LA MUERTE DE BEBA
Pasó un auto y aplastó a la perra, que se
llamaba Beba.
Es una perra pequeña y marrón, con rizos
dorados que caen por el lomo y la frente y tapan los ojitos vivaces; y con un
lazo rojo en el cuello, que termina en un moño, arriba. Josefina le ha atado el
moño y también, para el invierno, le ha tejido una capita ceñida y en punto
cruz apretado, verde y roja, a rayas. Es una perra pequeña, marrón y simpática
y bonita; y ahora, tras que el auto la aplasta, es una perra moribunda. Y finalmente
es una perra muerta, porque ha exhalado en los brazos de sus dueños.
Movió la
patita suave, acariciando las manos de Josefina y de José y murió. José
entonces llora, y también Josefina. José camina hasta el sillón y llora y
también Josefina, que, cuando el siniestro, pelaba papas, las ha dejado sobre
la tabla húmeda y la bolsa con cáscaras y el aceite a punto de hervir y
quemarse, en la hornalla, y llora. Apagaron la radio: el cuerpecito de Beba
sobre la mesa.
Josefina
levanta el teléfono y llama a la hija y le dice: Murió Beba, la pisó un auto.
La hija, del otro lado del tubo, pregunta cómo está papá y Josefina responde
"alicaído". La hija vive muy lejos, con sus hijos, en otra ciudad, en
una ciudad, y no puede venir. Deberán enfrentar esto solos.
Más tarde
llega una vecina y dice: Don José, yo lo vi, un auto rojo, un Renault. Pero eso
no calma la pena. Beba era el centro de la casa, la alegría del hogar, lo que
quebraba la monotonía de los días. La capita ceñida y en punto cruz apretado,
verde y roja, a rayas, ahí, en el ropero. Es primavera, pero se la ponen,
igual, al cadáver. Le hacen vestir sus galas.
Como el
accidente fue cerca del mediodía y las papas no se hicieron y el aceite se
quemó, comen sólo una ensalada y duermen una siesta breve y dolida. José se
levanta y pide camiseta, camisa y pantalón limpio. Josefina se los da y José
parte. Vuelve con un cajoncito blanco, de angelito, atado en asiento trasero de
la bicicleta. Mide a Beba, mide el cajón: entra justo. La velan.
Llegan dos
vecinas a la hora del mate y detrás dos más y detrás otras, a compartir la
congoja. Han puesto a Beba en el cajoncito blanco, de madera blanca, forrado
con raso blanco, y con un pequeño crucifijo de plata en la tapa y manijas leves
y también plateadas en los costados, para cargarlo. El cajoncito blanco está en
el centro de la mesa, sobre una carpeta blanca, también. Sacaron las sillas,
las amontonaron en el cuarto de costura, y la mesa quedó sola en medio de la
sala, con dos floreros distintos y cachados custodiando el cuerpo; uno con un
gladiolo envarado y demasiado alto; el otro con un pimpollo de rosa florecido
justo ese día y rodeado de mucho helecho pluma. Se suceden los actos de dolor.
Más tarde se
enterarán: la municipalidad no deja que la entierren en el cementerio, por más
que haya sido como una hija para quien haya sido. José hace dos llamados
telefónicos y sale una vez más en la bicicleta. Vuelve sin noticias. Ha movido
influencias, hay que esperar y esperan, pero la situación no cambia. Se hace de
noche y Beba muerta, es increíble. Una pelotita de tenis raída, su juguete preferido,
es puesto a sus pies, también en el ataúd. Las vecinas parten. Josefina y José
están solos de nuevo. La casa se ha llenado de silencios y de faltantes, de
corridas y de rezongos y de pequeños ladridos que ya no están y que ahora se
evidencian en el silencio y que se evidenciarán en los próximos días de
silencio y ostracismo y duelo y dolor contenido y sin contener. Saben que el
patio está repleto de pequeños huesos enterrados en provisión y que en el
próximo verano, y en el próximo, y en el próximo, cuando caven para trasplantar
una camelia, sembrar el perejil o hacerle una canaleta de desagüe al cantero de
dalias, esos huesos reaparecerán y con ellos la falta y el dolor por Beba muerta,
aplastada por un automóvil rojo, Renault. Están desconsolados.
Al día
siguiente, temprano, debajo del jazmín, la enterrarán. Antes de que nadie
llegue, sólo él, José, y ella, Josefina, la enterrarán. Cerrarán el pequeño
cajoncito blanco, de angelito, agarrarán una manija cada uno, y lo depositarán
en el profundo pozo que José ha cavado al pie del jazmín, la planta más linda
de todo el patio, que está a punto de florecer y que regará la tumba con olores
a agua colonia de jazmín y con pétalos blancos, leves, carnosos, cayendo,
meciéndose en el viento, hasta posarse sobre la tierra fresca donde Beba
duerme, eterno, el sueño.
Pasa el
tiempo. Las vecinas traen u ofrecen sustitutos: cachorritos vivaces, grises,
marrones, blancos, amarillos; de todas las razas. Algunos dormilones, otros
astutos. Algunos panzones, otros diarreicos. Algunos lagañosos, otros
mordisqueantes. Ninguno es Beba, ninguno puede reemplazarla. Ven en una revista
la publicidad de un criadero con perros muy parecidos a la difunta: pequeños y
marrones, con rizos dorados que caen por el lomo y la frente y tapan los ojitos
alegres. Harán tratativas y llamadas telefónicas, enviarán telegramas y los
recibirán. Y un día, por comisionista, llegará una caja con un cachorro que ya
tiene nombre: Adrián Tercero y llegarán sus papeles. Pero no es Beba. Las puertas
quedan abiertas, Adrián Tercero se escapa y José y Josefina no lo lloran ni lo
lamentan: Adrián Tercero no era Beba.
Ponen flores
sobre la tumba y esa primavera el jazmín no florece y ese verano el jazmín se
seca. La empleada de la florería dice que tal vez, al cavar, José destruyó las
raíces principales, o que tal vez, también, el pequeño féretro se esté
disolviendo en la tierra, y los pigmentos blancos de la pintura hayan
intoxicado la planta, al navegar en el agua y ser absorbidos.
Beba, entonces, por siempre, estará ahí,
muerta, en el páramo yermo, sin una sola flor, por siempre bajo el jazmín seco,
que se pudre, se quiebra, que ofrenda sus ramas pálidas a los gorriones y a los
jilgueros y a las hormigas negras y que, al final y en forma definitiva,
desaparece.
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