Llueve Negro Hernández
Llueve.
Desde mi ventana veo a dos mujeres con tres chicos de guardapolvo apretándose
contra las paredes de las cinco esquinas de mi barrio, Barracas. Hoy decidí no
ir a trabajar y tengo la excusa perfecta... fiaca. ¿Para qué mojarme? Si es un
día ideal para escribir en soledad y dormir una buena siesta.
Sobre
el escritorio hay cuentas a pagar, la luz, el gas, el cable, el nuevo ABL...
También están los borradores de los escritos que debo corregir, papeles sueltos
de vanos intentos de inspiración, y el embrión de un cuento resistiéndose a
nacer de una buena vez. Sueños, sueños guardados con devoción que pujan por
realizarse, como la publicación de mi próximo libro: "Crónicas del
café".
Llueve.
Pongo la pava en la hornalla para hacer un café, es una manera de ganar tiempo,
de prolongar la espera, de postergar el asalto de las imágenes que vendrán
agitadas, convirtiéndose en tinta sobre el papel. Todavía escribo con una vieja
estilográfica a cartucho, porque las palabras fluyen como la tinta, se
deslizan, se amontonan, se estiran, y se manchan de emociones. No es el momento
de la prolijidad, es el tiempo del desorden, del barullo murguero, de la
muchedumbre ansiosa empujando las barreras para ingresar al estadio.
Llueve
y el agua me invita a escribir escurriéndose por la canaleta que desemboca en
el alma. Después vendrá el procesador de texto con la censura estética,
equilibrada, poniendo cada cosa en su lugar, como la letra fría de la ley.
El
teléfono suena vanamente, no lo atiendo, mi celular esta apagado y por un rato
renuncié a leer los mensajes de mi correo electrónico. He decidido recluirme en
mi espacio creativo tan desordenado como el dormitorio. -Me voy corriendo para
no perder el ómnibus- había dicho Marta al amanecer dejando un par de medias,
una breve bombacha, su vaquero azul desteñido y un pañuelo de cuello
desparramados en la cama antes de tomarse unos días de vacaciones para ver a su
familia en Pergamino.
Repaso
los últimos apuntes con el pocillo en la mano, y el vapor del café caliente, me
hace cosquillas en la nariz medio resfriada. Enciendo la radio para escuchar la
2 x 4 buscando alguna compañía y el corazón se me arruga como un bandoneón con
la noticia de la muerte de Ubaldo de Lío.
Llueve.
Escucho deslizarse un papel debajo de la puerta de calle, es un periódico ¿Se
habrá equivocado don Cosme el canilla más veterano del barrio que me provee de
diarios y revistas? ¿Si nunca le pedí
que me los entregara a domicilio?
Me
acerco y lo levanto con curiosidad. "Ha muerto el periodista y escritor
Negro Hernández", titula la
portada. Un frío me estremece el cuerpo, tiemblo, busco un asiento y respiro
hondo. Vuelvo a leer con más detenimiento confirmando la noticia. Debe ser una
joda de los muchachos, pienso. "... como consecuencia de un paro cardíaco.
Sus restos será velados en un café histórico de la ciudad de Buenos Aires: el
Tres Amigos. Los compañeros del café preparan una despedida en homenaje a su
memoria..."
Llueve.
¡La puta que lo parió!, digo. Empiezo a caminar por la habitación y decido
prender el celular para comprobar la noticia, lo llamo al Gordo, ¿Quién?
¿Cómo?. El turro hace como si no escucha.
Llamo
a Sandoval. Está fuera del área de cobertura. Intento con el Mirón, y un
mensaje grabado que recuerda que hoy por la noche es la primera reunión en el
boliche de la Liga de Librepensadores Latinoamericanos, institución que
preside.
Llueve,
camino como un loco sin detenerme, entonces lo llamo a Jorge, mi amigo y médico
de toda la vida. "Te dije Negro cuidáte de los triglicéridos, dejá de
comer esas medialunas de grasa, te van a matar". ¡Hola!, ¡Hola! ¡Jorge sos
vos! pero se corta la comunicación... Disculpe las molestias ocasionadas. ¡La
conc... de la lora!
Trato
de averiguar la veracidad de la noticia en distintos medios pero no contestan el llamado.
Suena
el teléfono de línea. ¡Hola amor, recién llegué, te extraño!.
¿Todo
bien?. Si cariño, todo bien, acabo de terminar mi último cuento.
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