EL REFUGIADO
Confundidos
por el polvo del desierto, sus ojos como barcos muertos ya no distinguen el
borde del abismo, ni el sendero escarpado, ni una piedra del animal
rastrero.
Huye porque
sí, ya no pregunta por la libertad posible, no busca la fuente para su sed, ni
responde por su dios que lo aturde con el silencio.
En el miedo
secular que lo inunda, percibe la sinrazón en la sabana amarillenta, estéril,
más allá de una frontera cualquiera, no importa dónde, para él será igual.
No oye los
susurros ni los gritos.
Su cuerpo es
un pájaro pesado, torpe, no recuerda en que árbol perdió su nido, sólo puede
seguir y seguir y tropezar con esqueletos de bestias sedientas.
No puede detener el paso, menos yacer en
paz. Gime de sed el niño sobre sus hombros lacerados, le exige seguir, errante
peregrino.
Cuando cae,
sus huellas ya estaban borradas…
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