EL GALLINERO Amanda Pedrozo Cibils
Tenía diez años cuando se
decidió a irrumpir en la vida de las gallinas, casi sin que ellas se dieran
cuenta. Aprovechó una tarde olorosa a reciente aguacero y la fascinación de las
gallinas por el arco iris. Los círculos amarillos de sus ojos estaban pegados
al cartón azul de arriba cuando Benefrida comenzó a formar parte del gallinero,
ya para siempre desde ese lado donde era posible bambolear el maíz entre los
dientes hasta hacerlo puré con leche de saliva.
Para eso las había observado
por años, desde el mismo momento en que la dejaron salir del pozo de tierra
apisonada que su abuela había cavado para que no se arriesgase demasiado en ese
gateo que estaba cerca del desvarío. A aquel horizonte de tierra colorada le
siguió en su vida ese otro límite de alambres cruzados y pronto sus ojos se
hicieron tan baqueanos a esa única visión, que podían seguir repitiéndola hasta
cuando no estaban abiertos.
Su obsesión por el gallinero
fue un alivio para la abuela, que ya decía que no había que encerrarla tanto.
Nadie tenía tiempo para quebrantarse en esa casa. A un niño siguió otro y
puchar por la vida les llevó tanto tiempo, que terminaron dejándola instalada
en ese pequeño espacio entre la batea de los chanchos y la planta de pomelo.
Entre todos pero sin decir
una palabra concluyeron en que Benefrida salió tilinga como la tía Prudencia, y
que igual que ella ya no tenía solución. También entre todos la olvidaron, ayudándose
unos a otros en ese trance familiar vergonzoso.
Cuando dejaron de fijarse en
su presencia, la niña ingresó al gallinero, entre un aletear silencioso de las
gallinas que miraban con fascinación un arco iris colocado en el medio del olor
a aguacero reciente y la procesión que le pasaba por dentro justo en ese
momento.
Las gallinas se habían
acostumbrado desde hacía años a verla, y para decir la verdad completa, ni se
percataron de que alguna vez había estado del otro lado del alambre tejido. Esa
misma noche la inquilina subió a la planta de pomelo con las gallinas,
ahuecando los brazos y cediendo las ramas de privilegio a las más antiguas. La
abuela fue la primera que la vio al día siguiente escarbando con las manos para
elegir los granos de maíz e irlos aplastando despacito entre los dientes.
Hubo una corrida familiar y
nadie supo nunca quién entró primero al gallinero para tratar de sacarla.
Apenas los vio, Benefrida se tumbó al suelo echando espuma por la boca. Nadie
tenía tiempo en la casa para quebrantarse demasiado, así que la dejaron y se
fueron a revolver cada uno sus cosas, sin falsos remordimientos. Al día
siguiente la abuela entró al gallinero seguida por los chicos más grandes de la
casa, para intentar nuevamente volver a Benefrida al ámbito familiar. Pero la
niña aleteó salvajemente, se prendió por el alambre tejido y desde allí se
defendió con las uñas. La abuela salió horrorizada.
-Esa niña salió tilinga.
-Igualito que tía Prudencia.
-No, más todavía, yo me
acuerdo bien.
Al otro día los despertó un
cloqueo como de gallina enferma. Todos supieron que era Benefrida, así que se
taparon mejor y volvieron a dormirse pensando vagamente que las cosas estaban
saliendo en su hora. Todos evitaron mirar hacia el gallinero ese día y el otro
y el que venía después, hasta que resultó inevitable dar de comer a las
gallinas. Así fueron descubriendo uno a uno que a Benefrida le gustaba más que
nada el afrecho mojado, que odiaba los restos de comida de la casa y que
prefería el agua de lluvia que quedaba preso en un pedazo de teja vieja.
Un día, hizo su aparición
por la casa pa'i Setrini. Nadie tenía tiempo para quebrantarse, así que
enseguida le dieron la razón: había que sacar de allí a Benefrida. Tampoco
tenían tiempo para esperar, por lo que entraron seguidamente al gallinero,
dispuestos a hacer lo nenecesario. Un largo lamento marcó el comienzo de ese
primer acto de la vida inerte de la niña.
El segundo acto puede ser
resumido así: Benefrida sentada en el sitio exacto entre la batea de los
chanchos y la planta de pomelo. Benefrida mirando las gallinas cuando comen,
las gallinas cuando cacarean, cuando ponen huevos, cuando cuidan a sus pollitos
que dicen pío pío, cuando pelean por una lombriz. Benefrida controlando
minuciosamente el rectángulo de sol sobre el horcón del gallinero. Benefrida
viendo llegar la noche presa de feroces ataques y desvarío.
El doctor dijo al instante
que era epilepsia, la abuela calculó que se trataba de calentura natural, el
pa'i dijo que era pecado. Ningún medicamento, ningún rosario, pudo evitar ni
uno solo de los ataques: llegaban puntales apenas las gallinas subían a la
planta de pomelo. De eso hace cuarenta años, y todavía hoy Benefrida sigue
mirando el gallinero, done ya no hay gallinas sino sólo la pobre planta de
pomelo vieja y carcomida por los horribles gusanos que se trajo una vez el
viento del norte y que terminaron comiéndole el caracú hace cinco años.
Pero en la casa, donde nadie
tiene tiempo para quebrantarse y tampoco está para aguantar los golpes de la
vida además de las enfermedades propias de la vejez, sólo cuentan de vez en
cuando -si se les pregunta- que es demasiado trabajo puchar por la vida, y
encima tener que estar sacándole a la tilinga las dos o tres plumitas que le
salen en la espalda, fenómeno que se le repite cada vez que alguien, por
compasión, asco o descuido, procura moverla de su sitio.
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