ULTIMO VIAJE EN IKEBANA
La ikebana me llama siempre. Siempre paso
de largo, menos hoy. Le hago caso. Me siento frente a ella, a ver, tanto
insistir, qué me quieren decir las mazorcas apretadas, casi petrificadas. Para
oír mejor cierro los ojos. En lugar de palabras me dan un larguísimo viaje
instantáneo.
Al cabo
estoy ante ellas, pero no son como con mis ojos abiertos, ni yo, ni la mesa, ni
nada. Son de color amarillo intenso y humean, reinas de la fuente del puchero,
la comida casi diaria, con la sopa incluida.
Es verano y
almorzamos en el patio de ladrillos, a la sombra de la morera, o en el de
tierra, bajo la parra y la glicina. El calor es menos caliente aquí, y el
puchero es lo más barato. Todas las verduras las tomamos de la quinta del
fondo, vecina al gallinero. Sólo se agrega la carne de chuquisuela o de caracú
comprada en lo de Armando. Si alguna gallina ya no pone huevos, va parar a la
olla, y ni siquiera es preciso gastar en la carnicería.
Me toca
pelar los choclos, retirando prolijamente las barbas, que van a secarse
pacientemente al sol sobre una hoja de papel de diario. Ya deshidratadas, la
mami las lava y las hierve. La infusión resultante, fría y bien filtrada, va a
una botella bien tapadita con su corcho, a apoyarse en el cuarto de barra de
hielo, envuelto en un trapo para que se mantenga más tiempo en la rudimentaria
heladera. Es el refresco más eficaz y rico del mundo.
Me niego a
abrir los ojos. Quiero seguir sentadita a la mesa rectangular, con su hule
impecable. El papi en un extremo, a un costado, la mami y yo, y enfrente mi
hermano, listo a patearme por debajo de la mesa ante la primera discordia. Ya
es vox populi que los hermanos mayores son insoportables.
Sé que en el
fondo del aljibe, casi rozando el espejo de agua, cuelga la canasta de alambre
tejido en que se refresca la sandía y unas uvas. A la hora del postre, serán
subidas con la seriedad con que se iza la bandera. Papi distribuye la fruta con
cara de cura ante la ostia consagrada.
Fin del
almuerzo en la otra dimensión. No queda otro remedio. Abro los ojos, y corro a
buscar la parte reseca de la barba de los choclos que compré esta mañana,
pensando que me van a echar en cara la ocurrencia de sopa y puchero, ¡con este
calor!
Preparo
aquel refresco, lo enfrío rapidito en el freezer, y cuando tomo el primer sorbo
esperando degustar la gloria, lo encuentro horrible. ¿Será que los choclos no
vienen como antes? Con tanto darle a las modificaciones genéticas … No, debe
ser que yo no soy la mami. Será que no es tan simple. No tengo la receta. La
cosa debe tener sus secretos.
De todos
modos, sea por lo que sea, ya es demasiado tarde. Cómo se hace el agua de
barbas de choclo es una de las preguntas que deberé meter en la petaca donde
guardo los interrogantes que ya nadie contesta.
A ver si
aprendo de una vez por todas a no darle bolilla a las ikebanas. Son tan
insoportables como los hermanos mayores. Las divierte llevarme a un callejón
sin salida.
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