PUESTA EN ESCENA
Trató de
concentrarse mientras inspiraba profundamente. Algo se le escapaba, no lograba
introducirse en el espíritu del personaje. Volvió a repasar el guión. No era su
primera vez, ya había
tenido que representar a un asesino anteriormente y con excelentes
resultados, solo tenía que dejar salir
tantas sombras que
le bullían por dentro. La pasión y la ira
cobraban vida de manera intensa en
su rostro anguloso de rasgos tallados a
cuchillo, en los ojos negros de mirada incisiva, oscurecidos por siniestras ojeras,
resaltadas diestramente con el maquillaje.
Poco a poco
lo invadió el desaliento que estos últimos meses se había vuelto habitual.
Suspiró mientras los
pensamientos que trataba
de evitar a
toda costa lo sumían en una espiral de angustia. No pudo
dejar de recordar los sacrificios que había hecho por dedicarse a su profesión. Cuando tuvo que decidir, siempre había optado por su carrera, dejando
de lado el amor y la familia.
Cuando la
depresión parecía alargar sus garras, destrozando la última partícula de
voluntad que le quedaba, una idea salvadora acudió a su rescate. ¿Cómo
no se le había ocurrido antes? La manera más
óptima de introducirse en el alma
de un personaje, era conociéndolo
en persona. Tendría que investigar de
qué forma podría entrevistarse con algún recluso que estuviera purgando condena
por asesinato en la cárcel.
Con el tesón
y la maña que lo caracterizaban, consultó canales regulares y no tan regulares hasta
conseguir su objetivo. Al término
de tres semanas se
las había amañado para concertar
la tan anhelada cita.
Al enfrentar
al presidiario, le llamó fuertemente la
atención el gélido azul grisáceo de los
ojos, que proyectaban una mirada de penetrante frialdad. Cuando le expuso el
motivo de la entrevista, el asesino
esbozó una mueca que podría haber
parecido una sonrisilla irónica, pero su respuesta fue amable.
El tiempo
transcurrió lentamente. Su idea original de que iba enfrentarse con un hombre
rudo, un sangriento homicida, se diluyó ante la inteligencia y educación de la
que hacía gala el recluso, el que parecía más bien un intelectual universitario que estuviera
pagando las culpas de otro en ese lugar.
A medida
que los días pasaban,
se producía un fluido intercambio
de información entre los dos. Averiguó
muchas cosas de la vida pasada del
hombre, su familia, su infancia, el
delito que había perpetrado y que le
había valido el castigo de cadena
perpetua. Se enteró que,
para aligerar el aburrimiento crónico
de las horas vacías en la cárcel, se
dedicaba a diversos estudios,
entre otros, había leído varios textos sobre ocultismo y magia negra,
que había encontrado muy interesantes.
Sutilmente
el asesino le sonsacó, casi sin que se diera cuenta, muchos detalles sobre su
vida, su
carrera como actor, su familia,
la que, después de la muerte de
su padre, era casi inexistente: se había divorciado y la relación con su
hija era tirante. En ocasiones, cuando el ciclo depresivo lo hundía en la
negrura más espesa, pensaba que nadie lo echaría de menos si muriera.
Cuando llegó
el último día de visita, al levantarse de su asiento para despedirse, el
asesino le ofreció amistosamente la mano derecha, que permanecía encadenada a
la izquierda, y, aunque sabía que no
debía hacerlo -le habían
advertido sobre la prohibición del contacto físico- no
quiso parecer reticente ante este
hombre que le había prestado una ayuda tan valiosa, alargó la suya
emulando ese gesto fraternal con que el ser humano ha manifestado camaradería
desde el principio de los tiempos.
Cuando sus
dedos hicieron contacto, el homicida le
sujetó fuertemente la mano, en
ese instante el actor sintió como si una descarga eléctrica lo recorriera de
extremo a extremo, distorsionando la
realidad al tiempo
que la respiración
se le agostaba en un silbido de
urgencias. Su cerebro comenzó a ser invadido por una densa neblina, mientras
su cuerpo convulsionaba. Se
horrorizó al ver que el asesino
se inclinaba sobre él succionándole vorazmente la mente a través de los
fríos ojos azules que le perforaban el alma.
Todavía le
quedaba un hálito de conciencia cuando
el guardia carcelario le propinó un
brutal golpe en el cráneo. Alcanzó a levantar las manos, unidas entre sí por
una gruesa cadena, en un instintivo e inútil gesto de autoprotección, antes de
caer sin sentido al suelo.
II
Una semana
después, el día transcurría con lentitud en las salas de enfermería de la
cárcel. Al lado
de una ventana
protegida por gruesos
barrotes, un hombre encadenado a
su cama gemía
y se retorcía
de manera alternada. Tenía
un grueso vendaje en la cabeza
que le cubría parcialmente el rostro.
Sin mostrar
mayor interés, la enfermera a cargo
lo vigilaba displicentemente,
mientras seguía al detalle la noticia que entregaba a esa hora la televisión: se había producido un extraño
incidente durante una
función de teatro, al
parecer, un actor que debía
encarnar a un asesino había
utilizado un arma
verdadera, en vez de la
pistola de utilería que le habían entregado, provocando la muerte del
protagonista de la obra.
Posteriormente
se había dado a la fuga y toda la policía lo estaba buscando.
Un gemido
que fue casi un grito llamó la atención de la enfermera, se acercó con cautela al
prisionero que abrió los ojos
desmesuradamente fijándolos en la
pantalla de la televisión, la mujer se asustó ante la expresión de absoluto terror que detectó en su mirada. Súbitamente,
el monitor cardíaco comenzó a emitir un agudo y angustioso chirrido que tomó
por asalto el antiséptico silencio del recinto asistencial.
Apartándose
con rapidez, la enfermera apretó el botón rojo de emergencias.
Pero ya era
demasiado tarde para el hombre encadenado. Cuando el equipo médico se hizo
cargo, el cerebro tableteaba sus
últimas pulsiones eléctricas,
boqueando como pez fuera del agua por falta de oxígeno, mientras el alma se le
deslizaba a borbotones fuera del cuerpo. Finalmente desconectaron las máquinas
y el silencio volvió a imponerse bruscamente en la escena.
Tarde en la
noche, cuando el cuerpo del presidiario se enfriaba en la morgue de la prisión,
la enfermera, al ordenar las fichas se topó con la del fallecido. Al revisarla
se sintió confundida: estaba muy segura de que el hombre que acababa de
morir tenía una mirada profunda y oscura como noche sin luna, sombreada aún más por
las violáceas ojeras que le endurecían el rostro. Pero en los antecedentes
que acababa de leer se indicaba que el recluso tenía los ojos azules.
La mujer
reflexionó unos instantes ante esta
paradoja, pero, sin ahondar
demasiado, se encogió de hombros, y devolvió los papeles a su lugar, lo más
probable es que hubiera habido un
error en el ingreso de
los datos.
Encendió
nuevamente la televisión, no podía perderse su telenovela favorita que
comenzaba a esa hora.
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