La respiración del lirio Sonia Catela
Cuando vi aparecer esta noche a mi viejo, brotado de
la bodega de la oscuridad y la tormenta, pensé que la ocasión exigía algo más
refinado que el trivial saludo que me propinó. Porque su llegada, dadas las
circunstancias, no podía sino responder a un propósito inusitado. Un aviso. Una
revelación. Sin embargo, pese al desorden de mis inhalaciones y la rebeldía
circulatoria en mis venas, aguanté del lado de acá, en el filo, y no rompí la
costumbre de devolverle un "hola" igual de desabrido. -Sí que no esperaba
verte -añadí. -Yo tampoco. -¿Y? -requerí. -Te traje algo- acotó y se señaló el
bolsillo abultado, -¿De allá? -me espanté. Pero no mostró el objeto; pasó a mi
lado sin besarme ni tocarme y entró directo a la cocina.
-Te cebo mate- fue lo siguiente que dijo el Viejo
echándose la gorra hacia atrás. Y se metió en esos preparativos como si nada.
Yo aguardaba que anunciase lo que embuchaba, escrutaba el bulto en su bolsillo
y esperaba sin aliento. Lo miraba sacar yerba y bombilla y calentar agua mientras
mi desasosiego crecía, en la punzante sensación de que él me llevaba una
ventaja: ahora se encontraría al tanto de todos mis pecados y mis malos
pensamientos. Por eso se había acercado, o lo habían mandado. Había atravesado
la cavadura de la noche y los truenos con pleno conocimiento de esos secretos
hervidos en mi conciencia y que lo incluían a él en remotos y fantasiosos
incestos. Y también, el haberlo imaginado desnudo mientras hacía lo necesario
para traerme a este mundo. Así había armado la pintura del viejo, glúteos al
aire igual a un renacuajo de dos colas, mientras navegaba sobre mi gorda madre.
Y ahora él, tan pudoroso, debía hallarse al tanto de esas perversidades
filiales, y de la mano de ellas vendría un castigo y también el descubrimiento
de una verdad inesperada. -Qué tal tu vida- me atreví y sorbí el primer mate
con toda lentitud; él arrimó la mano al bulto y me cortó el aire. -Vos siempre
descuidando esa puerta-, reprochó el viejo, siendo que esta noche hubiera
podido entrar con cerradura echada o sin ella. -El barrio sigue tranquilo, papá-,
dije, -aflojá con tus aprensiones. En una palabra, lo de cualquier encuentro
aunque me muriera de ganas de charlar sobre qué opinaba de mis pecados y de las
infracciones cometidas por mi imaginación para pedirle perdón si venía al caso,
o mantenerme en mis trece si la visita rumbeaba para el lado de las
discusiones; siempre porfiamos en nuestras respectivas testarudeces aunque
ahora la variante situacional me mantenía recelosa. Volvió a tantearse el bulto
del regalo, por afuera. Pero no concretó. Contra su costumbre, mi viejo rechazó
la copa de vino que le puse al frente. -Qué te trae por aquí-, seguí
atreviéndome. Quería precipitar el meollo o nos quedaríamos en los preámbulos.
Eludió como si nada: -Qué tal andan las cosas-, dijo. Repliqué que todo normal.
Omití el comentario de nuestras penurias; él no las ignoraría. Como había pocas
novedades que agregar, repetí que el barrio siempre tranquilo. El mate no iba a
pasar de los treinta minutos por más que yo tragaba y tragaba verde superando
el cupo de tolerancia de mis intestinos. Lo controlaba esperando que él abriera
la boca y se confesara de una vez. O que metiera la mano en el bolsillo y sacara
la cosa que me había traído de allá, aunque esto tanto me amedrentaba.
Mi viejo ceba, metido en su gabán y en su mutismo.
Yo espero. Él alza el brazo, empuña el termo, me pasa el mate. Cada vez trato
de tomarle la mano, para saber, pero él la escamotea indefectiblemente en el
instante precedente. Yo intento especular hasta dónde ha averiguado. Qué tendrá
que manifestarme al respecto. Pero el viejo sólo tiende los mates y los pone
frente a mí. -¿Y allá cómo estás?- indago y no por formalismo. Otra vez me
birla su mano. Por favor, que hable.
Pero sólo
replica "bien" siguiendo su costumbre de parquedades, y oculta alguna
angustia si es que le retuerce las tripas y si es que tiene tripas. -Bueno, el
último-, anuncia y vuelca el resto final de líquido en la calabaza. No quería
que llegase el momento en que ese termo se acabara. Insisto, urgida, sobre qué
novedades trae y para qué vino o lo mandaron. -Y cómo querés que esté-,
reitera, y se ríe con esa sonrisa conocida, en la que falta el canino de cuando
creyó que estaba tuberculoso y se moriría, languideciendo día a día en Cosquín,
y vomitando a pedazos sus pulmones podridos. Y sin embargo, tuvo tiempo de
hacer lo necesario para largarme a este mundo. Mi viejo no sale del "cómo
querés que esté" con su cansancio tristón, y cuando me descuido, ya
muestra sus espaldas caminando quién sabe adónde y hasta cuándo. Dejándome sin
aliento. -¿Y te vas así?-. Se encoge de hombros. -Pero, volverás-, requiero. -A
lo mejor-, susurra, siempre de espaldas. Pone la cosa que me trajo en la mesa:
algo tenue y palpitante parecido a un lirio azulado, y se marcha. Cuando
intento tomar la flor, ésta se desvanece como si hubiera estado pintada con
aire. La puerta se cierra tras la espalda de mi padre, en un encuentro como
tantos otros, si no fuera porque desde que él se murió hace cuatro años no nos
habíamos vuelto a ver.
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