lunes, 1 de octubre de 2012

ANGEL BALZARINO


BENJAMÍN

Al fin lo vio: sentado entre los arbustos, dejando caer en acompasados golpes la piedra que tenía en una mano sobre otra aferrada por las piernas, la mirada clavada en algún punto lejano, al parecer absorto o sin interés por cuanto pasaba a su alrededor. Oculta detrás de un árbol, se dedicó a vigilarlo, más que asombrada, con una especie de feliz descubrimiento. Es difícil creer que pueda cometer un daño. No. Rechazando disgustada los comentarios maledicientes que desde hacía algunos meses trataban de inculcarle la culpa de hechos reprochables ocurridos en el pueblo. El sobrino de doña Eulogia Burgos o más bien el idiota de Benjamín, como lo llamaban todos, se había ido convirtiendo poco a poco en la cabeza visible por los vidrios rotos de alguna ventana, la encarnizada paliza a perros y gatos o, peor aún, el asalto y sometimiento a varias muchachas. Ella no pudo admitirlo. Se sublevó contra el creciente estado de resquemor, de instintivo ánimo vengativo que manifestaban todos. Tal vez se trataba de compasión, de solidaridad por ese muchacho que se hallaba solo, desprotegido ante el acoso de los otros, o un atisbo de nostalgia al evocar el tiempo pasado en la escuela donde él era desplazado de los juegos o se transformaba en el centro de las pullas injuriosas o simplemente permanecía en un rincón. Temblando de miedo. Agobiado. No creo que haya cambiado tanto. Una fiera, como dicen. Nunca fue capaz de rechazar un ataque o evitar las burlas.
Con lentitud abandonó él precario escondite. Cierto temor pareció agudizarse a cada paso. Por el encuentro. Difícil. Impredecible. No llegó a imaginar una palabra o gesto. Al pisar una rama seca él dio vuelta la cabeza. De un salto se levantó, hostil. Quedó paralizada cuando lo vio avanzar amenazadoramente hacia ella.
-¿Hace mucho que se fue?
-Casi dos horas.
-¿No dijo qué pensaba hacer?
-No. Siempre sale al atardecer. Le gusta caminar. Pero nunca demoró tanto en regresar.
-Sí -una mueca de fastidio contrajo el rostro de Jorge-. Sin duda debe haberle pasado algo.
-No quiero pensar que ese idiota la haya... -la mujer se calló de pronto, sin atreverse a completar la torturante idea que la obligaba a recorrer desorientada el cuarto-. Estoy cansada de repetirle que se cuide. Ya muchas chicas fueron...
-Calmate, mamá.
-Nada ganará con preocuparse, señora -Eduardo procuró brindar una solución-. Lo mejor será buscarla.
-Sí. Háganlo, por favor.
-Vamos.
Jorge se apresuró por concluir la espera. Harto ya de presentar una máscara serena, de disimular el desasosiego. Tal vez mamá tenga razón. Ahora puede estar en manos de ese degenerado. Con el remordimiento de no haber puesto suficiente esmero en el cuidado, la vigilancia de Miriam, como se había hecho la firme promesa cuando los ataques a varias chicas fueron creando un clima de incertidumbre y pánico en el pueblo.
Salieron. Al llegar a la verja del jardín, Jorge se detuvo. Abstraído un momento; luego marchó con rapidez hasta el cuarto ubicado en el fondo del patio, donde se acumulaban herramientas y muebles viejos y múltiples objetos que habían dejado de utilizarse.
-¿Será necesario llevarla?
-Tal vez sí -extrajo del armario la escopeta que usaba cuando salía de caza con los amigos; después de cargarla, procuró ocultarla debajo del saco-. Esto también puede ser una cacería. Y quiero estar preparado.
-¡Esperá, Benjamín! ¡Esperá!
El grito y las manos levantadas pretendieron una defensa, aplacar la embestida del cuerpo súbitamente enardecido. Retrocedió, tropezando contra algunas piedras y ramas desperdigadas, hasta sentir en la espalda la rugosidad de un tronco.
-¡Por favor, Benjamín! ¡Escuchame!
Se detuvo a un metro. Tembloroso, extraviados los ojos, la boca entreabierta tratando de aliviar la respiración ronca, casi estentórea. Sí. Parece fácil provocar su violencia, las ganas de agredir. Bloqueada, sin alternativa para eludir el zarpazo del cuerpo gigantesco. No ocurrió. Tal vez por brusco arrepentimiento, por desvanecerse el estallido de cólera, o más bien debido al paquete de caramelos que con urgente dificultad logró extraer de un bolsillo y enarbolar como puente comunicador o estandarte para establecer una tregua.
-Para vos. Un regalo. Tomá.
El tardío entendimiento. La torpeza denotándose en la cara inexpresiva, en los gestos lentos y sin control. No. Jamás esperó algo así. Está acostumbrado a otra cosa. Rechazo, compasión, indiferencia. Y no supo cuánto tiempo pasó, rígida, con el ruego de obtener una feliz respuesta a su arriesgada decisión, antes de comprobar cómo el cuerpo de él se aflojaba por efecto de un golpe o una extrema fatiga y por fin tendía la mano, ya sin aire hostil, hacia el paquete brillantemente tentador.
-¿Por dónde comenzamos?
-Por el pueblo. Daremos una vuelta. A lo mejor alguien la vio.
Los presagios parecieron tornarse más sombríos durante la búsqueda incierta. Debí cuidarla mejor. Nunca lograré perdonarme si sufre algún daño. Y el sentimiento de culpa, corrosivo, fue creciendo no sólo a medida que recorrían las calles y entraban en los negocios y visitaban varias amigas de Mirian, con frustrante resultado, sino también por el interrogatorio, las dudas de Eduardo.
-¿Será realmente Benjamín el culpable de lo que pasa?
-Es el más sospechoso.
-Las chicas atacadas no están seguras. Todo ocurre muy rápido.
-En el pueblo nos conocemos todos. Desde chico, él se comporta de manera rara y agresiva. Debería estar internado en un asilo.
-La tía nunca quiso separarse de él.
-Cuando mate a alguien todos sabrán lo peligroso que es.
Puede ser ella ahora. Golpeada. Tal vez ultrajada. Trató de relegar semejante conjetura, cerrados los puños, sin ánimo para hablar, abrumado por el peregrinaje que sólo lograba acentuar la inquietud y desorientación. Hasta que, al cruzarse con el Beto Lamberti, ocupado en repartir mercaderías en su triciclo, surgió una tímida esperanza.
-Sí. La vi hace un rato. Iba hacia el arroyo.
Después de ayudarle a romper el papel y desenvolver cada caramelo, pues la impaciencia o el deslumbramiento agravaba la natural rudeza de las manos, quedó observando la cara donde resaltaba la luz alborozada de los ojos y la boca cubierta de saliva por el goloso paladeo. Como si nunca hubiera probado nada mejor. Unos simples caramelos que tal vez nadie se preocupó en darle. Y la sonrisa le produjo un íntimo regocijo, la grata recompensa por saldar la deuda que durante años había creído tener con él, cuando iban juntos a la escuela y en los recreos lo descubría aislado, tratando de rehuir las bromas y ataques despectivos. Nunca se atrevió a cruzar el patio inmenso y llegar hasta él, hablarle, invitarlo a participar en los juegos. Quebrar la rutina establecida hubiera sido cometer un acto insólito, provocar la abierta reprobación de todos. Al dejar la escuela, no pudo desarraigar un estigma de pesar y remordimiento. Sin oportunidad de verlo a diario, siguió pendiente de él, tanto por cualquier referencia de la gente como por el vivaz y afectuoso recuerdo. No. No pueden continuar acusándolo de todo. Es injusto. Perverso. Y se propuso reparar en parte la falta repetida tantas veces en la infancia. Ahora. Solidaria. Sin temor.
-El último. Despacito. Tiene que durarte mucho.
Se lo arrebató de la mano. Tal vez sin oírla. Impaciente, absorbido por el único, desbordante placer otorgado por las golosinas. No creo que haya tocado a esas chicas. No. Nunca sería capaz de atacar sin motivo o por gusto. Y la decepción que ensombreció su rostro al notar el paquete vacío la hizo sentir de pronto con las manos atadas, molesta por no tener nada más para ofrecerle. Lamentó acabar así. Separarse. Dejarlo solo.
-Te juego quién la tira más lejos.
Recogió una piedra y con violencia la arrojó hacía el arroyo. Él la imitó enseguida. Y durante un rato se dedicaron a buscar entre los arbustos cascotes y piedritas que, transformados en raudos proyectiles, fueron dibujando círculos en el agua azulada, con la explosiva celebración de gritos y risas.
-Está bien. Me ganaste. Sos el mejor.
Se acostaron contra un tronco, jadeantes, embargados por la euforia del juego compartido. Pero no tardó en ser desplazada por un agobiador silencio. Quiere seguir jugando. Está esperando que le brinde otra cosa. Taladrada por los ojos desolados, sin poder soportar el rostro apesadumbrado, en muda súplica. Descubrir algo para no defraudarlo. Urgente. Que revitalizara la festividad del encuentro. Por fin, decidida, se levantó.
-Una carrera. Tres vueltas alrededor del arroyo. Vamos.
-Mirá.
Desvió la cabeza hacia el punto que indicaba la mano tendida. Casi sin sorpresa, abrumado por la indignación. No me equivoqué. Es él. Y lo tranquilizó palpar el arma.
-Dale. Hay que apurarse.
Continuaron la marcha por el escarpado sendero que apenas se insinuaba en el bosquecito, agazapados, tratando de evitar cualquier ruido. Sí. La distancia es buena. No podré fallar. Cerró fuertemente las manos en la escopeta.
-Ahora.
-Apuntá bien.
-Sí. Nunca llegará a tocarla.
Apoyó el arma sobre unas ramas. Apretando los dientes, clavó la mirada en las figuras que corrían junto al arroyo: Miriam, con evidentes signos de fatiga; Benjamín, anhelante, en febril persecución. Nunca. Nunca.
Se detuvo abruptamente. No supo si por el grito o el disparo estremecedor. Aturdida, sin comprender qué pasaba.
-¡Benjamín!
Se movilizó de golpe, por obra del dolor, la furia, el desconcierto. Mientras se arrojaba sobre el cuerpo caído, percibió las voces desaforadas. Después vio las siluetas, el arma transformada en emblema fulgurante.
-¡Asesinos! -gritó, abrazando el cuerpo de él, protectora, casi maternal-. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué...?

Publicado a revista virtual Con voz propia dirigida por Analia Pescarner.


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