lunes, 1 de octubre de 2012

MARTA BECKER


LA COCINA

Jacinta, la vieja cocinera de la estancia, se ocupó de criar a su nieta Filomena desde el nacimiento. La madre murió de parto, llevándose a la tumba el nombre del padre de la criatura, y así, Jacinta y su reino, la cocina, fueron todo el mundo de Filomena.
La niña creció entre ollas y sartenes, frituras y confites, y sus juguetes se mezclaban con cucharones y viejos cacharros de barro que atiborraban el lugar. De a poco, la abuela le fue enseñando los distintos secretos de las comidas, y la había nombrado heredera de tan mágico lugar. Jacinta tenía muchos principios, pero el básico y primero era que al hombre se lo conquista por el estómago -¡vaya si tenía buenos recuerdos del finado Joselo, un gallego que pasó por la estancia y cuando la vio y probó sus platos decidió quedarse!-. La  mujer salía de la cocina sólo para adquirir los suministros, o le encargaba al peón que iba para el  pueblo una vez al mes las cosas más especiales.
Alimentaba a la familia principal y también a la peonada, y todos alababan la mano de Jacinta para cocinar. Filomena ansiaba llegar a ser como su abuela, y ponía mucho empeño en aprender.
Mientras esto pasaba en la cocina, en la casa grande crecía Ramón Aguilar, un muchacho morocho, alto y de espaldas anchas, hijo de los patrones y dos años mayor que Filomena.
Cuando Filo -así la llamaban- comenzó a servir la mesa del comedor principal, quedó impactada por el joven, quien no ponía mucha atención  en ella. Pasaba el tiempo y la joven estaba cada vez más enamorada de Ramón, que permanecía indiferente a la situación.
Muy avanzada en años Jacinta dejó la cocina y Filomena se hizo cargo del trabajo, segura de poder cumplir con las obligaciones a la perfección, ya que se había convertido en una alumna ejemplar. Y desde ese lugar decidió poner en práctica los principios de la abuela. Cocinaba los manjares más grandes con toda, habilidad todos decían que había superado a su maestra en el arte culinario.
Pero Filo tenía un secreto. Había consultado con la curandera de un pueblo vecino por su mal de amores, y aconsejada por ella llevaba en el bolsillo de su delantal un paquete con diversas hierbas afrodisíacas  con las que condimentaba especialmente los platos de Ramón. Cada comida era una caricia, una demostración de amor, y siempre guardaba la esperanza de ser correspondida.
El hombre, que ya se había hecho cargo de la estancia, era inmune a todos los artilugios de la muchacha, que se mostraba desesperada ante su falta de interés. Para Ramón, la Filo era parte del personal, y sólo la veía como tal.
Luego de uno de sus tantos viajes Ramón volvió de la ciudad acompañado de una mujer rubia, de tez blanca, elegante, a quien presentó como su esposa. En la cocina, todos hacían comentarios sobre la nueva patrona, pero en la Filo la sorpresa dio lugar al enojo, se sintió traicionada, y aunque no lo demostró, guardó silencio como si estuviera de duelo.
La recién llegada se hizo cargo de sus nuevas funciones. Introdujo cambios en la casa e ideas nuevas en la cocina, una fortaleza inexpugnable hasta ese momento. Filomena aceptó de malas la invasión, pero no dijo nada.
El problema comenzó cuando la mujer percibió los sentimientos que  la cocinera tenía para con su esposo, mientras que don Ramón, ajeno a estos temas domésticos, seguía en el manejo de la finca. La relación entre las dos mujeres se hizo cada vez más tensa, y en un momento Filomena llegó a recibir una amenaza de despido si no cumplía las órdenes, una situación  totalmente insólita, ya que desde los viejos tiempos ese recinto era de las cocineras, que actuaban según su criterio y no eran cuestionadas.  Una noche de tormenta los gritos y amenazas atravesaron las paredes de la cocina, aunque no pasaron a mayores.
La Filo no soportaba que su hombre -según ella pensaba y que había atendido siempre con tanta deferencia- compartiera su vida con la otra. Comenzó a servir una comida sin gusto, mal presentada, y las quejas tanto de los patrones como del personal se hicieron sentir.
 Estaba cada vez más malhumorada, decaída y sin voluntad de trabajar. Una mañana la encontraron tirada en el suelo de la cocina, fría, los dedos de las manos contraídos como garras, los ojos muy abiertos y espuma en la boca.
El matrimonio Aguilar no pudo explicarle a la policía la presencia de una botella de veneno para ratas escondida en el ropero.


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