domingo, 17 de abril de 2016

Mabel Pedrozo

                                                          Los perros 
Mabel Pedrozo

Una vez Cornelio lo echó en el piso. Pudo haberlo mordido, pero no lo hizo. Se quedó babeando sobre su cara hasta que el tío le pasó una piola por el cuello y a estirones lo sacó de la casa.
Su madre solía enojarse cuando recordaba la historia. Vos tuviste la culpa, Joaquín, le decía. El perro estaba comiendo y te fuiste a molestarle. ¿Te acordás que por eso tu papá lo regaló? Lloré mucho, Joaquín, ¿te acordás? Se acordaba de lo que ella decía, no de lo que pasó realmente, pero se callaba.
Después de todo era su madre la que reclamaba esos recuerdos. Era ella, entristecida por aquella vida donde hasta los sueños palidecían en el sopor de las interminables siestas de Santa Rosa, quien lo atormentaba con su memoria. 
Él no era malo, Joaquín. Antes, cuando vos no estabas, él era lo único que yo tenía. Fue mi regalo de bodas, Joaquín, el mejor regalo que me dieron cuando me casé con el padre de usted, insistía.
El primer aullido lo escuchó cuando la luz comenzó a irse del cielo. Fue con el segundo que recordó a Cornelio. Tu madrina lo vio un día, Joaquín. Al perro lo mandaron a la frontera, un lugar bueno para nadie. El perro se acercó y le lamió la mano. Tu madrina dijo que le miró a los ojos, Joaquín, y desde entonces no puede dejar de soñar con él. ¿Te das cuenta? Después de tantos años todavía la reconoció.
Nadie notó su desaparición hasta las seis de la tarde, cuando Ramón Elizalde, el encargado de la única cabina telefónica del pueblo, llegó a su casa. Acostumbrado a su desamor, no esperaba encontrar a su mujer esperándolo en la puerta, pero le extrañó que el niño no venga a alcanzarle. ¿Y Joaquín?, preguntó. El olor a cebollas de la cocina le hizo lagrimear. No sé, debe estar por allí, le respondió su mujer sin mirarlo a la cara. ¿A qué hora llegó de la escuela?, quiso saber. La mujer espantaba con una mano el humo blanco que flotaba sobre la cacerola. Frente a ella, en el hueco de la ventana, un sol ya muerto caía detrás de la calle 
Dejame de embromar, Ramón, que estoy sacando la espuma del puchero. No sé qué te extraña si tu hijo cuando se queda jugando con sus amigos se olvida de todo. ¿Pero no averiguaste?, quiso preguntar, aunque no lo hizo. Salió a la calle todavía con la ropa del trabajo y caminó hasta la despensa.
-Buenas tardes. ¿No vino mi hijo por aquí? -interrogó-. No. Tampoco lo vio el vecino, cuyo niño era compañero de Joaquín y estaba en la despensa cuando Ramón entró.
Cuando tuvo edad para el primer grado y su papá hizo los papeleos para inscribirle, se lamentó de que en Santa Rosa no hubiese escuela.
-Y qué esperabas de un lugar como éste -le dijo su mujer cuando lo escuchó quejarse.
A veinte minutos de allí, en Santa María, estaba la escuela más próxima. Los padres pagaban un transporte escolar para que sus niños no hiciesen a pie el camino de ida y vuelta. Mediodía la salida, cinco y media de la tarde el retorno. Ésos eran los horarios que Joaquín sabía, tenía que cumplir, por eso estaba tan preocupado. Por eso y por los ladridos que parecían acercarse.
¿Cuánto tiempo estuvo de pie, los dedos ahogándose en los zapatos acordonados, el guardapolvos empapado en sudor, las mangas almidonadas que, sabía de sobra, no podía ensuciar sin disgustar a su madre?
El portafolios le pesaba en la mano. Se lo pasó a la otra, aunque hizo eso varias veces y siempre terminaba doliendo, quemando, picando. Todavía no lo quiso bajar. No había dónde, tampoco. Metió una mano dentro. Sus cuadernos, colocados en hileras, le dieron esa tranquilidad de las cosas que permanecen en su sitio cuando nada más lo está.
Podía buscar una sombra si salía del camino, cosa que descartó enseguida porque no podía arriesgarse a que su papá no le vea. Pero ahora que el sol había desaparecido ya no era el calor o que lo atormentaba, sino el cansancio.
Convencido de que no podría mantenerse de pie mucho tiempo más, volvió a meter la mano en el portafolios, sacó el cuaderno de doble raya y arrancó una hoja. Cerró los ojos antes de hacerlo, convencido de que estaba cometiendo un sacrilegio.
Empujó con el mocasín una piedra, la cubrió con la hoja y puso encima el portafolios. Sus manos adormecidas se desperezaron causándole un dolor suave. Joaquín suspiró, miró el cielo. Las últimas luces de la tarde disgustaban a su madre. Me hacen doler la cabeza, le decía. 
Los sábados, cuando se quedaban juntos en la casa, le mandaba bajar la persiana de la sala para tirarse con él sobre el piso embaldosado. Ella cerraba los ojos y los dejaba así mientras hablaba de su vida en la capital, antes, cuando no estaba casada ni Ramón tenía que ver con ella. 
Nació en un barrio adornado de luces de colores cada 15 de agosto, día de Nuestra Señora de la Asunción. Las casas abrían sus puertas, le contaba, se colocaban manteles de encajes sobre una mesa donde la imagen de la santa, llevada en procesión, visitaba los hogares cristianos.
Ella juntaba las manos en esos momentos y le enseñaba las oraciones que recordaba de aquellos tiempos. Esas escenas, tan queridas por él, terminaban cuando, antes de ordenarle que prenda las luces, la mujer le decía con voz amarga que todo acabó el día que Ramón Elizalde la arrancó de su hogar para llevarla a aquel pueblo donde ni los atardeceres tenían sentido. 
Cuando la primera estrella apareció en el fondo del camino, Joaquín bebió el último sorbo de agua que quedaba en el termo del merendero. Envuelta en una servilleta de papel, todavía le quedaba una de las dos medialunas que su papá le metía en la cajita de plástico antes de mandarlo a la escuela.
Sus piernas desfallecían. Volvió a meter la mano en el portafolios, sacó de nuevo el cuaderno de doble raya, arrancó otra hoja, buscó otra piedra y, luego de forrarla con el papel, se sentó. Se sacó un mocasín, la media, luego el resto. ¿Dónde estaba su papá? Se le pasó por la cabeza hacer el camino de regreso a su casa de una vez, pero si él le mandó decir que lo espere allí no podía desobedecerlo. 
Ramón Elizalde pasó por la casa para sacarse la ropa del trabajo y sin dirigirle la palabra a su mujer fue a buscar al chofer del transporte escolar para preguntarle por su hijo. Lo conocía como a todos en el pueblo, pero no tenía intimidad con él.
Se trataba de un hombre obeso, de unos 40 años, a quien encontró sentado en la mesa para la cena. Dónde está mi hijo, le preguntó. Lo dejé donde usted dijo, don Elizalde. Dónde es eso, que yo no sé nada de lo que me está hablando. En el cruce, don Elizalde, como usted dejó dicho, insistió, tratando de sacarse la responsabilidad de encima. Ramón Elizalde miró sus zapatillas, sucias de polvo, mientras sentía cómo el corazón comenzaba a temblarle en el pecho. Eran las ocho de la noche cuando él y el chofer golpearon la mano en casa del niño que recibió el supuesto recado.
“Él me suele tentar también, señor, por eso le hice la broma, pero pensé que se iba a dar cuenta y que iba a venir caminando”. El chiquillo no miraba a nadie mientras hablaba. A su lado, su padre lo tenía prendido del brazo y de tanto en tanto le recordaba que era mejor que cuente todo si no quería aumentar los latigazos que ya se ganó.
Los perros, pensó Ramón mientras fue a su casa a buscar su rifle. El camino entre Santa María y Santa Rosa estaba atestado de ellos. La gente del pueblo arrojaba en el camino a los cachorros que sobraban en la casa, los abandonaban a su suerte, se olvidaban de ellos y cuando alguien hablaba de un ataque en el camino, nadie recordaba que algunas de esas bestias vagabundas podían ser aquellas que tiraron alguna vez. Cuando asaltaban las casas de los linderos del pueblo eran esparcidos a fuego de escopeta, lo que hizo que aprendieran a mantener su distancia. Cuando el hambre los atormentaba destrozaban los terrenos baldíos que servían de depósitos de basura, y cada tanto arrasaban gallineros y huertas, pero se cuidaban de estar Cuando la pequeña comitiva salía del pueblo para ir por fin a buscarlo, Joaquín, en mitad del camino, sentado sobre la hoja del cuaderno de doble raya, dejó de mordisquear su segunda medialuna. Algo se movía en torno suyo. Guardó las medias en el portafolios y se puso los mocasines. Una luna blanca iluminaba el camino. Tengo que volver a casa, dijo levantando el portafolios. Y entonces recordó, por tercera vez en aquel día, a Cornelio.
Su madre le mintió. Si aquella tarde su tío no se lo sacaba de encima, Cornelio lo hubiese destrozado. Cornelio sólo quería a su madre, y ella sólo lo quería a él. No caminó demasiado. Los perros lo tenían cercado desde hacía rato. Sólo que ahora estaban frente a él.

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