BENJAMÍN
Al fin lo
vio: sentado entre los arbustos, dejando caer en acompasados golpes la piedra
que tenía en una mano sobre otra aferrada por las piernas, la mirada clavada en
algún punto lejano, al parecer absorto o sin interés por cuanto pasaba a su
alrededor. Oculta detrás de un árbol, se dedicó a vigilarlo, más que asombrada,
con una especie de feliz descubrimiento. Es difícil creer que pueda cometer un
daño. No. Rechazando disgustada los comentarios maledicientes que desde hacía
algunos meses trataban de inculcarle la culpa de hechos reprochables ocurridos
en el pueblo. El sobrino de doña Eulogia Burgos o más bien el idiota de
Benjamín, como lo llamaban todos, se había ido convirtiendo poco a poco en la
cabeza visible por los vidrios rotos de alguna ventana, la encarnizada paliza a
perros y gatos o, peor aún, el asalto y sometimiento a varias muchachas. Ella
no pudo admitirlo. Se sublevó contra el creciente estado de resquemor, de
instintivo ánimo vengativo que manifestaban todos. Tal vez se trataba de
compasión, de solidaridad por ese muchacho que se hallaba solo, desprotegido
ante el acoso de los otros, o un atisbo de nostalgia al evocar el tiempo pasado
en la escuela donde él era desplazado de los juegos o se transformaba en el
centro de las pullas injuriosas o simplemente permanecía en un rincón. Temblando
de miedo. Agobiado. No creo que haya cambiado tanto. Una fiera, como dicen.
Nunca fue capaz de rechazar un ataque o evitar las burlas.
Con lentitud
abandonó él precario escondite. Cierto temor pareció agudizarse a cada paso.
Por el encuentro. Difícil. Impredecible. No llegó a imaginar una palabra o
gesto. Al pisar una rama seca él dio vuelta la cabeza. De un salto se levantó,
hostil. Quedó paralizada cuando lo vio avanzar amenazadoramente hacia ella.
-¿Hace mucho
que se fue?
-Casi dos
horas.
-¿No dijo
qué pensaba hacer?
-No. Siempre
sale al atardecer. Le gusta caminar. Pero nunca demoró tanto en regresar.
-Sí -una
mueca de fastidio contrajo el rostro de Jorge-. Sin duda debe haberle pasado
algo.
-No quiero
pensar que ese idiota la haya... -la mujer se calló de pronto, sin atreverse a
completar la torturante idea que la obligaba a recorrer desorientada el
cuarto-. Estoy cansada de repetirle que se cuide. Ya muchas chicas fueron...
-Calmate,
mamá.
-Nada ganará
con preocuparse, señora -Eduardo procuró brindar una solución-. Lo mejor será
buscarla.
-Sí.
Háganlo, por favor.
-Vamos.
Jorge se
apresuró por concluir la espera. Harto ya de presentar una máscara serena, de
disimular el desasosiego. Tal vez mamá tenga razón. Ahora puede estar en manos
de ese degenerado. Con el remordimiento de no haber puesto suficiente esmero en
el cuidado, la vigilancia de Miriam, como se había hecho la firme promesa
cuando los ataques a varias chicas fueron creando un clima de incertidumbre y
pánico en el pueblo.
Salieron. Al
llegar a la verja del jardín, Jorge se detuvo. Abstraído un momento; luego
marchó con rapidez hasta el cuarto ubicado en el fondo del patio, donde se
acumulaban herramientas y muebles viejos y múltiples objetos que habían dejado
de utilizarse.
-¿Será
necesario llevarla?
-Tal vez sí
-extrajo del armario la escopeta que usaba cuando salía de caza con los amigos;
después de cargarla, procuró ocultarla debajo del saco-. Esto también puede ser
una cacería. Y quiero estar preparado.
-¡Esperá,
Benjamín! ¡Esperá!
El grito y
las manos levantadas pretendieron una defensa, aplacar la embestida del cuerpo
súbitamente enardecido. Retrocedió, tropezando contra algunas piedras y ramas
desperdigadas, hasta sentir en la espalda la rugosidad de un tronco.
-¡Por favor,
Benjamín! ¡Escuchame!
Se detuvo a
un metro. Tembloroso, extraviados los ojos, la boca entreabierta tratando de
aliviar la respiración ronca, casi estentórea. Sí. Parece fácil provocar su
violencia, las ganas de agredir. Bloqueada, sin alternativa para eludir el zarpazo
del cuerpo gigantesco. No ocurrió. Tal vez por brusco arrepentimiento, por
desvanecerse el estallido de cólera, o más bien debido al paquete de caramelos
que con urgente dificultad logró extraer de un bolsillo y enarbolar como puente
comunicador o estandarte para establecer una tregua.
-Para vos.
Un regalo. Tomá.
El tardío
entendimiento. La torpeza denotándose en la cara inexpresiva, en los gestos
lentos y sin control. No. Jamás esperó algo así. Está acostumbrado a otra cosa.
Rechazo, compasión, indiferencia. Y no supo cuánto tiempo pasó, rígida, con el
ruego de obtener una feliz respuesta a su arriesgada decisión, antes de
comprobar cómo el cuerpo de él se aflojaba por efecto de un golpe o una extrema
fatiga y por fin tendía la mano, ya sin aire hostil, hacia el paquete
brillantemente tentador.
-¿Por dónde
comenzamos?
-Por el
pueblo. Daremos una vuelta. A lo mejor alguien la vio.
Los
presagios parecieron tornarse más sombríos durante la búsqueda incierta. Debí
cuidarla mejor. Nunca lograré perdonarme si sufre algún daño. Y el sentimiento
de culpa, corrosivo, fue creciendo no sólo a medida que recorrían las calles y
entraban en los negocios y visitaban varias amigas de Mirian, con frustrante
resultado, sino también por el interrogatorio, las dudas de Eduardo.
-¿Será
realmente Benjamín el culpable de lo que pasa?
-Es el más
sospechoso.
-Las chicas
atacadas no están seguras. Todo ocurre muy rápido.
-En el
pueblo nos conocemos todos. Desde chico, él se comporta de manera rara y
agresiva. Debería estar internado en un asilo.
-La tía
nunca quiso separarse de él.
-Cuando mate
a alguien todos sabrán lo peligroso que es.
Puede ser
ella ahora. Golpeada. Tal vez ultrajada. Trató de relegar semejante conjetura,
cerrados los puños, sin ánimo para hablar, abrumado por el peregrinaje que sólo
lograba acentuar la inquietud y desorientación. Hasta que, al cruzarse con el
Beto Lamberti, ocupado en repartir mercaderías en su triciclo, surgió una
tímida esperanza.
-Sí. La vi
hace un rato. Iba hacia el arroyo.
Después de
ayudarle a romper el papel y desenvolver cada caramelo, pues la impaciencia o
el deslumbramiento agravaba la natural rudeza de las manos, quedó observando la
cara donde resaltaba la luz alborozada de los ojos y la boca cubierta de saliva
por el goloso paladeo. Como si nunca hubiera probado nada mejor. Unos simples
caramelos que tal vez nadie se preocupó en darle. Y la sonrisa le produjo un
íntimo regocijo, la grata recompensa por saldar la deuda que durante años había
creído tener con él, cuando iban juntos a la escuela y en los recreos lo
descubría aislado, tratando de rehuir las bromas y ataques despectivos. Nunca
se atrevió a cruzar el patio inmenso y llegar hasta él, hablarle, invitarlo a
participar en los juegos. Quebrar la rutina establecida hubiera sido cometer un
acto insólito, provocar la abierta reprobación de todos. Al dejar la escuela,
no pudo desarraigar un estigma de pesar y remordimiento. Sin oportunidad de
verlo a diario, siguió pendiente de él, tanto por cualquier referencia de la
gente como por el vivaz y afectuoso recuerdo. No. No pueden continuar
acusándolo de todo. Es injusto. Perverso. Y se propuso reparar en parte la
falta repetida tantas veces en la infancia. Ahora. Solidaria. Sin temor.
-El último.
Despacito. Tiene que durarte mucho.
Se lo
arrebató de la mano. Tal vez sin oírla. Impaciente, absorbido por el único,
desbordante placer otorgado por las golosinas. No creo que haya tocado a esas
chicas. No. Nunca sería capaz de atacar sin motivo o por gusto. Y la decepción
que ensombreció su rostro al notar el paquete vacío la hizo sentir de pronto
con las manos atadas, molesta por no tener nada más para ofrecerle. Lamentó acabar
así. Separarse. Dejarlo solo.
-Te juego
quién la tira más lejos.
Recogió una
piedra y con violencia la arrojó hacía el arroyo. Él la imitó enseguida. Y
durante un rato se dedicaron a buscar entre los arbustos cascotes y piedritas
que, transformados en raudos proyectiles, fueron dibujando círculos en el agua
azulada, con la explosiva celebración de gritos y risas.
-Está bien.
Me ganaste. Sos el mejor.
Se acostaron
contra un tronco, jadeantes, embargados por la euforia del juego compartido.
Pero no tardó en ser desplazada por un agobiador silencio. Quiere seguir
jugando. Está esperando que le brinde otra cosa. Taladrada por los ojos
desolados, sin poder soportar el rostro apesadumbrado, en muda súplica.
Descubrir algo para no defraudarlo. Urgente. Que revitalizara la festividad del
encuentro. Por fin, decidida, se levantó.
-Una
carrera. Tres vueltas alrededor del arroyo. Vamos.
-Mirá.
Desvió la
cabeza hacia el punto que indicaba la mano tendida. Casi sin sorpresa, abrumado
por la indignación. No me equivoqué. Es él. Y lo tranquilizó palpar el arma.
-Dale. Hay
que apurarse.
Continuaron
la marcha por el escarpado sendero que apenas se insinuaba en el bosquecito,
agazapados, tratando de evitar cualquier ruido. Sí. La distancia es buena. No
podré fallar. Cerró fuertemente las manos en la escopeta.
-Ahora.
-Apuntá
bien.
-Sí. Nunca
llegará a tocarla.
Apoyó el
arma sobre unas ramas. Apretando los dientes, clavó la mirada en las figuras
que corrían junto al arroyo: Miriam, con evidentes signos de fatiga; Benjamín,
anhelante, en febril persecución. Nunca. Nunca.
Se detuvo
abruptamente. No supo si por el grito o el disparo estremecedor. Aturdida, sin
comprender qué pasaba.
-¡Benjamín!
Se movilizó
de golpe, por obra del dolor, la furia, el desconcierto. Mientras se arrojaba
sobre el cuerpo caído, percibió las voces desaforadas. Después vio las
siluetas, el arma transformada en emblema fulgurante.
-¡Asesinos!
-gritó, abrazando el cuerpo de él, protectora, casi maternal-. ¿Por qué lo
hicieron? ¿Por qué...?
Publicado
a revista virtual Con voz propia dirigida por Analia Pescarner.
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