LA COCINA
Jacinta, la vieja cocinera de la estancia,
se ocupó de criar a su nieta Filomena desde el nacimiento. La madre murió de
parto, llevándose a la tumba el nombre del padre de la criatura, y así, Jacinta
y su reino, la cocina, fueron todo el mundo de Filomena.
La niña
creció entre ollas y sartenes, frituras y confites, y sus juguetes se mezclaban
con cucharones y viejos cacharros de barro que atiborraban el lugar. De a poco,
la abuela le fue enseñando los distintos secretos de las comidas, y la había
nombrado heredera de tan mágico lugar. Jacinta tenía muchos principios, pero el
básico y primero era que al hombre se lo conquista por el estómago -¡vaya si
tenía buenos recuerdos del finado Joselo, un gallego que pasó por la estancia y
cuando la vio y probó sus platos decidió quedarse!-. La mujer salía de la cocina sólo para adquirir
los suministros, o le encargaba al peón que iba para el pueblo una vez al mes las cosas más
especiales.
Alimentaba a
la familia principal y también a la peonada, y todos alababan la mano de
Jacinta para cocinar. Filomena ansiaba llegar a ser como su abuela, y ponía
mucho empeño en aprender.
Mientras
esto pasaba en la cocina, en la casa grande crecía Ramón Aguilar, un muchacho
morocho, alto y de espaldas anchas, hijo de los patrones y dos años mayor que
Filomena.
Cuando Filo
-así la llamaban- comenzó a servir la mesa del comedor principal, quedó
impactada por el joven, quien no ponía mucha atención en ella. Pasaba el tiempo y la joven estaba
cada vez más enamorada de Ramón, que permanecía indiferente a la situación.
Muy avanzada
en años Jacinta dejó la cocina y Filomena se hizo cargo del trabajo, segura de
poder cumplir con las obligaciones a la perfección, ya que se había convertido en
una alumna ejemplar. Y desde ese lugar decidió poner en práctica los principios
de la abuela. Cocinaba los manjares más grandes con toda, habilidad todos
decían que había superado a su maestra en el arte culinario.
Pero Filo
tenía un secreto. Había consultado con la curandera de un pueblo vecino por su
mal de amores, y aconsejada por ella llevaba en el bolsillo de su delantal un
paquete con diversas hierbas afrodisíacas
con las que condimentaba especialmente los platos de Ramón. Cada comida
era una caricia, una demostración de amor, y siempre guardaba la esperanza de
ser correspondida.
El hombre,
que ya se había hecho cargo de la estancia, era inmune a todos los artilugios
de la muchacha, que se mostraba desesperada ante su falta de interés. Para
Ramón, la Filo era parte del personal, y sólo la veía como tal.
Luego de uno
de sus tantos viajes Ramón volvió de la ciudad acompañado de una mujer rubia,
de tez blanca, elegante, a quien presentó como su esposa. En la cocina, todos
hacían comentarios sobre la nueva patrona, pero en la Filo la sorpresa dio
lugar al enojo, se sintió traicionada, y aunque no lo demostró, guardó silencio
como si estuviera de duelo.
La recién
llegada se hizo cargo de sus nuevas funciones. Introdujo cambios en la casa e
ideas nuevas en la cocina, una fortaleza inexpugnable hasta ese momento.
Filomena aceptó de malas la invasión, pero no dijo nada.
El problema
comenzó cuando la mujer percibió los sentimientos que la cocinera tenía para con su esposo,
mientras que don Ramón, ajeno a estos temas domésticos, seguía en el manejo de
la finca. La relación entre las dos mujeres se hizo cada vez más tensa, y en un
momento Filomena llegó a recibir una amenaza de despido si no cumplía las
órdenes, una situación totalmente
insólita, ya que desde los viejos tiempos ese recinto era de las cocineras, que
actuaban según su criterio y no eran cuestionadas. Una noche de tormenta los gritos y amenazas
atravesaron las paredes de la cocina, aunque no pasaron a mayores.
La Filo no
soportaba que su hombre -según ella pensaba y que había atendido siempre con
tanta deferencia- compartiera su vida con la otra. Comenzó a servir una comida
sin gusto, mal presentada, y las quejas tanto de los patrones como del personal
se hicieron sentir.
Estaba cada vez más malhumorada, decaída y sin
voluntad de trabajar. Una mañana la encontraron tirada en el suelo de la
cocina, fría, los dedos de las manos contraídos como garras, los ojos muy
abiertos y espuma en la boca.
El
matrimonio Aguilar no pudo explicarle a la policía la presencia de una botella
de veneno para ratas escondida en el ropero.
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