MIRADAS
Marta Becker
Corro por el andén y subo al
tren justo en el momento en que se cierran las puertas.
Todavía agitado, contemplo a
los pasajeros, escasos a esta hora. Ellos también me miran, algunos con señal
de desaprobación por entrar de esa forma y todos con una curiosidad mal
disimulada, de desagrado.
Inspiro disgusto.
No me preocupa, no es mi
tema.
Entrecierro los ojos y paso
revista a cada uno de ellos, ahora con más detenimiento.
Una mujer mayor, diminuta,
canosa y despeinada, vestida con ropas fuera de moda, una cartera vieja que
protege con sus dos manos como si llevara en ella una fortuna, me mira con temor.
Lo noto en sus ojos.
Más allá, en el asiento de
la ventana, una mina –porque seguro no es una señora de su casa- se acomoda la
pollera super corta -un gesto absurdo- pienso y me río, en un intento por
cubrir sus largas piernas enfundadas en medias negras. La remera con algunos
brillos y muy escotada deja a la vista un busto generoso que se mueve
cadencioso con el traqueteo del tren. Sabe que la miro y no tiene vergüenza en
devolverme la mirada, en señal de desafío. Igual no me gusta, demasiada
pintura, rostro y actitud vulgares, decididamente no es mi tipo, aunque ella me
supone un potencial cliente.
Una parejita joven, él de
cabeza rapada y un aro en la nariz, ella con el cabello teñido de rojo, ambos
vestidos de negro total, disimulan y alternan sus miradas entre el paisaje que
va pasando por la ventanilla y mi persona. Son dos personajes que no me caen
bien, odio los disfraces que representan una tribu, algo que no logro
comprender.
Un viejo de traje y corbata,
portafolio de cuero –supongo- lee el diario y cada tanto me mira de reojo a
través de unos lentes culo de botella –no sé cómo alcanza a verme- y me río de solo imaginarme cómo vería la
vida si se quitara los anteojos.
Casi al fondo medio oculta,
una muchacha menuda, sobriamente vestida, sostiene en sus brazos un niño
dormido. Absorta, tal vez esté pensando en el padre de su hijo, qué estará
haciendo, si la espera o no en la estación, o tal vez ni siquiera sabe quién es
ese padre. Cuando nuestras miradas se cruzan noto una cierta inquietud y al mismo
tiempo una tristeza infinita.
Pienso en mi madre. ¡Qué
tontería!
Suena irónico, casi podría
formar una familia con todos los pasajeros: mamá, papá, hermanos, una esposa,
un hijo…
El tren sigue monótono, la
luz mortecina del vagón ilumina los rostros y me alegra pensar que soy el
centro de atención.
Percibo que puedo leer cada
una de sus mentes, pero no ocurre a la recíproca, sólo ven un indeseable que
irrumpió en escena. En realidad, deberían agradecerme por romper su monotonía.
Seres grises que viven a diario en mundos grises, con futuros grises, no hay
matices que alimenten su existencia.
Pobres, de cuerpo y alma.
Saco del bolsillo el
revólver que le robé a mi padre –no, a mi supuesto padre, porque mamá nunca me
confirmó que lo era- y lo muestro en alto para que todos lo vean.
La señora mayor lanza un
grito, la parejita se abraza asustada, la mina se achica en el asiento, la madre estrecha con fuerza al niño, el
viejo deja el diario. Huelo un enjambre de seres temerosos.
Me siento poderoso, domino la
situación. Y les daré condimento, alegraré sus vidas, será un día que no
olvidarán jamás. Un quiebre.
Cuando el tren arriba a la
estación todos los pasajeros bajan mudos, consternados, no dan explicaciones.
El bebé llora.
Mi mamá también va a llorar.
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