Encuentros en el mar Héctor Zabala
El
viejo apoyaba los antebrazos en la barandilla. Ya se conocían de vista, aunque
jamás se habían correspondido el saludo. El recién llegado se puso a la par,
casi codo con codo, imitando la postura del viejo. Las sirenas del barco se
escuchaban cercanas.
–Así
que contemplando las estrellas para gastar el tiempo. Se ven brillantes, ¿no?
–Ay,
joven, ¿a mi edad se puede dejar morir otra cosa que no sea el tiempo? Mire, no
me gusta esta música moderna. No, no voy a perder el poco oído que me queda,
por más que ese hombre quiera insistir con sus fiestitas.
El
viejo y el joven (que no era tan joven como el otro pensaba) se miraron un
instante, creyendo reconocerse. Era algo difícil de explicar. Estaba ahí y no
estaba. Al fin y después de una pausa, enojosa por cierto como suele ocurrir
con esas pausas, el que aparentaba más joven se atrevió a decir:
–Tiene
usted razón. Las melodías no van con este asunto del mar, por más que el mandamás
se imagine lo contrario. Si yo fuera él, no dejaría que interfiriese la música.
Y en cuanto a la sordera, no se preocupe, yo descubrí hace tiempo que las hay
beneficiosas. Mire, le diré, hará un montón de años, yo...
Y
su alma se explayó en la anécdota, y los recuerdos surgieron como aparecidos a
los que el mundo debía cobijar de nuevo. Palabras que el viejo en parte dedujo
y en parte no; más por culpa de la sordera que de las neuronas.
De
nuevo la pausa enojosa. Ese espectro brutal que llamamos silencio. Ese escollo,
en forma de sigilo educado y modoso, entre seres cultos pero distintos, que
aparecen de pronto y están como obligados a permanecer quietos y frente a
frente, sin saber cómo continuar ni qué decirse ni cómo o dónde poner brazos y
manos. Sí, como dos mundos disímiles que ocupan un mismo mundo.
Al
fin, el que parecía ser más joven rompió los pensamientos del compañero:
–¿No
habría que intentar avisarles?
El
otro sonrió desolado sin mirarlo siquiera:
–¿Avisarles?,
¿para qué? ¿Para qué hacer cosas heroicas? Somos inútiles y viejos para ellos.
Ni nos verían. Tendrán menos oído que los marineros de su anécdota o que yo por
mi vejez. Y en cuanto a ceguera, créame, no hay generación que les gane. Mejor
déjelos, que sigan felices, envueltos en su mala música y abismados en su baile
ridículo que en todo hace agua. No hay nada, absolutamente nada en lo que
podamos ayudar.
Y
otra vez el silencio, apenas roto por la carraspera del viejo tras la brisa
helada que venía del norte y se hacía sentir como nunca.
–¡Pero,
ahora que caigo en la cuenta, no nos hemos presentado! –dijo el que aparentaba
ser más viejo, tanto por decir algo.
–Bueno,
digamos que no me hace mucha falta –rió el otro–. Usted debe ser el que aparece
nombrado en casi toda cartelera de concierto del mundo. En cuanto a mí, no sé
si la gente me recuerda tanto. No faltará quien crea que apenas soy un mito
–terminó riendo.
–Bueno,
de todos modos me presentaré: Soy Ludwig van Beethoven.
–Y
yo, Odiseo, rey de Ítaca, aunque algunos prefieren llamarme Ulises.
Y
siguieron apoyados con los codos en la barandilla, contemplando el cielo
nocturno. Las agujas del reloj indicaban casi la medianoche. El almanaque,
catorce de abril de mil novecientos doce. Pese a la vejez y a la niebla, ambos
espectros ya empezaban a divisar la enorme masa blancuzca.
Este cuento obtuvo 2º Mención en el
Certamen Literario Nacional “Prof. Argentina Harrand de Travi" Año 2006,
de la Sociedad
Argentina de Escritores (SADE). Belén de Escobar, provincia
de Buenos Aires, Argentina, diciembre 2006.
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