La triste vida de
Edith
María A. Escobar
Cuando salió a hacer las compras, poca cosa, se sintió feliz. El sol calentaba y ella iba como una ama de casa, con su bolsa de red, el pelo sujeto y su vestido floreado, soñando con ser como las señoras que veía, que tendrían su casa y su marido y sus hijos. Ella tenía una hija, Anahí, vivía en Santiago, con la abuela y ella, cuando podía, iba a verla pero la despedida era siempre dolorosa, la chiquita se colgaba de su cuello y le pedía llorando que la llevara. También ella volvía llorando, pero no quería regresar a la miseria y se consolaba pensando que cuando pudiera se la traería, pero de qué vivirían, ¿limpiando casas? Ya lo había hecho, pagaban una miseria pero exigían todo. No… un negocito en el Gran Buenos Aires… tal vez, en el sur que era más barato.
Respiró hondo el aire del verano. Aun no hacía calor, en la bolsa de red había dos tomates y unos huevos, fruta no. Estaba muy cara. Debía comprar un lápiz de labios. No podía seguir pidiéndole prestado a Ofelia. Esta sonreía y le decía “tenés el estómago delicado, muchacha. Para nuestra profesión no sirve”. Tenía razón, odiaba a esos babosos que iban a manosearlas al cabaret, como odiaba al que la espiaba en la pensión, como odiaba al hombre que la embarazó, siendo una chiquilina y luego desapareció como si lo hubiera tragado la tierra. Con la bolsa en la mano caminó unas cuadras mirando vidrieras, viendo todo lo que no podía comprar, porque estaba Anahí y había que enviarle dinero a la abuela… ¿Dónde estaban los hombres? ¿Dónde estaba su padre, al que no había conocido porque también abandonó a su madre? ¿Solo existían esos miserables que iban al cabaret y que –a veces- sólo buscaban a alguien para contarle sus pesares, que pagaban para ser escuchados? Sentía asco y pena por ellos. También por ella. También por su madre. Dios, no todo podía ser así y, en secreto, ella esperaba conocer a un hombre bueno con el que poder formar una familia y traer con ella a Anahí. Ella podía tejer mantas, la abuela le había enseñado. Y así soñando regresó a la pensión. Comería una ensalada de tomate y huevos duros y luego dormiría hasta que el sol comenzara a ocultarse. Entonces pondría su disfraz de prostituta en un bolso y tomaría el colectivo hasta el bajo y si veía al idiota que la espiaba le gritaría, para que todos oyeran ¡Qué mirás imbécil. Que miras…! Porque, repentinamente, un profundo sentimiento de rebelión la iba inundando como un agua turbia que le subía a la garganta, que la estaba ahogando poco a poco..
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