Con un zapato negro y el otro marrón, la chaqueta de fino cuero noruego remendado en el hombro donde carga la maleta de lona con las botellas de vinos seleccionados, el Conde de Caraguatá, más conocido como don Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para las Personas Pobres del Parque, abandonó el Parque de los Aliados y tras cuarenta minutos de caminata descansada, llegó hasta el final de la calle Cerrito en la Ciudad Vieja, para saludar en su viernes de cumpleaños a un viejo amigo abandonado por la fortuna. Se trataba de don Jesús Pelayo, un marino asturiano a quien, allá por el año dos mil dos, le fue mal en un negocio de contrabando y decidió no trabajar nunca más.
Cuando llegó al lugar, luego
de sortear dos pisos desfondados y los escombros de tres paredes derrumbadas,
se encontró con que la reunión ya había empezado. En el centro del antiguo
patio español, cubierto hasta principios de los años sesenta por una amplia
claraboya que ahora daba paso entero a la luz de la luna, un hombre, una mujer
y seis gatos barcinos, departían alrededor de un discreto fuego alimentado por
las tablas partidas de un cajón de bananas de la firma "Ruiz y
Robaina".
Excepto los seis gatos, que
continuaron echados entre los cajones, los dos se pusieron de pie para saludar
al Conde de Caraguatá, a quien esperaban no sólo por su siempre disfrutable presencia,
sino también por que él, cuando acordaban este tipo de encuentros, se reservaba
para sí la difícil misión de traer el vino para la cena.
- Jesús… ¡Qué gusto verte,
muchacho, en esta noche de viernes! ¡Qué los cumplas con salud y ni te pregunto
cuántos!
El asturiano oriundo de
Cangas de Onís, un hombre de respetable estatura y barba rubia e hirsuta al
estilo de los astures salvajes del año 716, le dio un formidable apretón de
manos, dejó escapar una ronca risa de ron del Caribe y lo invitó a sentarse a
su lado.
- Hombre, que toda la Ciudad
Vieja ha estado esperando por ti y como te habéis demorado, solo hemos quedado
nosotros para recibirte.
El Conde dejó con cuidado la
maleta de lona en el suelo y se presentó como gustaba hacerlo siempre: como
Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para
Personas Pobres.
Cuando llegó a la señora,
una mujer de aspecto caucásico, de unos sesenta años y a quien apodaban
"La Rusa", Jesús Pelayo creyó oportuno detenerse en su presentación y
le explicó que la flamante amiga se llamaba en realidad Ekaterina Fonamor, que
descendía de la mismísima familia del zar Nicolás y que para librarse de
persecuciones y pescuezos rebanados, su padre y su abuelo habían vuelto del
revés el apellido Romanof y allí estaba, sana y salva en el puerto de
Montevideo.
La señora asintió con una sonrisa milenaria, volvió a sentarse sobre un
cajón acolchado con una vieja frazada y se dedicó a armar un tabaco
"Cerrito", concentrada en sus pensamientos.
El Conde comprobó que a la
luz del fuego, la mujer aún era bella y sospechó una historia entre ella y el
asturiano, pero su discreción le impedía abordar esos asuntos, por lo menos
enseguida. De modo que tomó asiento y olfateó la olla que reposaba sobre una
parrilla de alambre, absolutamente negra por el tizne. Algo que hervía y olía a
orégano y tocino en su interior, le llevó a frotarse las manos con satisfacción
adelantada.
- Esto me huele muy bien,
Jesús… ¿De qué se trata?
- Que te tengo una sorpresa,
Pedropé… En realidad, a los dos se las tengo - dijo, girando los ojos
desmesurados entre el Conde y "La Rusa" - Que hoy es mi día y en
estos tiempos de homenaje a Don Quijote, quiero deciros que cumplo el mismo día
que él: un viernes, joder, un viernes…
- Qué boba soy, no me había
dado cuenta… - dijo ella, con ironía bonachona.
- Y… ¿Cuál es la sorpresa
entonces? - preguntó el Conde.
- Piensa, hombre, piensa… Que
no por linyeras debemos privarnos de ciertos gustos - dijo Jesús, a las risas
de ron, mirando la olla en la que la tapa corrida un tanto, dejaba escapar chijetes
de vapor que sumaban al ambiente aires misteriosos de laurel.
- Me rindo… Me rindo antes
que se queme…
- Pues lo digo de memoria:
"…Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y
quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los
domingos, consumían las tres partes de su hacienda…"
El Conde de Caraguatá y
Caballero de la Orden de Achar, don Pedro P. Pereira, abrió los brazos con
admiración de gloria y los ojos con incredulidad de hambre llana y lisa.
- ¿No me querrás decir que
estás cocinando lentejas, muchacho?
- A eso iba cuando te
invitaba a pensar. Joder que eres lento, Conde…Pero esto no termina aquí… - dijo
en voz más baja, jugando con los silencios del misterio, mientras levantaba la
tapa de la olla - A falta de palominos del domingo, he conseguido tres palomas
de viernes en la Plaza de Don Mauricio de Zabala, que sin plumas y con ajo,
saben igual de sabrosas. Y además, una pata de cordero abandonada por un
ingeniero hoy al mediodía en una mesa de "El Palenque"… Para tenerla,
hice el sacrificio de esperar cerca de cuarenta minutos, de pie, viendo pasar
comida y más comida, hasta que el mismo chef me vino a atender en persona. Y
allí he visto que vosotros los uruguayos no sois afectos al ovino. Y el cordero
en tiempos de Don Quijote era comida de nobles, pero no la vaca que era de
pobres…
El Conde, tocado en el honor,
se agachó, revolvió en la maleta de lona y extrajo tres botellas de vino,
idénticas y por la mitad.
- Pues creo que estaremos
bien acompañados - dijo levantando una de ellas a trasluz del fuego - Aquí
tengo un "digestivo" de maravillas… Mmm… Un tintillo Tannat - Merlot,
2002 de la bodega de Fornaro, que agradará a su paladar en particular, señora
Ekaterina…
- ¿Por qué le parece eso?
- Bueno, tal vez por las
notas de ciruela que tiene y unos magníficos taninos suaves, tersos, redondos,
capaces de dejarle en el alma una dulce estela de frutos rojos ya maduros…
- Barbaridad… - dijo ella con
más asombro que al principio - Apúrate con ese guiso, Jesús, que no como desde
anoche.
El gigantesco astur retiró la
olla del fuego y la dejó reposar a su lado para que se enfriase un tanto, pues
detestaba las comidas hirvientes. Su barba parecía abrillantada en la penumbra.
El Conde le dedicó una mirada hipnótica a la olla abierta en la que
asomaba sobre el caldo la pata de cordero.
- Lentejas… - dijo - Qué
fantástico…
- Bueno, en realidad, el
noble manchego no debería haber comido jamás lentejas los viernes pues,
antiguamente, se creía que las lentejas daban melancolía y que, más temprano
que tarde, llevaban a la pérdida de la cordura como le ocurrió de verdad al Ingenioso
Hidalgo.
- ¿Cómo sabes todo eso,
Jesús? - preguntó "La Rusa".
- Porque en tiempos de
marinero, me leí a bordo a Cervantes de cabo a rabo. Y es que es raro el
capítulo del Quijote en que no haya un pasaje referido al comer o a la cocina.
Y así tan famosos son los molinos de viento, como las hambres por las que el
bueno de Sancho atraviesa por ser fiel escudero de su señor.
Mientras hablaba, Jesús
Pelayo iba sirviendo el guiso en tres platos de aluminio abollados, sin cuidarse
de chorrear el suelo entre sus pies. El Conde de Caraguatá, mientras tanto,
sirvió a cada uno un vaso del Tannat Fornaro que había cargado en la maleta.
- Jamás hubiera imaginado que
ese libro diese tanta hambre… - bromeó el Conde.
- Ni que lo digas, Pedropé,
ni que lo digas… A poco de empezar a leerlo solo te faltan los olores de sus
andanzas, hombre, pues se viene al humo un montón de palabrejas que se te caen
las babas de solo pensarlas: perdices escabechadas, hígado de cerdo,
morteruelos, gazpachos de pastor, tiznaos, mojetes, arropes, mostillos… Y si
quieres más, Pedropé, tienes caldereta de cordero, patatas con conejo,
ajoarriero, ajopringue de la Sierra de Alcaraz y aquí me quedo, porque si hablo
no como, hombre…
- Que ya es hora de que te
des cuenta, charlatán… - dijo "La Rusa", encorvada sobre el plato.
Y así lo hicieron en silencio durante dos vueltas de guiso de lentejas.
Los tres comieron y bebieron a la luz del fuego, mientras los gatos comenzaron
a despertar, a estirarse en sí mismos y a esperar por los huesos de las palomas
de Don Mauricio de Zabala.
Al fin, el Conde Pedro P.
Pereira dejó el plato a un lado y vació el vaso de vino con estudiada lentitud
antes de hablar.
- Jesús… ¿De postres ni
hablamos, verdad?
- Pues sí, hombre, pues sí…
¿Qué historia contigo? Que tenemos una noche cervantina ¿no? Si mal no
recuerdo, leche frita, natillas almendradas, rosquillas, empiñonados, mazapanes
y mantecados, son algunos de los dulces que Don Quijote saboreaba. Pues aquí
tengo y no me preguntéis de dónde los he conseguido, tres bizcochos borrachos
con miel de Canelones a falta de miel de La Alcarria. Uno para cada uno. Muy
apreciados por el caballero andante, si señor…
El Conde no salía de su
asombro. Degustaba el bizcocho como un niño, se chupaba los dedos y levantaba
los ojos al techo donde debió haber estado, en algún tiempo del siglo pasado,
una coqueta claraboya de vidrios esmerilados.
Y justo a los postres, por
aquel hueco desdentado en las alturas de la Ciudad Vieja, se dejó ver de pronto
sobre el caserón, entera, la luna llena.
La rusa Ekaterina, encogida
sobre el asiento improvisado y con las rodillas muy juntas, se quedó extasiada
mirando hacia arriba como si tuviese frío. Conmovida, sin abandonar la imagen
de la luna, lagrimeaba en silencio.
- Vamos… ¿Qué le ocurre a mi
amor? - preguntó el gigantesco astur Jesús Pelayo, acercando su cabeza a la de
ella.
- No sé, Jesús. No sé qué me
pasa… Tal vez ganas de ir juntos a San Petersburgo… Seguro que ese vino me
ablandó el corazón…
El Conde de Caraguatá levantó
la maleta de lona, metió dentro los envases del vino y dijo que la cena había
estado fantástica y que ya era hora de retirarse. Jesús Pelayo cubrió los
hombros de Ekaterina con una vieja gabardina y luego acompañó al Conde hasta la
calle.
- ¿Crees que el vino le hizo
mal, Jesús?
- No es eso, Pedropé… Es la
melancolía de las lentejas y no hay caso. Que si abusas, te pasará lo que a Don
Quijote, hijo…
El Conde le dio un abrazo de
despedida y se echó a andar por la calle Cerrito bajo la luz de la luna. A
medida que se alejaba de la Ciudad Vieja, hablaba solo, imaginaba a Jesús
Pelayo cobijando a la rusa Ekaterina entre sus brazos de astur salvaje del año
716 y al fin, su propia melancolía se fue disipando hasta desaparecer por
completo. Es más, parecía que aquellos taninos del vino, capaces de dejarle en
el alma una dulce estela de frutos rojos ya maduros, sobrevivirían el tiempo
suficiente como para llegar hasta su refugio en el parque y dormirse en paz,
sin pensar en Don Quijote.
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