sábado, 1 de diciembre de 2012

NORA JAIME


EL VUELO DE MILAGROS

Al cumplir los cinco años Milagros pensó que podía volar. Su primer intento fue antes de cumplir  los seis, una mañana de primavera en el campo cercano a la casa de su abuela. Un acontecimiento presagió este suceso, el día anterior había despertado asustada por una pesadilla, sentada en su cama con los brazos cruzados gritando. La abuela la calmó diciendo "No temas, pronto llegará  el sol y  se llevará las sombras y los malos sueños. Vamos mi niña, pidámosle juntas al ángel de la guarda que se lleve los pensamientos tristes que tanto la asustan."
Cuando me levante no recordaba el sueño que tanto me había asustado, solamente una imagen borrosa con los brazos extendidos que se disolvía como un dibujo de nubes en un cielo límpido.
Ese día, en ese instante supe que quería volar como los pájaros,  entonces subí por la cuesta grande hasta el pequeño valle desde donde se ve el río y allí me paré a mirar cómo hacen las aves. Me puse en puntas de pié, sentía que me estiraba, agité los brazos pero seguía estando sobre la tierra. 
Al día siguiente volví a intentarlo y luego al siguiente y así muchas veces hasta que una tarde por fin sucedió. Fue un vuelo corto pero suficientemente intenso como para comprobar que podía, lo había logrado.
A  partir de entonces siempre que lo deseo intensamente, puedo volar. Decidí no compartir con nadie este secreto, presintiendo que no me creerían. Había aprendido a no hablar de ciertos temas.
No conocí a mi madre, murió en el parto. El único hombre que había en mi vida era el abuelo. De ellos aprendí todo lo que me enseñaron, especialmente la abuela que era sabia en temas de enfermedades, de la vida y de la muerte. El abuelo me enseñó acerca de la naturaleza, de los animales y del trabajo del campo. 
Cuando la abuela murió ya tenía trece años y muchos vuelos.  Había guardado con celo mi secreto y solamente lo dije cuando, sabiendo que se moría,  me confió las últimas enseñanzas para mi vida sin ella.
Los del pueblo vinieron a la casa para decir que no podía quedarme sola con el abuelo, puse carita triste y compungida y llorando les pedí que me dejaran, que había prometido a la abuela antes de morir que cuidaría de Él y de la casa, como ella me había enseñado. Logré conmoverlos y aceptaron con la condición de que no abandonara la escuela ni la iglesia los domingos y ellos enviaron un joven para ayudar en el campo. Yo me ocuparía de las tareas domésticas.
Todo siguió igual. Por las noches, antes de que el abuelo se metiera en mi cama, me ponía bolitas de jabón bien adentro, después cuando él se quedaba profundamente dormido, me lavaba con vinagre, como me ensañara la abuela.
Mateo, el nuevo ayudante que mandaron del pueblo, era  un joven extraño y cada vez que me lo cruzaba me miraba  fijamente, como si quisiera preguntarme algo y no se animara, Yo continué con mis vuelos todas las veces que lo deseaba.
Un día viernes, antes de irse lo encontré volviendo del campo, me dio una flor y me dijo que no faltara al catecismo que iría a esperarme. El domingo al salir de la iglesia no estaba, me volví y en un recodo del camino lo encontré. Me apretó fuerte y me besó. Lo empujé asustada. Dijo que me escapara, que el abuelo, que en el pueblo comentaban… Le contesté que no se metiera, que sabía cuidarme sola, y eché a correr. Desde ese encuentro algo nuevo sucedió en mí, estaba como medio tonta, no podía dejar de pensar en ese beso.
El abuelo dijo que dejara la escuela y el catecismo,  tuve que explicarle que si dejaba de ir al pueblo, vendrían a buscarme. No le conté sobre nuestro encuentro  y los  evité a los dos. Por las tardes me iba a volar y de noche le daba al abuelo un té bien cargado, de los que le preparaba la abuela, para sosegarlo un poco.
Una tarde, volviendo de la escuela, vi que Mateo guardaba algo en el galpón. Después que se fue, revisé el galpón y encontré el hacha, que el abuelo había estado buscando, escondida entre unos trapos. Dejé todo como estaba pero comencé a vigilarlo, él no dijo nada y el abuelo se olvidó del asunto. Yo controlaba que siempre estuviera donde la había encontrado.
Ese viernes por la tarde, antes de irse, escuché que discutían y que el abuelo lo echó. Me puse como loca. Me escondí para esperarlo, detrás de unos matorrales. Se sorprendió al verme cuando le salí al paso. Sin hablar, lo abracé y rodamos por el suelo. Después que pasó todo dijo que me fuera con él, que el viejo estaba loco. Volví a besarlo como borracha y  me volví corriendo para la casa.
El abuelo estaba sentado en la cocina, me atajó con una mano ¿De dónde venís vos, estás caliente con ése ó te volviste puta, igual que tu madre? Me quedé muda, nunca me había hablado así y menos de mi madre. ¿Qué le pasa, se ha vuelto loco?  Vos sos mía  y no te vas a ir aunque tenga que matarte. Me tiró sobre la mesa y me arrancó la ropa, quise sacarlo de encima pero fue imposible, me doblaba en tamaño y fuerza. Lo odié con  toda mi alma y cuando noté que se aflojaba lo empujé con furia y cayó para atrás, pegando su cabeza en la mesada. Corrí al baño a lavarme con vinagre, llorando y maldiciéndolo.
Después de un rato, un poco más serena, volví a la cocina. Él seguía tirado pero respiraba, le curé la herida que se había hecho en la cabeza, le di un té para reanimarlo y lo llevé hasta su cama, seguía un poco atontado, lo tapé y me fui a dormir.
Por la mañana me pidió que lo acompañara al campo.
Caminamos en silencio, noté que se tambaleaba, le dije que volviera pero no quiso. A los pocos metros cayó y no pudo levantarse. Tuve que dejarlo solo ahí para ir al pueblo a buscar ayuda, cuando llegamos ya había muerto.
Mateo vino y quiso quedarse pero yo lo eché. El único hombre de esta casa fue y será el abuelo.
Me quedé viviendo sola, con el hacha al lado de mi cama. En el pueblo me tienen miedo, algunos dicen que soy bruja, porque alguien me vio volar y otros dicen que estoy loca, como mi madre y como mi abuela.


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