lunes, 22 de octubre de 2012

ALICIA FONTECILLA ARAVENA (CHILE)




PUESTA EN ESCENA

Trató de concentrarse mientras inspiraba profundamente. Algo se le escapaba, no lograba introducirse en el espíritu del personaje. Volvió a repasar el guión.  No era su  primera  vez, ya  había  tenido que representar a un asesino anteriormente y con excelentes resultados, solo  tenía que dejar  salir  tantas  sombras  que  le  bullían  por dentro. La pasión y  la  ira cobraban vida de manera  intensa en su  rostro anguloso de rasgos tallados  a  cuchillo,  en  los ojos negros de mirada  incisiva, oscurecidos por siniestras ojeras, resaltadas diestramente con el maquillaje.
Poco a poco lo invadió el desaliento que estos últimos meses se había vuelto habitual. Suspiró  mientras  los  pensamientos  que  trataba  de  evitar  a  toda  costa  lo sumían en una espiral de angustia. No pudo dejar de recordar los sacrificios que había hecho por dedicarse a  su profesión. Cuando  tuvo que decidir,  siempre había optado por su carrera, dejando de lado el amor y la familia.
Cuando la depresión parecía alargar sus garras, destrozando la última partícula de voluntad que  le quedaba, una  idea salvadora acudió a su rescate.   ¿Cómo no se le había ocurrido  antes? La manera  más  óptima  de  introducirse en  el alma  de  un personaje, era conociéndolo en persona. Tendría que  investigar de qué forma podría entrevistarse con algún recluso que estuviera purgando condena por asesinato en la cárcel.
Con el tesón y la maña que lo caracterizaban, consultó canales  regulares y no tan regulares  hasta  conseguir su objetivo. Al  término de tres  semanas  se  las  había amañado para concertar la tan anhelada cita.
Al enfrentar al presidiario, le  llamó fuertemente la atención el  gélido azul grisáceo de los ojos, que proyectaban una mirada de penetrante frialdad. Cuando le expuso el motivo de la entrevista,  el asesino esbozó una mueca  que podría haber parecido una sonrisilla irónica, pero su respuesta fue amable.
El tiempo transcurrió lentamente. Su idea original de que iba enfrentarse con un hombre rudo, un sangriento homicida, se diluyó ante la inteligencia y educación de la que hacía gala el recluso, el que parecía más bien un  intelectual universitario que estuviera pagando las culpas de otro en ese lugar.
A medida que  los días  pasaban,  se  producía un fluido intercambio de información entre  los dos. Averiguó muchas cosas de la  vida pasada del hombre, su familia, su  infancia, el delito que había perpetrado y que  le había valido el castigo de cadena  perpetua. Se enteró  que, para  aligerar el aburrimiento crónico de  las horas vacías en la cárcel,  se  dedicaba a diversos estudios,  entre otros, había leído varios textos sobre ocultismo y magia negra, que había encontrado muy interesantes. 
Sutilmente el asesino le sonsacó, casi sin que se diera cuenta, muchos detalles sobre su vida,  su  carrera  como actor, su  familia,  la que, después de la muerte de  su padre, era casi inexistente: se había divorciado y la relación con su hija era tirante. En ocasiones, cuando el ciclo depresivo lo hundía en la negrura más espesa, pensaba que nadie lo echaría de menos si muriera.
Cuando llegó el último día de visita, al levantarse de su asiento para despedirse, el asesino le ofreció amistosamente la mano derecha, que permanecía encadenada a la izquierda, y,  aunque  sabía que no  debía hacerlo  -le habían advertido sobre la prohibición del contacto físico-  no  quiso parecer reticente ante este  hombre que le había prestado una ayuda tan valiosa, alargó la suya emulando ese gesto fraternal con que el ser humano ha manifestado camaradería desde el principio de los tiempos.
Cuando sus dedos hicieron contacto, el homicida le  sujetó fuertemente  la mano, en ese instante el actor sintió como si una descarga eléctrica lo recorriera de extremo a extremo,  distorsionando  la  realidad  al  tiempo  que  la  respiración  se  le agostaba en un silbido de urgencias. Su cerebro comenzó a ser invadido por una densa neblina, mientras su  cuerpo convulsionaba. Se horrorizó  al ver que el  asesino  se inclinaba sobre él succionándole vorazmente la mente a través de los fríos ojos azules que le perforaban el alma.
Todavía le quedaba un hálito de  conciencia cuando el guardia  carcelario le propinó un brutal golpe en el cráneo. Alcanzó a levantar las manos, unidas entre sí por una gruesa cadena, en un instintivo e inútil gesto de autoprotección, antes de caer sin sentido al suelo.

II

Una semana después, el día transcurría con lentitud en las salas de enfermería de la cárcel.  Al  lado  de  una  ventana  protegida  por  gruesos  barrotes,  un  hombre encadenado  a  su  cama  gemía  y  se  retorcía    de manera  alternada.  Tenía  un  grueso vendaje en la cabeza que le cubría parcialmente el rostro. 
Sin mostrar mayor interés, la enfermera a cargo  lo  vigilaba displicentemente, mientras seguía al detalle la noticia que entregaba a esa hora la  televisión: se había producido un extraño incidente  durante  una  función  de  teatro, al  parecer, un  actor que  debía  encarnar a un  asesino  había  utilizado  un  arma  verdadera, en  vez  de  la pistola de utilería que le habían entregado, provocando la muerte del protagonista de la obra.
Posteriormente se había dado a la fuga y toda la policía lo estaba buscando.
Un gemido que fue casi un grito  llamó  la atención de  la enfermera, se acercó con cautela  al  prisionero  que abrió los ojos desmesuradamente  fijándolos en la pantalla de  la televisión, la mujer  se asustó ante la expresión de absoluto  terror que detectó en su mirada. Súbitamente, el monitor cardíaco comenzó a emitir un agudo y angustioso chirrido que tomó por asalto el antiséptico silencio del recinto asistencial.
Apartándose con rapidez, la enfermera apretó el botón rojo de emergencias. 
Pero ya era demasiado tarde para el hombre encadenado. Cuando el equipo médico se  hizo  cargo,  el cerebro tableteaba  sus  últimas  pulsiones eléctricas, boqueando como pez fuera del agua  por  falta de oxígeno, mientras el alma se le deslizaba a borbotones fuera del cuerpo. Finalmente desconectaron las máquinas y el silencio volvió a imponerse bruscamente en la escena.
Tarde en la noche, cuando el cuerpo del presidiario se enfriaba en la morgue de la prisión, la enfermera, al ordenar las fichas se topó con la del fallecido. Al revisarla se sintió confundida: estaba muy segura de que el hombre que acababa de morir  tenía una mirada profunda y  oscura como noche sin luna,  sombreada aún más  por  las violáceas ojeras que le endurecían el rostro. Pero en los antecedentes que acababa de leer se indicaba que el recluso tenía los ojos azules.  
La mujer reflexionó unos instantes ante esta  paradoja, pero,  sin ahondar demasiado, se encogió de hombros, y devolvió los papeles a su lugar, lo más probable es que hubiera habido un  error  en  el ingreso de  los datos.
Encendió nuevamente la televisión, no podía perderse su telenovela favorita que comenzaba a esa hora.

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