domingo, 17 de abril de 2016

Negro Hernández

El cumpleaños de Marta
Negro Hernández

Habíamos quedado en encontrarnos en Las Violetas a las 10 de la noche, Marta tenía una reunión política con sus compañeros de la UTN y no quería acostarse tarde porque al día siguiente era su cumpleaños, quería festejarlo con sus amigas y a la noche conmigo. “Charlamos un ratito y después me tomo el 132”, me había dicho por teléfono. Yo calculé salir a las 9 y 30 de la librería en la que trabajaba para irme caminado hacia la confitería por Medrano.
Hacía poco que nos conocíamos, un día entró al local buscando un libro técnico de la editorial Mir y reconocí en esos ojos celestes como dos flores grandotas que se abren en el atardecer del barrio, aquella otra mirada cotidiana que me acompaño en mi infancia. Pero su sonrisa era nueva para mí, desconocida, ajena, y me llevo tiempo darme cuenta de su contenido, era como un río donde desembocaban dos afluentes, uno era tierno y el otro salvaje. Fue esa ambivalencia, ahora me doy cuenta, lo que me atrajo para siempre.
Yo era nuevo en el oficio de vendedor y tenía que aprenderme los catálogos de libros de ingeniería mientras terminaba mi tesis sobre Leopoldo Marechal en Letras. Mi amigo Miguel, librero de profesión, me había conseguido ese trabajo por la tarde para que terminara mis estudios de una vez por todas y me fuera a dirigir una revista literaria que pensaba editar.
Marta venía día por medio a la facultad y entraba a chusmear libros, preguntar cosas y ojear algunos textos de estudio. Ella estaba en al mitad de la carrera y alquilaba con unas amigas un pehache cerca del Parque Chacabuco, me dijo en una de nuestras conversaciones. A veces cuidaba enfermos por la noche para sumar ingresos a los que le enviaba sus padres que vivían  en Pergamino. En esas ocasiones solía pedirme algún título para acompañarla. Yo generalmente le recomendaba libros de la colección Minotauro de ciencia ficción o los de mí preferido Isaac Asimof, que le parecieron muy buenos. “Tenés buen criterio para elegir, siempre me das lo que me gusta”, dijo una noche mientras cerraba el local, entonces la invité a tomar un café en el Cóndor.
A partir de allí nuestra relación fue avanzando rápidamente hacia otro lugar, ese que nace entre un hombre y una mujer cuando ambos se desean. A los dos nos gustaba pasar las tardes de lluvia en la cama. “¿Cómo te gusta?”, le pregunté la primera vez. “Empezá por los pies”, contestó. Y así fue como piel sobre piel, compartimos humedades, labios, olores, y nuestros cuerpos se fueron conociendo como si fueran uno.
Desde allí en adelante no podíamos estar el uno sin el otro, estudiábamos junto los fines en mi semana en mi bulín del barrio de Almagro, ella cocinaba muy bien y me preparaba la vera pasta italiana, yo me especializaba en los desayunos. Le gustaba que la besara en la triple frontera de su blanco cuerpo, “¿Que decís?”, “Es este lugar impreciso que esta entre el cuello el hombro y la espalda”, y no dejaba de besarla hasta agotarme de amor.
A mi se me ocurrió modificar el sótano de la librería haciendo un lugar de lectura para los clientes. Cuando le dije a Miguel  aceptó con gusto la iniciativa, pero en realidad era para estar mas tiempo con Marta.
Sin embargo ella estaba cada vez más ocupada con su militancia, cada vez le llevaba más tiempo y empezamos a vernos cada vez más espaciadamente. “Disculpame Negro no podemos estar todo el día cojiendo”, dijo una noche antes de irse a una asamblea de estudiantes. Ella tenía razón, no solo de pan vive el hombre, pensé. Fue entonces cuando empecé a escribir mis primeros poemas.
A fin de año presenté mi tesis y me recibí, ella aprobó sus exámenes y después de las fiestas nos fuimos a Gesell en carpa. Es un paréntesis, un respiro, una pausa de calor y arena  frente al destino que nos esperaba.
“Acordate que el 24 cumplo años”, me había dicho días antes. Yo le tenía preparado un regalo que le iba a gustar, era un tríptico con cinco poemas de amor dedicados a ella, “Desde las entrañas”, se llamaba. 
Cuando llegué a las Violetas me estaba esperando. “Se suspendió la reunión parece que esta noche los milicos toman el poder”, dijo asustada. “Lleváme a tu casa, tengo miedo”.  Allí festejamos su cumpleaños escuchando las  noticias del golpe cívico militar y escuchándo música. Pasamos la noche juntos haciendo el amor como si fuera la última vez y nos despedimos al amanecer. “No sé volveremos a vernos” dijo entre lágrimas, “Negro, te amo desde la entrañas”.

En eso entraron al café Sandoval, el Gordo y el Mirón, “Vamos a la plaza Negro”. Y me fui con ellos a recordar los 40 años de la tragedia. Una foto de Marta flameaba en un cartel junto al de con otros desparecidos. Sus ojos celestes se abrieron en atardecer de la plaza como dos flores y su sonrisa seguía siendo tan tierna como salvaje.

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