanzaba lento pero sin pausas, se acercaba y ya lo sentía acechante como para
no asustarme. La cama vibró un poco, quizá por algún movimiento instintivo o un
giro de mi esposo en medio de su sueño. Algo se deslizaba sobre las cobijas
Y la sola
idea de una víbora me aterrorizó. Pero las pocas serpientes que vi en mi jardín
en tantos años no eran más largas de medio metro y ninguna peligrosa. Pero…
Palpé sin querer, algo parecido a una cuerda, ya en colapso di un golpe, pero
eso, lo que fuere avanzaba y en un rapto de lucidez me percaté que era
flexible, era una rama tierna de hoja grande, algo rugosa, era sí ,como la
planta rastrera de zapallo.¿Cómo llegó hasta allí?.
Di un rito
agudo, traté de saltar de la cama y esa liana se endurecía y me ataba
enroscándose en mis piernas y subiendo a mi cuerpo. Mi marido no escuchaba,
seguramente en medio de un sueño profundo y el terror me ataba también hasta
lograr que enmudeciera.
Ante un
movimiento brusco de los brazos de mi marido, a rama se retrajo y pude encender
la luz y despertarlo.
Luego, al
correr a la escalera no pudimos comprobar la presencia de nada, persona o
planta, animal o siquiera rastro o huellas.
Bajé a
primera hora de la mañana cuando el sol recién comenzaba a iluminar, corrí
hasta el jardín y allí, en el ángulo del rincón, estaban las flores de zapallo,
como a la espera.
Al mediodía
me desquité al cocinarlas con su relleno desbordante y el fondo de la salsa al
vino y con pimienta y especias. Agregué los papines norteños con su cáscara y
al colocar la tapa en la olla, escuché un leve gemido. Un escalofrío rápido
levantó mi brazo, observé dentro de la cacerola y el aroma llegó hasta mí. Todo
marchaba bien.
El único problema fue que no me atreví a
probar el plato.
Cuando ese
día a los postres conté mi sueño, o mi pesadilla quizá, aún el miedo me invadía
era sentir como una amenaza latente. Nadie quiso creerme, escuchaban el relato
y era para ellos un cuento más de los que suelo contar.
No pasó
mucho tiempo y la planta renació, había invadido medio jardín, las demás
plantas corrían riesgo de ser enlazadas o devoradas y por seguridad arrancamos de la tierra hasta la última rama.
Lo
preocupante fue cuando a los quince días apareció una ramita con varias hojas que se fue alargando y corrió por el césped con
gran conocimiento del lugar hasta llegar a la pata de la mesa de madera que se hallaba bajo el alero. Sobre la pared,
la planta se encaramaba hasta llegar a la ventana del dormitorio. Desde mi
silla, hipnotizada miré al otro extremo y vi entonces, una flor anaranjada, muy
grande, que se abría y cerraba, como una gran boca. abanicando la tarde.
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