La Barca de Caronte Cristina Pailos
Abandonamos
la vida social. Nuestros amigos se extrañaban y al principio se sucedían los
llamados telefónicos todos los días, después se fueron espaciando y con el
tiempo, sólo unos pocos siguieron llamando de vez en cuando. Con discreción, les decía que Cesar estaba muy
agotado y parecía que la recuperación le llevaría un tiempo. Necesitaba reposo.
Lo
cierto era que mi intención era evitar las miradas de asombro de los demás. Él
no parecía consciente de su transformación. Las secuelas de la enfermedad o de
la operación, no estoy muy segura, habían sido devastadoras. Su apariencia era
normal. Seguía elegante y cordial pero en cuanto intentaba construir una frase,
o llamar a alguien por su nombre o nombrar cosas o situaciones, el daño no se
podía ocultar. Entendía el uso de los objetos y quienes eran las personas pero se confundía al nombrarlas.
El
médico me habló bastante y quizás por mi nerviosismo o porque las explicaciones
me resultaron difíciles, no entendí nada. Consulté con otro especialista y creo
que me dijo más o menos lo mismo. Ambos coincidieron en que había que esperar
días o meses para que fuera saliendo de la confusión verbal. Mi desconcierto crecía día a día. El tiempo seguía
corriendo aunque se lo sintiera pesado e inmóvil, sin cambios. Llegamos al año.
¿Por qué me engañan? ¿Por qué me dicen que se curará si está siempre igual? Era una pesadilla
insoportable.
Lo
miraba, lo escuchaba y lo confrontaba con su imagen anterior. Abogado de
profesión y dedicado desde el colegio secundario a la actividad política, la
oratoria era su fuerte y aquellas alocuciones precisas y convincentes fueron
los principales recursos que le permitieron llegar a ser intendente, después
legislador provincial y por último, nacional.
Se destacó también en la cátedra universitaria. Ahora, la conciencia del
lenguaje lo había abandonado, y las palabras parecían querer imponerse con una
libertad absoluta, quizás resentidas por haber abusado de ellas y hasta en más
de una ocasión, vaciado de contenido.
A
la cama la llamaba mesada, a la mesita de luz, inodoro y a nuestra habitación
comité central; los otros dormitorios eran las regionales, por enumerar algunos
ejemplos.
No
me podía descuidar. Una mañana, al llegar de hacer las compras, escuché que le
decía al pintor: -empiece por pintar las regionales que dan al potrero (el
jardín)-. El muchacho miraba para todos lados hasta que me vio y me demostró su
alivio con un saludo exagerado de bienvenida. Con disimulo lo llevé hacia las
habitaciones que César le había indicado
y sin ahondar en detalles, le dije que para todo se dirigiera a mí.
Yo
ya no soy petisa, negra, diosa . Soy la cumpa o la bataclana. No sé de que
depende el cambio de apelativo.
Al
despertador lo llamaba recreo:
-por
favor bataclana- pará el recreo que está sobre tu inodoro. Dejá que me quede un
rato más en la mesada. Mañana no lo quiero escuchar.
La
mesa empezó a llamarse cama. Hace unas semanas le dijo a la mucama: -por favor,
pongase ya a preparar la cama. Mi bataclana y yo queremos zambullirnos en la
cama porque tenemos un hambre que usted no se imagina. La chica conocía muy
bien la situación pero se le escapó la risotada.
Después
que se levanta de la mesada, va al retrete , abre las manivelas y se da un enjuague.
Como imaginan ,eso significa que se levantó , fue al baño y se dio una ducha.
Luego salió al atrio (porch) o al potrero (jardín) para leer el mangrullo
(diario). Aunque a veces lo leía en el Ayuntamiento, palabra que antes nunca
usó salvo, cuando se refería a alguna noticia de España, pero que ahora
designaba al Bar de la esquina. De pronto me decía: -Andá al chusmiadero (ventana) y fijate si paró de joder/llover)
porque tengo ganas de salir.
Una
noche llamó mi amiga Elsa para invitarnos a tomar un café en su casa y él le
contestó: -gracias, vos siempre tan melosa (quiso decir amable), pero mejor lo
dejamos para otro evento (oportunidad) . Según el pronóstico se viene una feroz tos convulsa (tormenta). Después llamé
a Elsa para disculparlo. Ella no lo podía creer. Había quedado muy angustiada
pero admitió que en primer momento lo de melosa le había caído pésimo.
Un
fin de semana nos visitó Pedro Inocenti, un amigo de César de toda la vida, a
quien yo algo le había advertido sobre la sorpresa que encontraría. Quedó
azorado y por momentos no podía disimular su incomodidad. Ya cuando se había
puesto de pie para irse, preguntó:
-¿Hace
mucho que no van al cine? Cesar con toda
naturalidad le contestó: -Sí, hace bastante que no vamos al bolígrafo.
Y
ese es otro ejemplo de rareza. Entendía qué quiere decir cine pero él tenía que llamarlo bolígrafo, ni siquiera la antigua palabra
biógrafo que con seguridad usó hace
mucho tiempo su abuelo .
A
los taxis les decía barcas y a los taxistas Carontes. La mitología siempre fue
su debilidad y por lo visto la siguió recordando muy bien, pero la elección de
esas espectrales imágenes bien podía ser una sombra de terror, según mi
análisis precario.
La
nómina de palabras y expresiones es tan extensa
que opté por escribir un glosario, aunque como ocurre en todas las casas
bilingües me daba igual decir tormenta o tos convulsa.
Mi
furia contra las mentiras de los médicos me causaba miedo de mi misma. ¿Para
qué mentir? ¿Qué es todo esto? Hasta fantaseaba a veces que César podría haber
planeado esta puesta en escena con la complicidad de los médicos para volverme
loca…y si fuera así, un día los mato a todos. La idea me asustó. Repasaba toda
la historia para ver si encontraba algún indicio de farsa y de tanto en tanto
se me aparecían entrecruzamientos de miradas entre César y el médico que podían
interpretarse como sospechosas. Descartaba inmediatamente la idea. No. Algo en
mí ya no andaba bien.
Pero
una mañana: la gran sorpresa. Desayunó en silencio y al terminar , me dijo: -Voy a salir un rato -y le pregunté:
-¿Vas a ir a leer el Mangrullo en el Ayuntamiento? Mirá que está por joder y se
viene una tos convulsa brava, según el pronóstico.
Se
dio media vuelta como espantado y con fastidio me dijo: ¿Estás bien? ¿Qué te
ocurre? Hay que llamar un médico urgente. ¿Te diste algún golpe en la cabeza?
No tiene sentido nada de lo que decís. ¿No me estarás cargando? Espero que no
te hayas vuelto loca porque me partís por el medio, me arruinás la vida. Ni se
te ocurra. Se curó abruptamente y sin preaviso.
Yo
quedé con la mente en blanco. No sabía que hacer pero me sentí en peligro.
Siempre recordé esas palabras de Edgar Allan Poe que cuando los locos parecen
curados es cuando están peor y le pedí que llamara al médico que lo había
atendido a él durante todo este tiempo. Que no viniera uno cualquiera de
emergencia. Tenía que ser el médico que conocía la situación que habíamos
vivido.
Aceptó.
Cuando llegó el médico y habló unas palabras con él, obviamente lo encontró
normal. Se acercó a mí y muy sonriente me dijo: -¿Vio que en poco tiempo se le
iba a pasar la confusión lingüística? Me puse nerviosa, no sé que sentí. Con
enorme esfuerzo le contesté: - Discúlpeme. Está sonando el recreo sobre mi inodoro
al lado de la mesada.
Hace
dos meses que me instalaron en este Neuropsiquiátrico.
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