martes, 2 de octubre de 2012

MARÍA MARTHA AGOGLIA


SOLEDAD GRANADOS  

"¡Soledad qué pena tienes!             
 ¡Qué pena tan lastimosa!   
 Lloras zumo de limón 
agrio de espera y de boca"                                                                                                                      
Romance de la pena negra 
de Federico García Lorca

No sé si es lo que quieren escuchar, pero esta noche de invierno quiero contarles lo que me sucedió con Soledad Granados, a quien Uds. han conocido en una época. Hace quince días debí viajar a nuestro querido pueblo para hacer una visita de condolencia. Paré en lo de mi prima Laura Quevedo, donde me quedé a pasar el fin de semana. Su casa está en la calle Juan B. Alberdi 101, justo donde se juntan las famosas cinco esquinas que dieran lugar a la zamba de los hermanos Guirimayo. El sábado a la tardecita, cuando volvía de misa, en una de aquellas cinco esquinas, me topé con Soledad Granados. No sé si la recuerdan, pero fue la moza más bonita de los años setenta, según decían las lenguas del lugar.



Me fue difícil reconocerla, tan lejos estaba de la última imagen que de ella guardaba la retina de mis ojos. El otro encuentro fue hace mucho tiempo, unos diez años, cuando recién había llegado a Trigales. Ocurrió durante una tardecita invernal, en el mismo lugar donde me la crucé en este viaje. En ese entonces era alta, bien proporcionada, la cintura fina y las caderas plenas de sugestivas redondeces. El amplio escote de su vestido revelaba algo más que el nacimiento de unos pechos abundantes y bien formados, que ella lucía con atrevido garbo. El porte gallardo, la vestimenta osada, no condecía con la habitual indumentaria o postura de las demás mujeres del lugar. Cuando nos cruzamos, me miró fijo a los ojos, y pude verla bien pese a la escasa luz del farol. En  su cara, de palidez crepuscular,  se destacaban un par de ojos oscuros atormentados, y una boca de labios sensuales pintados de rojo. Del hombro colgaba un bolso abultado que parecía contener ropa. Cada uno siguió su camino sin palabra  alguna.
Varias veces la vi pasar por la vereda enfrente a mi casa, cerca del lugar de nuestro primer encuentro, En ocasiones, iba gritando insultos vaya a saber a quién, tal vez a la vida. Otras, se reían con estruendosas carcajadas. Siempre sola,  con su bolso  al hombro. Intrigado, hice algunas averiguaciones. Me contaron que Soledad Granados había sido la muchacha más hermosa de Trigales, por lo cual, en varias ocasiones festivas, había sido coronada reina de la belleza. Incluso me mostraron varias fotos de ella, extraídas de viejos archivos, donde se veía a una jovencita de cabellos oscuros, ojos de paloma y sonrisa feliz, envuelta en un vestido  de tul blanco, saludando a la gente desde un trono rodeado de ramas de eucaliptos. Casada a temprana edad, su marido, un picaflor de aquellos, celoso y pendenciero, la había hecho víctima de malos tratos. En una de esas ocasiones, luego de sufrir una tremenda paliza inferida por el palurdo en cuestión, perdió su bebé cuando estaba embarazada de seis meses La familia de ella, por aquello de lo que dirán, como si no se hubiera dicho ya todo, tapó la cuestión y el matrimonio se separó. La muerte del bebé transformó a Soledad en una enajenada, con graves alteraciones de conducta En sus  horas de desvarío, imaginaba que terceros extraños caminaban por los tejados de su casa, intentando entrar en ella, que la acosaban con fines deshonestos, que le querían robar. Andaba por las calles del pueblo pintarrajeada, lanzando gritos e insultos a diestra y siniestra. En ocasión de este último viaje, luego de muchos años, me topé con ella en el mismo lugar de nuestro primer encuentro, pero lejos estaba de ser la gallarda Soledad de otrora, aunque algo conservaba de su anterior postura. Estaba muy envejecida, encorvada, los cabellos ralos, casi blancos. El rostro demacrado, con surcos profundos tallados por el dolor  más que por el tiempo, lucía como la máscara de una tragedia griega. Sus brazos cruzados delante, en forma de cuna, sostenían un bulto pequeño. Se acercó, y bajo la luz de farol, sus ojos de luna velada se fijaron en los míos, la boca se estiró en una mueca vacía. Señalando el bulto con su cabeza, musitó unas palabras ininteligibles. Quedé paralizado, sin entender nada. Ya imperativa, repitió las palabras, una vez más señalando sus brazos en cuna y alcancé a entender " tiene frío". Me acerqué a ella. En sus brazos, dentro de un lío de harapos, una muñeca de trapo y pelo de paja me miró con ojos vacíos y sonrisa ausente. Entendí. Conmovido, me saqué la manta con la que había reforzado mi abrigo del frío invernal, y con ella cubrí a la madre y a la niña. Dos lágrimas de agradecimiento brotaron de sus ojos sombríos y una angustia feroz atenazó mi garganta.
Retorné a la casa de mi prima y, cuando le conté la anécdota, asombrada me miró, y me dijo: "¡No puede ser, si Soledad Granados murió hace un mes, atropellada en la ruta!".

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