... Y OTROS CUENTOS
¿Quién
es el señor Martín?
El señor
Martín se sentía de aquí y de allá por dónde pasara, rodaballo y sobretela, del
ancho y del estrecho. Al llover no se sacaba de paraguas porque en llover era
un todo al completo: era nube y gabardina, gota compungida por lastimarse de
paraguas o mojarse de gabardina. Se alcanzaba de sombra las ramificaciones
sensibles de señor Martín, de puntillas se sonaba de timbre y se cruzaba de
calle para terminar de poeta encogido de conglomeración del tráfico precavido
de no ser pitado en las bocinas para temblarse de aire. Se recogía de hojas
caducas de los árboles en bolsas enormes de basura para proporcionarse algo de
guarida de fría noche frente al Sena; y cuando de balcón próximo alguna señora
en riña de su marido le tiraba de traje y de muda, pasaba apuro de su orden
público al trasmitírsele una sensación de agravio al verse arrastrado de calle
sin lo privado del cuento que echara de vecino de enfrente.
En
la ciudad de las letras
En la ciudad
de las letras no existen números, no se escriben, no se anotan y las cuentas se
hacen a ojo de buen cubero, todos presumen la existencia de los demás, un mundo
donde se cuenta con los dedos, la tiza suma y la raíz se desdobla en dos al
menos. Un mundo más grande en que la gente no se pierde por contada, dónde los
libros se pasan hoja numerada con el dedo… ¡Todo parece maravilloso!, y a altas
horas de la noche no contada todos buscan en sus bibliotecas. Les desanima por
contra la noción numeral en exceso, que la costumbre de llamar por teléfono con
dígitos asignados haga imposible con un simple descolgar del auricular una
telefonista amable, al invocar un nombre y una calle sin más, enchufe la
clavija de la centralita a la casa que se le pide. También oyeron de contagios
de alguna melancolía propia de la unidad, ellos que nunca saben de
soledad, a solas no se hayan, es un
concepto que les pierde por no atentos y no demoran en ello.
La
novela higiénica del señor Babineaux
Cuando las
rues corrían por espacios inconmensurables, en donde no encontrar jamás el
máximo común divisor de ninguna (por infinitas), ni el mínimo común divisor
(por lo mismo), y al tiempo le sufría su ocupación que ni a un ras de hueco se
vendía una ficción de sereno excitado, ni una mirilla, ni un rellano, ni un
correveidile, vino el rollo a mudar, ahí estaba la olla. En deslizar el papel
para que los nunca horas antes de tirar de la cadena tras ceñirse tirasen de
los ojos en fragmentados de lector del verbo ser- y del verbo estar- entre los
haberes y los hallarse. El que las palabras se entrecortaran con frecuencia en
los márgenes creaba cierta incertidumbre por seguirlas en una ocurrencia de
engañar lo eterno con lo breve del señor Babineaux. Y la crónica de la época a
falta de tiempo nos dice: Los lectores se inquietan y curiosean el papel por
averiguar quién la escribe, solo al final se descubre, y no conviene
desmadrarla, desmadejarla a destiempo, asustarla con el perro. Cuentan que la
tinta está tan fresca que se teme que las prisas de leer encuentre a los
destiempos de autor en que pillarle la mano final. Ya nadie se atreve a ofrecer
novelas sin el formato higiénico, ya no se dice el desarrollo de la ficción
sino el desenrollo de la ficción y no existe meollo sino tubo de cartón. La
estrechez de miras está de moda, leer en estrecho hace deseable el techo de
gastos de tiempo.
De
joven escritor
Quería mucho
a Amalia pero no lo entendía así, ella se pensaba descuido que no pusiera
signos en las cartas de amor que le enviara aunque yo la dijera: "Los
signos de puntuación son un desprecio por seguir de carrerilla y contarte
cuánto te quiero"
Pero a ella
le parecían signos de amor:
-No vengas
con nuevas que yo ya vengo de regreso, no pones la preocupación que en el
escribir de los demás.
Y debía
decirle de nuevo:
"No
seas boba, a ellos no les ofrezco lo mismo porque les ofrezco solo lo
suyo"
Y ella replicaba:
-Pues yo
quiero lo mío.
Cuando las
mujeres se anudaban a uno así de exigentes había de dejarlas. Al principio era
bello, aún era un escritor nobel que vendía algún cuento, alguna ilusión joven, y de eso proporcionaba el ocio bohemio
de llevar a mi amada frente a los escaparates y susurrarla en mi derrota que
todo aquello que veía era nuestro pues no era ni suyo ni mío. Ella se
ilusionaba y con una sonrisa soñaba díscola en ese zaguán bajos de realidad
pero altos de fantasía. Todo escaparate sumaba al amor hasta que vendía el
siguiente cuento y ya no recordaba que todo era nuestro.
Vaya con Dios
Hace muchos
nombres que me voy.
-Vaya con
Dios.
-Antoine que
quemas la leche.
-Vaya por
Dios.
Se quiebra
el apego de la mano a la cafetera, esa distancia tan tan corta.
-Toni que
huele a humo.
-Vaya por
Dios.
El brasero a
la camilla, esa simbiosis tan tan casera.
-Bony que
hace frío.
-Vaya por
Dios.
La puerta al
quicio, ese cierre tan tan seguro.
-Bobini que
ya es la hora.
-Vaya por
Dios.
El reloj al
shock de las horas por devenir, ese contemporáneo tan tan exhibicionista.
-La luz
Antonin.
-Vaya por
Dios.
La luz a las
hojas para pretexto de pagada, esa pagana tan tan deslumbrante.
Hace muchos
nombres propios que me voy….
-Vaya con
Dios.
Nota:
En francés los diminutos de Antoine son todos los señalados.
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