domingo, 17 de abril de 2016

Marta Becker

MIRADAS 
Marta Becker

Corro por el andén y subo al tren justo en el momento en que se cierran las puertas.
Todavía agitado, contemplo a los pasajeros, escasos a esta hora. Ellos también me miran, algunos con señal de desaprobación por entrar de esa forma y todos con una curiosidad mal disimulada, de desagrado.
Inspiro disgusto.
No me preocupa, no es mi tema.
Entrecierro los ojos y paso revista a cada uno de ellos, ahora con más detenimiento.
Una mujer mayor, diminuta, canosa y despeinada, vestida con ropas fuera de moda, una cartera vieja que protege con sus dos manos como si llevara en ella una fortuna, me mira con temor. Lo noto en sus ojos.
Más allá, en el asiento de la ventana, una mina –porque seguro no es una señora de su casa- se acomoda la pollera super corta -un gesto absurdo- pienso y me río, en un intento por cubrir sus largas piernas enfundadas en medias negras. La remera con algunos brillos y muy escotada deja a la vista un busto generoso que se mueve cadencioso con el traqueteo del tren. Sabe que la miro y no tiene vergüenza en devolverme la mirada, en señal de desafío. Igual no me gusta, demasiada pintura, rostro y actitud vulgares, decididamente no es mi tipo, aunque ella me supone un potencial cliente.
Una parejita joven, él de cabeza rapada y un aro en la nariz, ella con el cabello teñido de rojo, ambos vestidos de negro total, disimulan y alternan sus miradas entre el paisaje que va pasando por la ventanilla y mi persona. Son dos personajes que no me caen bien, odio los disfraces que representan una tribu, algo que no logro comprender.
Un viejo de traje y corbata, portafolio de cuero –supongo- lee el diario y cada tanto me mira de reojo a través de unos lentes culo de botella –no sé cómo alcanza a verme-  y me río de solo imaginarme cómo vería la vida si se quitara los anteojos.
Casi al fondo medio oculta, una muchacha menuda, sobriamente vestida, sostiene en sus brazos un niño dormido. Absorta, tal vez esté pensando en el padre de su hijo, qué estará haciendo, si la espera o no en la estación, o tal vez ni siquiera sabe quién es ese padre. Cuando nuestras miradas se cruzan noto una cierta inquietud y al mismo tiempo una tristeza infinita.
Pienso en mi madre. ¡Qué tontería!
Suena irónico, casi podría formar una familia con todos los pasajeros: mamá, papá, hermanos, una esposa, un hijo…
El tren sigue monótono, la luz mortecina del vagón ilumina los rostros y me alegra pensar que soy el centro de atención.
Percibo que puedo leer cada una de sus mentes, pero no ocurre a la recíproca, sólo ven un indeseable que irrumpió en escena. En realidad, deberían agradecerme por romper su monotonía. Seres grises que viven a diario en mundos grises, con futuros grises, no hay matices que alimenten su existencia.
Pobres, de cuerpo y alma.
Saco del bolsillo el revólver que le robé a mi padre –no, a mi supuesto padre, porque mamá nunca me confirmó que lo era- y lo muestro en alto para que todos lo vean.
La señora mayor lanza un grito, la parejita se abraza asustada, la mina se achica en el asiento,  la madre estrecha con fuerza al niño, el viejo deja el diario. Huelo un enjambre de seres temerosos.
Me siento poderoso, domino la situación. Y les daré condimento, alegraré sus vidas, será un día que no olvidarán jamás. Un quiebre.
Cuando el tren arriba a la estación todos los pasajeros bajan mudos, consternados, no dan explicaciones.
El bebé llora.
Mi mamá también va a llorar.


No hay comentarios: