Augusto Viviana Walczak
El
viento soplaba fuerte y sus ráfagas parecían querer arrebatarle el gorro que,
con dificultad, intentaba sostener con una de sus manos porque con la otra,
aferraba la cartera y el paraguas. Cruzó con rapidez la avenida y se introdujo
en el edificio de oficinas donde trabajaba desde hacía tiempo. Le faltaban
pocos años para jubilarse y por ese motivo, tenía sensaciones contradictorias.
Sentía alivio por la calma que traería la vida ociosa pero también percibía la
angustia de la cercana vejez no sólo por el deterioro físico, sino porque
presentía la indiferencia con la que la rodearían sus congéneres.
Lo
sabía no porque fuese inteligente o intuitiva, sino porque había experimentado
el doloroso abandono que habían padecido por parte de sus semejantes, sus
abuelos, sus tíos y sus padres.
Fernanda
era la única hija de un matrimonio mayor y tuvo que hacer innumerables peripecias
para atenderlos de la mejor manera posible. Había nacido en un hogar humilde y
no contaba con los medios necesarios para obtener ayuda. Fue el único sustento
moral y económico de sus progenitores hasta que el destino los separó. Sabía
que pertenecía a la porción del mapa donde se vituperaba a los ancianos y que
se encontraba a distancias siderales del respeto y la devoción que en el otro
lado del continente, en Oriente, se profesaba desde tiempo inmemorial a los
mayores. En su tierra, la mayor parte de la sociedad estaba compuesta por una
mixtura de razas que habían parido a gente débil, de carácter sumiso que no
sabían rebelarse contra las injusticias y que, en el fuero íntimo, rehusaban
verse en el espejo de la propia finitud. Comprobando el abandono por el que
transitaban los viejos trató, dentro de sus limitadas posibilidades, de
ayudarlos. Recorría, incansable, geriátricos y asilos, brindándoles su compañía
y su enorme caudal de afecto. Los fines de semana se divertía preparando
panecillos, empanadas y tortas. Apenas llegaba, comenzaba a sacar de su cesta,
como un mago de su galera, dulces, fotos y refrescantes colonias. Cada cual, esperaba
con ansiedad su paquete sorpresa: José, algún libro de historia, Ana, sus
revistas, Ofelia, su talco favorito… Después, se apoltronaban en el jardín de
invierno y la nostalgia impregnaba el ambiente de lejanas remembranzas.
Desfilaban nombres, recuerdos, fechas e historias de hijos ausentes y nietos
ocupados.
Luego,
Fernanda les resumía los sucesos diarios y les pedía los consejos que añoraba y
que, la mayoría, le brindaban con asombrosa lucidez.
A
veces, les hablaba de su infancia, de su juventud, de sus estudios truncos o de
sus fugaces romances y del motivo por el cual no había podido encontrar al
hombre ideal. Durante las largas tertulias, les hablaba sobre sus romances
inconclusos. Les contaba cómo había conocido a Heriberto, el fugaz encuentro
con el orgulloso Atilio y cómo se había alejado de Plácido, después de un
extenso noviazgo, al descubrir sus infidelidades. Los gerontes escuchaban,
airados, cómo se engrosaba la lista amorosa de varones narcisistas, celosos, egoístas,
autoritarios, exhibicionistas y demandantes. Resignados, comprendían las
razones por las cuales había abandonado su infructuosa búsqueda y porqué ellos
eran el paliativo de sus horas vacías.
Fue
por ese entonces que Augusto apareció en la vida de Fernanda. Al principio, lo
miró con recelo pero, al poco tiempo, tuvo que admitir que había logrado
conquistar su corazón. Era alegre, leal, compañero, afectuoso y vivía para
demostrarle su amor. Tenía un sinfín de atributos y, además, siempre la
acompañaba, atento, con su bella y profunda mirada. Era dueño de los ojos más
hermosos que jamás había visto. Un perfecto círculo oscuro rodeaba las glaucas
pupilas que, según el reflejo de la luz, mostraban imperceptibles destellos
dorados.
Cuando
salió de la oficina, se apagaba la tarde y hacía mucho frío. Aunque estaba
cansada, tuvo la sensación irrefrenable de ir a visitar a sus adorados
viejitos. En el trayecto, compró un chocolate para Ofelia, por quien sentía una
ternura y un agradecimiento especial. La anciana le había devuelto la sonrisa y
la alegría de vivir al regalarle, antes de alojarse en el geriátrico, a su
encantador gato Augusto.
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