Cortos
Liliana González
El desierto de los
cocos
Los
cocos crecían con la libertad que lo desierto regala. Cientos de cocoteros
ornamentaban la isla. Una garantía para tener al alcance del estómago su pulpa
blanca, carnosa como pocas, y jugosa como un manantial de agua dulce. La
exquisita pulpa se deshace en la boca hambrienta, y se hace agua fresca, para
la garganta seca.
Los
días, parecidos entre si, impresionan como si el tiempo, fuese una línea
suspendida en un espacio que no conoce el reloj. El mar alternaba su cauce
embravecido de amante enamorado, con la serenidad mansa, que recorre los
cuerpos luego del encuentro amoroso.
La
bienaventuranza los había acompañado siempre. La abundancia presente, enterró
en lo más hondo de sus historias, el día en que el mar y la lluvia se adueñaron
de su trabajo. Ese mar azul decidió por ellos. Borró de la faz de sus vidas,
redes cajones sogas y peces. El mar se cansó de esperarlos, de advertirles, de
cantarles que era tiempo de cambiar de oficio.
Ese mar que tragó de un bocado su barcaza pesquera, reparó el desván
arrojándolos a tierra firme. Cuantas veces soñaron con ser otros. Cuantas veces
el miedo les amordazó el cambio. Cuantas veces los intentos quedaron allí
detenidos en la costumbre de lo seguro y aburrido. Pero cuando la línea del
tiempo se arruga hasta hacerse un punto, la vida gira como en los relojes de
arena. Y ellos cambiaron peces por cocos. Baldosas por arena. Relojes por
tiempo. Rutina por desafío. Miedo por libertad.
Encontrar la nota
Intentaba
acallarlo pero su persistencia día y noche lo atontaba sin pausa. El miedo a
manejar el auto se le coló en la entraña. Llegó a aborrecerse preso de un temor
que lo esclavizaba. Decidió desalojarlo. Hurgó en el baúl hasta encontrar el
papel pentagramado. Quería deshacer esa rutina terrorífica que le subía desde
el fondo del estómago cada vez que encendía el motor El lápiz se desesperó
entre las cinco líneas hasta detenerse en el dibujo de la clave de sol.
Escribió dos negras y un silencio. Otro de tres corcheas y un silencio. Uno
más, un último intento: dos blancas y un silencio. Exhaló con una a abierta
hasta que la voz se le quebró en dos. Vio la funda azul. Agarró la guitarra.
Probó las notas que su hartazgo le había inspirado. La melodía lo bajó de la cúspide
del espanto. Quedaba un eco, un recuerdo de la taquicardia, que se deshacía
cada vez que se atrevía a desafiar su miedo.
Hoy era el día
Se
levantó con bolsas bajo los párpados. La contractura en el hombro izquierdo
insistía. Combinado con dolor de cabeza formaban un dúo de pesadilla. Se miró
en el espejo del baño. La acidez le quemaba .Tuvo ganas de llorar. Contuvo con
furia cada lágrima. El enojo las evaporó. Se afeitó con esmero casi con
ternura. Abrió el placard y manoteó desganado el primer pantalón que con una
prolijidad llamativa su empleada doméstica había colgado el viernes. Encontró
el jugo las tostadas y la medicación preparadas. Estaba harto de su jefe dueño
de una torpeza fuera de control. De inequidades y cobardías repetidas. De su
tartamudeo en las reuniones .De su aliento a cebolla y de su transpiración
maloliente. Ni el fin de semana había logrado deshacer la frustración que lo
tenía amordazado. Se dijo a si mismo basta. El jugo lo llenó de coraje. La
decisión le alivió el ardor estomacal. Hoy era el día.
Pérdida
Como
cada mañana salí temprano. La noche aún permanecía. El colectivo ausente anunciaba
demora. El frío y el viento envolvía la parada. Decidí meterme en el subte.
Bajé las escaleras. El molinete no reconocía la tarjeta. Él me dejó pasar. Bajé
otras escaleras La bocina del subte altera el andar. Apuro los pies. El mural
del corredor me obliga a frenar. Lo perdí. Me pierdo en un recuerdo. La
estación despierta. El olor a subte impregnaba todo. Me senté. Prendí el
celular. Eran las 4:30 ,el despertador anunciaba el comienzo del día.
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