UNA SOLA PALABRA
El sol la encuentra meciéndose suavemente,
una dulce sonrisa ilumina su rostro. Mágicamente regresa a su niñez, época de
oro en que sólo a ella se le permitía hamacarse en la mecedora de esterilla de
la abuela. Cuánto la complacía esa mujer de cabellos plateados, mirada tierna,
voz cadenciosa y manos repletas de caricias y galletas recién horneadas.
La cirugía
fue sencilla, ella está animada y aprovecha para disfrutar de un descanso en
esa habitación confortable.
Se abre la
puerta y entra él.
Disfruta de
la compañía de este hombre de edad mediana, impecable chaquetilla blanca,
cuerpo atlético, aire seductor, con algunas canas que lo muestran más
interesante aún.
Se saludan
afablemente, charlan unos minutos. Él pregunta donde está el informe. Ella
señala una mesa y aguarda despreocupada, se mece suavemente y piensa en su
niñez.
Manos
pulcras abren un sobre cuidadosamente cerrado. Sus ojos quedan fijos demasiado
tiempo, su mirada clavada en el papel.
La joven
mujer sigue balanceándose y otra vez es pequeña. Rememora la suavidad de las
caricias, la ternura de la mirada, el aroma de las galletas, escucha a su
abuela llamándola por su nombre.
La voz del
médico la trae a la realidad, le dará el alta y retomará su vida habitual. Sin
embargo algo extraño sucede: él juguetea nerviosamente con ese pequeño papel,
no la mira siquiera cuando habla. Muchas frases salen de su boca sin que ella
logre entenderlas, entonces cierta palabra la alerta y empieza a comprender que
algo terrible sucede.
El sillón se
detiene, se arrima hacia delante y de modo casi inaudible formula una pregunta,
la que nunca hubiera querido realizar, de la cual nunca hubiera querido
escuchar la respuesta. Sus miradas se cruzan por primera vez desde que él
buscara el sobre cerrado. Recibe la certera flecha confirmando sus dudas y
luego no escucha nada más.
Él sigue
hablando con voz temblorosa aunque ella ya no oye esas palabras, sólo percibe
gritos aturdiendo su mente, dagas desgarrando su alma, latigazos desmenuzando
sus sueños.
Se siente
perturbada. Esa noticia acaba de matarla.
Su juventud,
sus hijos pequeños, sus seres amados, sus ilusiones… Su vida destruida por el
zarpazo de una sola palabra, una mala palabra, irrepetible, innombrable,
devastadora.
El médico se
acerca para saludarla, menciona algo de las curaciones y por fin se va.
Sí… por fin
se va… Ella sigue con sus ojos húmedos a ese insignificante ser, encorvado,
canoso, desaliñado, arrastrando sus pies al caminar.
Vuelve a
recostarse en la mecedora, ya en la protección de la soledad. Sus sentimientos
la desbordan, sus pensamientos se descontrolan. Se balancea nuevamente aunque
ya no piensa en su niñez, la realidad la sacudió con una decisión asesina.
De pronto se
siente débil, cansada. Intenta ordenar sus ideas, quisiera saber cómo actuar.
¿Para qué esperar el momento del fin, con todo el deterioro que conlleva, si el
destino ya firmó su sentencia?
El dolor
lacera sus entrañas. Tembló el piso y todo cayó a su alrededor.
El sillón se
mece con suave cadencia. Su mirada se pierde en algún recoveco de su niñez,
anhela regresar allí y dormirse protegida por los brazos de su abuela, sin
pensar en nada más.
El sol
acaricia un rostro sereno, empapado en lágrimas, mientras se enciende una tenue
luz en su corazón.
Tal vez es
la angustia que acrecienta su fortaleza.
O quizá es
la certeza que al fin pronto todo terminará.
1 comentario:
Apreciado Carlos:
Muchas gracias por tu generosidad al incluir mi cuento en tu publicación Redes de Papel, aprecio tu gesto.
Un saludito cordial
Analía
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