EL ANTICUARIO
(O DE CÓMO CORA L. NEGRO SE CRUZÓ CON
NOLO VASA KRER)
Durante
muchos años recorrió el mismo camino que lo llevaba de regreso a su casa. Cada
día encontraba ocupaciones y entretenimientos diversos que lo alejaban en
muchas direcciones, pero siempre volvía a su reducto. Los vecinos y amigos lo
reconocían a la distancia porque su forma de andar era muy especial. Mantenía
la cabeza erguida pero sin altanería y sus pasos eran firmes pero con suave
taconeo. Al cruzarlo, te miraba directamente a los ojos y mostraba un semblante
distendido y casi sonriente. Rara vez intercambiaba palabras aunque no dejaba
de saludar amablemente. Todos sabían que era crítico de arte y lo llamaban El
Anticuario. Como tal, atesoraba en su casa algunas obras de valor que había
adquirido en épocas de bonanza. En los últimos años se mantuvo alejado de las
subastas aunque sabía reconocer el valor de las piezas que estaban en oferta.
Simplemente no le interesaban y pocas veces levantaba la vista para apreciarlas
mejor. Su meta era mantener y cuidar sus posesiones hasta que llegara el fin.
Hace poco
más de un año abrieron un comercio de exposición y venta de pinturas y
esculturas en una de las calles que El Anticuario recorría. Se interesó en las
obras expuestas en los escaparates y comenzó a visitar el negocio casi a
diario. Mantenía entusiastas conversaciones con su propietario y con otros
colegas que compartían su mismo interés. Evaluaban juntos cada pieza y daban
sus opiniones sobre el real valor comercial y artístico. Había quienes gustaban
de la pintura renacentista y por ello la sobrevaluaban; otros eran fanáticos de
las pequeñas esculturas, y así cada uno con sus preferencias. El Anticuario
trataba de mantenerse objetivo, pero había una obra que, por alguna razón, lo
atraía sobremanera. Nunca evidenció esta preferencia y buscaba estar a solas
para contemplarla arrobado.
Algo extraño
pasó una tarde de primavera. Parece que un rayo de sol impactó sobre esa
delicada Náyade de porcelana y su reflejo le dio directo en los ojos. Por
supuesto que, siendo su preferida, este simple hecho lo conmovió. Trató de no
pensar en ello recordándose que las obras de arte que poseía eran más que
suficientes a esta altura de su vida. Además, se trataba de una diosa esculpida
hacía pocos años, lo cual la hacía incompatible con las apetencias lógicas de
un anticuario. En una segunda oportunidad, ya sin rayo de sol, el fenómeno se
repitió pocos días después y por un lapso más prolongado de tiempo. Aquí ya no
pudo, ni quiso, encontrar explicación lógica a estos hechos. Interpretó que la
figura de porcelana se estaba comunicando con él y pedía que le demostrara abiertamente
que era su favorita.
A partir de
ese momento la vida de El Anticuario cambió totalmente. Tomó coraje y, cuidando
que nadie lo viera, acarició el preciado tesoro. Nuevamente, sorprendentemente,
resplandeció. Con mucho miedo repitió varios días la experiencia y siempre con
el mismo resultado: la porcelana se hacía más translúcida y mostraba su perfección
y armonía.
Debía
apropiarse de esa mágica obra de arte!!! Y era realmente mágica porque tenía
sobre él un poder transformador. Ocupaba su mente durante gran parte del día.
Lo impulsaba a inventar mil excusas para acercarse a ella. Su rostro, otrora
casi adusto, reflejaba una alegría interior difícil de disimular. Sus amistades
le confesaron que había cambiado hasta su forma de andar, casi se deslizaba
sobre el piso.
Nunca antes
pensó poseer una pieza tan valiosa, pero su locura lo llevó a creer en los
milagros y que la ninfa del agua quería ser de su propiedad.
Comenzó una
investigación sobre la procedencia de esa obra y descubrió, para su pesar, que
estaba en exhibición pero su dueño no pensaba venderla. Tuvo oportunidad de
conocer al propietario y vio que, cuando éste la tomaba entre sus manos, la
porcelana se mantenía opaca, al igual que con todos quienes se le acercaban.
Con el
transcurso de los días, el anticuario soñó muchas estratagemas para poseer la
escultura y tenerla todo el tiempo a su lado. Locuras, como esconderse entre
los escaparates y permanecer encerrado toda la noche en el atelier. En una
oportunidad logró a medias su objetivo aprovechando que el propietario salió
por una diligencia, pero un cliente inoportuno enfrió la magia. Alucinaba con
robarla. Pensó canjear su colección privada, esa que le costara muchos años de
amoroso esfuerzo. Sin duda, ese deseo arrollador y desconocido lo mantenía al
borde del éxtasis y la locura.
Esto duró un
corto tiempo. Encuentros ocasionales, esporádicos, cargados de nerviosismo y
miedo por la culpa de estar acariciando una obra maestra que no era de su
propiedad pero le pertenecía. A pesar de ello, la intensidad de esos encuentros
transformó las noches en día y los sueños en realidad. Su mente recibía sólo
órdenes del corazón y su raciocinio estaba ligado al deseo. Deseo que lo
acompañaba cada segundo de su vida y le impedía pensar en otras cosas.
Una mañana,
que aparentaba ser como cualquiera de las anteriores, El Anticuario visitó el
atelier muy temprano. No recuerda, nunca entendió, cuál fue el detonante para
que las cosas cambiaran tan radicalmente. Lo cierto es que, al mirarla, la hija
de Júpiter no respondió con su acostumbrado brillo. Por el contrario,
sorprendentemente, mostró fisuras y grietas nunca evidenciadas. Allí comenzó el
calvario! Dedicó muchos días tratando de resolver las fallas que se habían
manifestado. Apeló a sus conocimientos y, fundamentalmente, a sus sentimientos,
pero el resultado no fue satisfactorio.
No podía
preguntar a sus colegas, ya que ellos nunca habían visto esa luminosidad. El
propietario del atelier le había recordado que la porcelana, al igual que el
cristal, puede agrietarse por ondas de alta frecuencia provenientes de un
sonido, o por mal manejo de las piezas. Ese comentario aumentó su turbación y
desconcierto. Pensó que, por su descuido, inadvertidamente, causó daños a esa
creación, transformándola en una figura más del escaparate. Intentó mil
maniobras para lograr que resplandezca y que se esfumen las grietas. Fracaso
tras fracaso y días de turbación y desasosiego que lo fueron desmoronando. Era
impensable que ésta, la madre de las Sirenas, le negara rotundamente su luz.
Agobiado por
la pena, comenzó a espaciar sus visitas al atelier. Cuando asistía a reuniones,
trataba que sus ojos no buscaran la escultura de la Náyade. Volvió a su vieja
rutina, sólo que ahora lo hacía con un desgano notorio. Su andar perdió ritmo y
sus pies rozaban el piso más de lo necesario. Su rostro tenía un rictus de
amargura y su cabeza se inclinaba hacia el suelo. Algunos amigos preguntaron
por su cambio y él lo atribuyó, mintiendo con vergüenza, a los achaques propios
de un hombre entrado en años.
Hasta el día
de hoy conserva una tristeza agradecida. Pena, con el corazón quebrado ante la
pérdida. Agradecimiento a Dios, ya que le dio la oportunidad de conocer ese
maravilloso sentimiento con el que pudo hacer brillar una estatua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario