domingo, 17 de abril de 2016

Liliana González

Cortos 
Liliana González

El desierto de los cocos
Los cocos crecían con la libertad que lo desierto regala. Cientos de cocoteros ornamentaban la isla. Una garantía para tener al alcance del estómago su pulpa blanca, carnosa como pocas, y jugosa como un manantial de agua dulce. La exquisita pulpa se deshace en la boca hambrienta, y se hace agua fresca, para la garganta seca.
Los días, parecidos entre si, impresionan como si el tiempo, fuese una línea suspendida en un espacio que no conoce el reloj. El mar alternaba su cauce embravecido de amante enamorado, con la serenidad mansa, que recorre los cuerpos luego del encuentro amoroso.
La bienaventuranza los había acompañado siempre. La abundancia presente, enterró en lo más hondo de sus historias, el día en que el mar y la lluvia se adueñaron de su trabajo. Ese mar azul decidió por ellos. Borró de la faz de sus vidas, redes cajones sogas y peces. El mar se cansó de esperarlos, de advertirles, de cantarles que era tiempo de cambiar de oficio.  Ese mar que tragó de un bocado su barcaza pesquera, reparó el desván arrojándolos a tierra firme. Cuantas veces soñaron con ser otros. Cuantas veces el miedo les amordazó el cambio. Cuantas veces los intentos quedaron allí detenidos en la costumbre de lo seguro y aburrido. Pero cuando la línea del tiempo se arruga hasta hacerse un punto, la vida gira como en los relojes de arena. Y ellos cambiaron peces por cocos. Baldosas por arena. Relojes por tiempo. Rutina por desafío. Miedo por libertad.
Encontrar la nota
Intentaba acallarlo pero su persistencia día y noche lo atontaba sin pausa. El miedo a manejar el auto se le coló en la entraña. Llegó a aborrecerse preso de un temor que lo esclavizaba. Decidió desalojarlo. Hurgó en el baúl hasta encontrar el papel pentagramado. Quería deshacer esa rutina terrorífica que le subía desde el fondo del estómago cada vez que encendía el motor El lápiz se desesperó entre las cinco líneas hasta detenerse en el dibujo de la clave de sol. Escribió dos negras y un silencio. Otro de tres corcheas y un silencio. Uno más, un último intento: dos blancas y un silencio. Exhaló con una a abierta hasta que la voz se le quebró en dos. Vio la funda azul. Agarró la guitarra. Probó las notas que su hartazgo le había inspirado. La melodía lo bajó de la cúspide del espanto. Quedaba un eco, un recuerdo de la taquicardia, que se deshacía cada vez que se atrevía a desafiar su miedo.
Hoy era el día
Se levantó con bolsas bajo los párpados. La contractura en el hombro izquierdo insistía. Combinado con dolor de cabeza formaban un dúo de pesadilla. Se miró en el espejo del baño. La acidez le quemaba .Tuvo ganas de llorar. Contuvo con furia cada lágrima. El enojo las evaporó. Se afeitó con esmero casi con ternura. Abrió el placard y manoteó desganado el primer pantalón que con una prolijidad llamativa su empleada doméstica había colgado el viernes. Encontró el jugo las tostadas y la medicación preparadas. Estaba harto de su jefe dueño de una torpeza fuera de control. De inequidades y cobardías repetidas. De su tartamudeo en las reuniones .De su aliento a cebolla y de su transpiración maloliente. Ni el fin de semana había logrado deshacer la frustración que lo tenía amordazado. Se dijo a si mismo basta. El jugo lo llenó de coraje. La decisión le alivió el ardor estomacal. Hoy era el día.
Pérdida
Como cada mañana salí temprano. La noche aún permanecía. El colectivo ausente anunciaba demora. El frío y el viento envolvía la parada. Decidí meterme en el subte. Bajé las escaleras. El molinete no reconocía la tarjeta. Él me dejó pasar. Bajé otras escaleras La bocina del subte altera el andar. Apuro los pies. El mural del corredor me obliga a frenar. Lo perdí. Me pierdo en un recuerdo. La estación despierta. El olor a subte impregnaba todo. Me senté. Prendí el celular. Eran las 4:30 ,el despertador anunciaba el comienzo del día.




No hay comentarios: