Escalera al cielo María A. Escobar
-Porqué no la mandás a Neneca. -Neneca está indispuesta. Quería decir que Neneca estaba con la menstruación. Me reventaba que mamá no nombrara a las cosas tal cual eran. Yo nunca iba a tener la menstruación, esa cosa fastidiosa que, parece, tenían todas las mujeres, una vez al mes, pero cuando le decía esto a mamá ella se reía y me acariciaba el pelo. -Qué error, decía mamá. Deberías haber sido un muchachito. Era mi sueño, los varones la pasaban mucho mejor que nosotras. Ahí estaba mi padre, jugando a las cartas en el boliche mientras mamá se deslomaba en la casa, lavando, planchando, pelando papas, cocinando, un fastidio. Porqué, porqué no había sido varón.
Destripar a la muñeca era una satisfacción, tanta puntilla, tanto afeite, una maricona, eso era. Y me la habían regalado tanchochos y yo tuve que poner cara de alegría, para no desencantarlos, pero hubiera preferido una caja de soldados, algo así. Y jamás desplazaría a mi oso, aunque ya estuviera bastante estropeado el pobre.
-Alcira, volvió a vociferar mamá.
-Andá a ver si tu abuela necesita algo. Dejé la muñeca a medio destripar y comencé a subir la desvencijada escalera de madera. Mis pasos sonaban cric crac cric crac. Alguna vez se desplomaría y la abuela quedaría arriba, sola y luego se moriría, también sola, porque no habría forma de llegar hasta allá arriba o habría que llamar a los bomberos, esos muchachos que vestían tan bellos uniformes. Eso me gustaría ser cuando fuera grande pero nunca ví mujeres bomberas. Tal vez en el futuro…
Entré a la estrecha pieza que tenia techo de madera, empinado y una pequeña ventana arriba. No había mucha luz ahí. Encendí la de un foco amarillento que hacía que la abuela estuviera envuelta en una tiniebla que la convertía en un fantasma en su gran cama de bronce, medio sentada sobre almohadones multicolores, la cara blanca como una tiza. Siempre había un fuerte olor a orín, aunque mi madre subiera una vez al día con una gran pava y una palangana para lavarla y cambiarle la ropa.
Me acerqué y le toqué el brazo que asomaba entre las sábanas.
-Abuela, le dije en un susurro.
-Quién sos, ¿Neneca?.-No soy yo, Alcira. -Ah, la pequeña bandida… eres una pequeña bandi-
da, por eso siempre te irá bien. No serás como la tonta de tu madre. -¿No es cierto? Te casarás con un hombre rico, aunque no lo ames, porque el dinero es importante y el amor pasa. -Ya ves.
-Y a vos qué te pasó, abuela.
-Yo tiré mi fortuna en los casinos y en los hipódromos, pero la pasé bien mientras duró hija. Conocí hombres magníficos pero luego hice lo de tu madre, me enamoré de un cagatintas… y bueno, ya sabés. -Yo no me voy a casar abuela, voy a ser bombera, la primera. -No me hagas hablar, me fatigo.
Recitarme un poema, el de la niña negra. -Es triste abuela. Hizo un gesto con la mano. Entonces empecé:
“Toda vestida de blanco almidonada y compuesta en la puerta de su casa estaba la niña negra…”
La abuela se había dormido, pero una lágrima brillaba en su sien.
Mientras bajaba la escalera y llegaba abajo pensaba porqué lo que se escribía para los niños era triste. Corazón, por ejemplo, era para llorar y eso no sirve de nada. Tal vez querían educarnos así blandas, lloronas. No volvería a recitarle a la abuela nada de eso, aunque a ella le gustara. Yo solía inventar historias magníficas, de mujeres audaces y temerarias. Eso le contaría. Pero era Neneca la que debería subir, como sea. No habría excusas.
-Qué te dijo la abuela? - Que no sea como tú. -Eso no importa.
Necesita algo?. -No, hablamos, luego se durmió. -Le subiré un tazón de sopa.
Y mamá se ocuparía de ella como lo hacía con todos nosotros.
No fui yo la que encontró a la abuela muerta en su cama. Fue
Neneca. Bajó las escaleras cric crac agarrada del pasamanos, temblorosa y le dijo algo a mamá en un susurro. Pero yo me di cuenta que la abuela había muerto y que la escalera aun no se había derrumbado.
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