miércoles, 26 de diciembre de 2012

MARY VICY



MI MAMÁ TIENE QUINCE AÑOS 

A la mañana temprano de un lunes otoñal, vi desde mi ventanal a Laisa doblar la esquina. Se detuvo al borde de la calle y con movimientos cansinos, miró hacia un lado y hacia otro y dudando, cruzó. Colgaba entre sus dedos morados, a causa del esfuerzo y el frío, varias bolsas de diferentes tamaños, algunas besaban el suelo por soportar tanta carga de más. La mochila en  la espalda a punto de reventar, doblegaba su redondeada figura y haciendo un último esfuerzo, se paró frente a mi verja, estiró la mano hacia el timbre y tocó varias veces, prolongando en el sonido un resto de esperanza que aún anidaba en su rostro. Cuando entró, no me permitió que la ayudara y rumbeando a la cocina, silabeó en un susurro los buenos días.
Apretando los pies en el peldaño de la silla, aprisionó con las palmas agarrotadas el calor de la taza, bebiendo en silencio el café con leche humeante sin dejar de contemplar el jardín aledaño. Ese día, sus negros ojos se mantenían ausentes, en silencio, como perdidos. No sé por qué, pero me dio la sensación de que ella estaba vagando por la otra cara de la luna, la que nunca se ve pero sabemos que existe.
Estacionada en algún peldaño de su memoria, mordisqueó las galletitas con gusto a manzana dejando un tendal de migas dentro y fuera del mantel. A su alrededor, reposaban los bártulos como si formaran parte de un caparazón, protegiéndola de los ataques del destino.
Con sus diecinueve años a cuesta, la vida no le había sido fácil. Por ser la mayor de cinco hermanos, tuvo que hacerse cargo de responsabilidades de adultos cuando aún conservaba varios dedos vírgenes para completar la decena de la primera infancia.
Todavía recuerdo aquella mañana primaveral en que nos conocimos, en el aula de apoyo escolar. Tras varias preguntas de rigor, me llamó la atención el vocabulario soez y violento, propio de los marginados de la vida y de los barrios del mismo tenor. Sus manitas salpicadas de manchas blanquecinas, se movían  nerviosas como queriendo darle bofetadas a un mundo díscolo y ponerlo en el lugar que, según ella, le correspondía.
La negra y larga melena enmarañada, se apretaba en una coleta desprolija y vociferando amenazas, me marcaba sus condiciones para aceptar la nueva vida que le tocara en suerte a ella y al hermano, por orden del Juzgado, en ese Hogar de Menores.
La confianza entre las dos fue creciendo a los tropezones y un día, como si revelara un secreto que le hacía daño, me mostró un par de cicatrices de quemaduras grabadas en el pecho.
- Esta y esta me las hice cuando en mi casa cocinaba polenta para todos - señaló mientras miraba los bordes oscuros de su oscura piel.  Al instante, deduje que las salpicaduras blanquecinas de las manos eran la secuela de esas injustas responsabilidades. ¡Y apenas tenía once años!
Imaginando la terrible situación, tomé sus manitas dentro de las mías tratando de darle un poco de calor y del cariño que tanto ansiaba. Renuente a aceptar cualquier gesto de ternura, esa vez no optó por el rechazo acostumbrado y por primera vez, descubrió que mi corazón estaba a su disposición para cuando hiciera falta.
Con la asistencia apropiada, poco a poco fue fortaleciendo la lecto - escritura, tan ausente como los afectos. Con el correr de los meses, su brillante  inteligencia salió a la luz y no sé, aún hoy, si fue para bien o para mal, comenzaron las demandas a la vida, a su maldita suerte y a la madre que la parió.
Varias veces, en los años siguientes, tuve que acudir al  llamado de la Dirección de la Escuela, a fin de poner paños fríos para que no suspendan a los hermanos, por mal comportamiento.
- Tienen una discapacidad social severa - Acuñé la frase aquel día en que la cuota de paciencia se desmadró, con la esperanza de que se revirtiera la decisión disciplinaria y gracias a Dios, obró el efecto deseado.
Mis reproches siempre terminaban con el mismo consejo: "tratá de controlar ese carácter, es por tu bien. Estudiá mucho y aprovechá todo lo que te dan. Son las herramientas esenciales  para mejorar tu futuro".
Imponiendo su férrea voluntad al amparo del derecho y la justicia, una que otra vez  los cinco hermanos se juntaban en una plaza. Ella agradecía que los dos mas pequeños  hayan podido formar parte de una familia de corazón, en tanto la del medio, se criaba en un Hogar religioso.
Cuando las "sin respuestas" de los "porqué" adolescentes la pescaban con la guardia baja, su ánimo se llenaba de bronca y gritando todo el infortunio acumulado se perdía en un mar enfurecido, culpando e insultando a esa madre que no la supo retener.
Pero en el fondo la quería.
Si lograba relajarse, hablaba de ella como si se tratara de una criatura carente de oportunidades.
En esas cuitas a la distancia, recordaba momentos felices donde ambas cruzaban secretos vedados al cias maternales,  muchas veces, hasta infantiles.
Poco a poco fue reconstruyendo casi sin odios ni reclamos su pequeña historia y enterrando las vicisitudes en un fondo de silencio, se sentía feliz. Entonces, aparecían los recuerdos de la abuela, de los tíos, de los diferentes padres ausentes, de sus hermanos,  de la vecindad y un sin fin de amigos, cómplices de aventuras de aquella primera niñez.
Y un día, la edad me indicó que comenzaba la etapa del descanso bien merecido y me jubilé.
Recuerdo que dejé a Laisa pisando los quince años, una brillante alumna de Bachiller con orientación en Arte, sobresaliente en Informática  pero siempre revoltosa. En la despedida, me regaló una tarjeta que había dibujado con la computadora. La dedicatoria la escribió a mano, incluyendo varias faltas de ortografía.
Las visitas a mi casa de aquellos queridos alumnos o los encuentros en la plaza de la vuelta, me ayudaban a ver el crecimiento de cada uno, sumándose de vez en cuando algún nuevo compañero de ruta.
Cuando se quedaban a merendar, Laisa se aislaba con mi notebook por el jardín y durante un buen rato, trepada a la Web, chateaba con sus amigos, bajaba canciones, compartía fotos y comentarios en su muro, a veces subidos de tono.
- ¡No pasa nada seño! -me contestaba cuando le llamaba la atención.
A la edad de dieciocho años los chicos dejaban de ser menores y tenían que emigrar del Hogar. Aquellos que venían noviando y si podían, se integraban a las nuevas familias. Otros, decidían la soledad.
Desde la cadena de docentes solidarios, (fundación barrial de apoyo escolar sin fines de lucro) y como una forma de colaborar, los ayudábamos a conseguir trabajo, lugares donde vivir, aportando lo básico (llámese electrodomésticos, muebles, ropa de cama, etc.), como para que comiencen a proyectar su futuro. Hasta que lograban valerse por si mismo, Cáritas cooperaba con una generosa bolsa de alimentos.
Laisa no tenían un  referente contenedor fuera de la institución pero las ansias de libertad y la tremenda imaginación de cómo sería su mundo, le jugó en contra y sin pensarlo dos veces, se fue a vivir con una amiga del barrio, bastante mayor que ella.
Con el correr de los meses, reconoció que esperaba del mundo otra cosa. La cruel realidad de la supervivencia le arrancó la venda de los ojos, el aporte de la beca del "Plan Joven" apenas alcanzaba como colaboración a las necesidades hogareñas y la relación comenzó a irse a pique.
Ese verano se mareó en salidas, cigarrillos, boliches, noviecitos de última hora. Cuando la convivencia no dio para más, decidió mudarse a Pacheco con su familia de origen, a dos horas del colegio donde cursaba el último año.
Al principio, el reencuentro con su mamá fue placentero y con el correr de los días descubrió que la mujer que tenía enfrente no había crecido, tenía la misma madurez que muchos años atrás cuando compartían los juegos infantiles. Expresaba hacia ella un diálogo peculiar, adolescente, cuchicheando y proponiendo aventuras no tan santas, como desafiando la autoridad de los mayores.
Cierta vez, la madre se ofreció a comprarle las zapatillas que tanto necesitaba y luego, con un pretexto infantil, le confesó entre risas nerviosas que no podía porque el novio de turno, no quería darle la plata. Entonces Laisa entendió, que esa relación estaba muy lejos de la que podría desarrollarse entre una madre adulta y su joven hija.
Estudiar fue un impedimento para conseguir un trabajo estable. Algunos días, ayudaba  en el planchado de ropa en varias casas, incluso en la mía. Las condiciones eran que junto con la paga, debía recibir el almuerzo antes del ir al colegio.
A las pocas semanas me dijo que quería volver al barrio porque los parientes le hicieron saber que su aporte no era suficiente y no la podían mantener.
Y así comenzó la peregrinación.
Por tiempos limitados fue rodando de casa en casa, algunas amistades le habrían la puerta por un par de noches y un amigo a quien creyó amar, le ofreció dormir en la misma cama.
Una mañana, con su vozarrón de antaño, anunció el embarazo. Quien le dijo que la amaba la apartó de su camino y por primera vez, se vio en situación de calle.
En una reunión familiar urgente, decidimos alquilar una habitación en una pensión cercana a nuestro domicilio por el tiempo que sea necesario, hasta que se normalice su situación. Por eso, ese mediodía otoñal, cargando sus bártulos vino a casa, se sentó en la cocina frente a la taza humeante del desayuno y con voz queda, me dijo que lo intentó todo pero que lo que más le dolía, era no contar con una madre que la comprendiera, que la acompañe en esta nueva etapa de la vida, que la aconseje como criar a su hijo por nacer, que le enseñara a tejer escarpines, a cantar canciones de cuna, a distinguir los berrinches de las necesidades. En definitiva, que le enseñara a ser mamá.
-Nunca es tarde, dale una oportunidad -ofrecí como consejo tratando de consolarla.
Me miró en silencio y por pocos segundos la comparé con la Eva del Génesis, desterrada de un paraíso imaginario y delirante, creyendo que la creación comenzaba con ella.
-No seño -gimió desalentada bajando la vista -nunca va a suceder eso que me está pidiendo porque mi mamá, pero siempre y para siempre, va a tener quince años.

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